Empezó a caer una lluvia fría, y los faroles desdibujados no lanzaban ya, entre la niebla, más que un resplandor descolorido. Era el momento en que cerraban los establecimientos públicos, y hombres y mujeres todavía reunidos delante de sus puertas empezaban a desperdigarse. Del interior de algunas de las tabernas brotaban aún horribles carcajadas. En otras, los borrachos discutían y gritaban.
Casi tumbado en el coche de punto, el sombrero calado sobre la frente, Dorian Gray contemplaba con indiferencia la sórdida abyección de la gran ciudad, y de cuando en cuando se repetía las palabras que lord Henry le había dicho el día que se conocieron: «Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma». Sí, ése era el secreto. Dorian Gray lo había probado con frecuencia y se disponía a volver a hacerlo. Había fumaderos de opio donde se podía comprar el olvido, antros espantables donde se podía destruir el recuerdo de los antiguos pecados con el frenesí de los recién cometidos.
La luna, cerca del horizonte, parecía un cráneo amarillo. De cuando en cuando una enorme nube deforme extendía un largo brazo y la ocultaba por completo. Los faroles de gas se fueron distanciando, y las calles se hicieron más estrechas y sombrías. En una ocasión el cochero se equivocó de camino, y tuvo que volver sobre sus pasos casi un kilómetro. El caballo quedaba envuelto en nubes de vapor cuando pisoteaba los charcos. Las ventanas del coche de punto se fueron cubriendo de una película de cieno semejante a franela gris.
«¡Curar el alma por medio de los sentidos y los sentidos por medio del alma!» ¡Cómo resonaban aquellas palabras en sus oídos! Su alma, desde luego, tenía una enfermedad mortal. ¿Sería verdad que los sentidos podían curarla? Se había derramado sangre inocente. ¿Cómo expiarlo? No; no había expiación posible; pero aunque el perdón fuera imposible, el olvido no lo era, y Dorian Gray estaba decidido a olvidar, a pisotear aquel recuerdo, a aplastarlo como aplastamos a la víbora que nos ha inyectado su ponzoña. Después de todo, ¿qué derecho tenía Basil a hablarle como lo había hecho? ¿Quién le había otorgado la potestad de juzgar a otros? Había dicho cosas espantosas, horribles, insoportables.
El coche de punto avanzaba laboriosamente, disminuyendo la velocidad, le parecía a Dorian Gray, con cada paso. Abrió con violencia la trampilla del techo y ordenó al cochero que acelerase la marcha. La terrible ansia del opio empezaba a devorarlo. Le ardía la garganta y sus delicadas manos se habían contagiado de un temblor nervioso. Sacando un brazo por la ventanilla golpeó ferozmente al caballo con su bastón. El cochero se echó a reír y también él utilizó su látigo. Dorian Gray respondió riendo a su vez y el otro guardó silencio.
El trayecto parecía interminable, y las calles se asemejaban a los negros hilos de una inmensa telaraña. La monotonía se hizo insoportable y, al espesarse la niebla, Dorian Gray sintió miedo.
Luego pasaron junto a las solitarias fábricas de ladrillos. La niebla era allí menos densa, y pudo ver los extraños hornos con forma de botella y sus lenguas de fuego anaranjado que se extendían como abanicos. Un perro ladró cuando pasaban y a lo lejos, en la oscuridad, chilló una gaviota vagabunda. El caballo tropezó en un bache del camino, dio un bandazo y empezó a galopar.
Después de algún tiempo dejaron el camino de tierra y volvieron a traquetear por calles mal pavimentadas. La mayoría de las ventanas estaba a oscuras pero, a veces, sombras fantásticas se dibujaban sobre los estores iluminados por alguna lámpara. Dorian Gray las contemplaba con curiosidad. Se movían como marionetas monstruosas y hacían gestos de criaturas vivas. Sintió que las aborrecía. Tenía el corazón dominado por una rabia sorda. Al torcer una esquina, una mujer les gritó algo desde una puerta abierta, y dos hombres corrieron tras el coche de punto por espacio de unos cien metros. El cochero los golpeó con el látigo.
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El retrato de Dorian Gray
ClassicsBasil Hallward había terminado el retrato. El joven Dorian, al verlo, no pudo más que desear, desde su frívola inocencia, que fuera su imagen la que envejeciera y se corrompiera con el paso de los años mientras él permanecía intacto. Y así fue: a pa...