SEGUNDO ENCUENTRO.

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SEGUNDO ENCUENTRO.

Ha pasado una semana desde la primera cita con el doctor Payne, y digamos que los sueños no han hecho más que aumentar en número, como si esto los hubiese disparado de alguna manera.

Mis padres han discutido repetidas veces acerca de si será lo correcto el evitar el uso de medicamentos en mi tras estas crisis más persistentes que he presentado, según las describe mi madre.

"El doctor sabe lo que hace, ¿no crees? Sino, no tendría por qué cobrar tanto", repone mi padre, a lo que mi madre responde con un: "Cualquier idiota se puede hacer pasar por un loquero." Y, en verdad, entiendo sus preocupaciones. Por otro lado, y por alguna razón que desconozco, confío en Payne. Espero estar en lo correcto.

Anoche tuve otra de esas pesadillas, de las que me hacen despertar bañada en sudor, horriblemente desorientada y fuera de mi. No logro recordarla del todo, únicamente recuerdo estarla presenciando como si fuese una cámara desenfocada, con mucho movimiento y ruido alrededor. Conseguí distinguir la atmósfera de pánico que me rodeaba, así como de incertidumbre. No estoy muy segura de a quién representaba yo dentro de ella, si sería yo misma, o si me encontraba en los zapatos de otra persona. Fuese lo que fuese, logró dejarme sin sueño gran parte de la noche.

Me miro en el espejo luego de bañarme a la mañana siguiente, e inmediatamente reparo en las ojeras. Para mi edad, reconozco que me siento y veo considerablemente demacrada, cosa que solo logra alarmarme en contadas ocasiones. Supongo que es porque me he acostumbrado – o forzado – a no mirarme en el espejo con tanta frecuencia. Me cepillo el cabello, me pongo el uniforme, me preparo un café a la prisa y salgo de la casa sin siquiera preocuparme por buscar con qué cubrirme. De igual manera, no pienso que baje mucho la temperatura.

Quizá quieran saber un poco más de mi, ya que decidieron ser testigos de mi historia. Aunque, en realidad, les hablaré de una historia que va mucho más allá de la mía. Digamos que yo soy el punto de partida, al menos desde este ángulo. Poco a poco irán comprendiendo de lo que hablo.

Mi nombre es Ava Harrison, tengo diecinueve años, vivo en una casa pequeña con mis padres en Portland, Oregon, cerca del bosque; he vivido aquí toda mi vida, y de hecho me agrada, a diferencia de la mayoría de la gente que usualmente huyen del lugar que los vio crecer. Yo represento completamente lo opuesto: temo alejarme demasiado y olvidarme de dónde vengo, pero no, no es eso por lo que aún vivo con mis padres. Es algo más complicado, verán, no tomé una decisión al tiempo previsto. Acabé la preparatoria y de pronto no sabía que hacer de mi vida, cómo proseguir o qué buscar o perseguir y simplemente me frené a mi misma. Decidí tomarme un semestre, comencé a trabajar en un café – cosa que me ayudó y perjudicó al mismo nivel –, hasta que finalmente me decidí por una carrera en idiomas el semestre pasado; ahora no quiero profundizar mucho en ese tema, así que volveré a tratarlo más adelante.

En fin, tomé toda la situación como algún tipo de señal, con cierto significado oculto, aunque aún estoy intentando descifrarlo poco a poco, día a día, situación por situación, a pesar de que sé que llevará un buen tiempo. Por hoy me conformo con llegar a tiempo al trabajo.

Es verano, hace calor y ya voy húmeda por el sudor a pesar de haberme duchado hace una media hora. Hago unos diez minutos a pie desde mi casa hasta el café, sin embargo estos parecen alargarse en tiempos de frío y calor extremos. Decidí volver a trabajar por la sensación de usar mi tiempo con provecho más que por necesidad, a pesar de los disgustos cotidianos que se presentan: clientes impertinentes, órdenes incompletas, confusas o muy numerosas, desacuerdos con los compañeros, y eso solo por dar unos ejemplos. De cualquier manera, concluí que sería mejor regresar que quedarme en casa durante todo el verano viendo películas y lamentándome por no tener nada mejor que hacer.

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