—¡Qué feliz soy, madre! —susurró la muchacha, escondiendo el rostro en el regazo de la marchita mujer, de aspecto cansado, que, vuelta de espaldas a la luz demasiado estridente de la ventana, estaba sentada en el único sillón que contenía su sórdida sala de estar—. Soy muy feliz —repitió—, ¡y tú también debes serlo!
La señora Vane hizo una mueca de dolor y puso las delgadas manos, con la blancura de los afeites, sobre la cabeza de su hija.
—¡Feliz! —repitió como un eco—. Sólo soy feliz cuando te veo actuar. Sólo debes pensar en tu carrera. El señor Isaacs ha sido muy bueno con nosotras, y le debemos dinero.
La muchacha alzó la cabeza e hizo un puchero.
—¿Dinero, madre? —exclamó—, ¿qué importancia tiene el dinero? El amor es más que el dinero.
—El señor Isaacs nos ha adelantado cincuenta libras para pagar nuestras deudas, y para vestir a James como es debido. No debes olvidarlo, Sibyl. Cincuenta libras es mucho. El señor Isaacs ha tenido muchas consideraciones con nosotras.
—No es un caballero, madre, y me desagrada mucho la manera que tiene de hablarme —dijo la muchacha, poniéndose en pie y acercándose a la ventana.
—No sé cómo podríamos arreglárnoslas sin él —respondió la mujer de más edad con tono quejumbroso.
Sibyl movió la cabeza y se echó a reír.
—Ya no nos hace falta, madre. El príncipe azul gobierna ahora nuestras vidas —luego hizo una pausa. Una rosa se agitó en su sangre, encendiéndole las mejillas. La respiración, acelerada, abrió los pétalos de sus labios, que temblaron. Un viento meridional de pasión sopló sobre ella, moviendo los delicados pliegues del vestido—. Le quiero —añadió con sencillez.
—¡Estúpida niña!, ¡estúpida niña! —fue la frase cotorril que recibió como respuesta. El movimiento de unos dedos deformados, cubiertos de falsas joyas, dio un carácter grotesco a aquellas palabras.
La muchacha volvió a reírse. Su voz reflejaba la alegría de un pájaro enjaulado. Sus ojos retomaron la melodía y le hicieron eco con su brillo: luego se cerraron por un momento, como para ocultar su secreto. Cuando se volvieron a abrir, los velaba la niebla de un sueño.
La sabiduría de unos labios demasiado finos le habló desde el sillón desgastado, aconsejando prudencia, con citas de ese libro sobre la cobardía cuyo autor se disfraza con el nombre de sentido común. No la escuchó. Era libre en la cárcel de su pasión. Su príncipe, el príncipe azul, estaba con ella. Había llamado a la memoria para reconstruirlo. Envió a su alma a buscarlo, y su alma volvió con él. Su beso le quemaba de nuevo la boca. Su aliento le entibiaba los párpados.
La sabiduría cambió entonces de método y habló de espiar y descubrir. Aquel joven podía ser rico. En caso afirmativo, había que pensar en el matrimonio. Contra la concha del oído de Sibyl se estrellaban las olas de la prudencia mundana. Las flechas de la astucia pasaban sin tocarla. Vio que los finos labios se movían, y sonrió.
De repente sintió la necesidad de hablar. El silencio lleno de palabras la desazonaba.
—Madre, madre —exclamó—, ¿por qué me quiere tanto? Sé que yo le quiero. Le quiero porque es la imagen de lo que el mismo Amor debe ser. Pero, ¿qué ve él en mí? No soy digna de él. Y sin embargo, aunque me veo tan por debajo de él, no siento humildad: siento orgullo, un orgullo terrible, pero no sé explicar por qué. Madre, ¿querías a mi padre como yo quiero al príncipe azul? —la mujer de más edad palideció bajo los polvos demasiado visibles que le embadurnaban las mejillas, y sus labios secos se estremecieron en un espasmo de dolor. Sibyl corrió hacia ella, se abrazó a su cuello y la besó—. Perdóname, madre. Ya sé que hablar de mi padre te hace sufrir. Pero sufres porque lo querías muchísimo. No te entristezcas. Soy tan feliz hoy como lo eras tú hace veinte años. ¡Ah, déjame que sea feliz para siempre!
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El retrato de Dorian Gray
KlasiklerBasil Hallward había terminado el retrato. El joven Dorian, al verlo, no pudo más que desear, desde su frívola inocencia, que fuera su imagen la que envejeciera y se corrompiera con el paso de los años mientras él permanecía intacto. Y así fue: a pa...