Saint Land

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Capítulo III

Alguna Isla perdida en la Costa media Atlántica, Octava mañana de Julio, del 2010.

—¿Y bien?

El desnivelado parloteo interrumpió progresivamente la mueca en los labios de Rowen. Y así había sucedido desde el primer encuentro. A lo largo del viaje desde Inglaterra hasta Estados Unidos, los pequeños, pero para nada desapercibidos esfuerzos de Lucinda Gilmour por crear conversación habían ido cayendo unos tras otros en picada.

Rowen casi logró que se rindiera, pero cuando al fin su renuente silencio parecía convencer a la Mediadora, allí estaba nuevamente apareciendo aquella faceta sabihonda. Su implacable obstinación por comentar sobre Saint Land había resultado fastidiosa después de la primera media hora.

Rowen no lograba comprender que, como a ella, podría siquiera importarle de algún modo ese reformatorio estirado con su importantísimo cuerpo estudiantil, ese impecable profesorado intentando ocultar adolescentes pudientes que no cumplen con las requeridas expectativas sociales, y el asombroso clima que los rodeaba. Sin embargo, ya pasadas las dos horas de aquel monólogo, Lucinda se encargó rotundamente de desmentirlo. Con su fastidioso acento americano, le había hecho escuchar el mismo parloteo cuatro veces en el avión de Surrey a Estados Unidos, dos veces en el ferry hacia alguna isla perdida a lo largo de la costa media atlántica, y ahora una última vez mientras el auto rentado recorría la gravilla sobre un largo sendero poco iluminado.

Cuando el continuo traqueteo del auto pareció terminar, la Mediadora aparcó.

Rowen alzó la vista para ver más allá del cristal, y sacó a su cuerpo de aquella postura tan incómoda en la que lo había sometido por exactamente cuarenta y cinco minutos. Sus dedos se deslizaron hasta la puerta y esperó un segundo más para permitirse respirar. En el límite del largo sendero, las pequeñas y coloridas hojas de los ciruelos rojos se veían traspasadas por los finos rayos del sol, absorbiendo por completo aquellas ramas más densas de los liquidámbares y creando un contraste que bajo otras circunstancias podría haber resultado encantador. Y más allá, entre el tono azulado de una pícea y el anaranjado de un falso plátano, se podían vislumbrar unas inmensas rejas de hierro forjado y gigantes arboles de roble resguardando por completo el camino de acceso. Fue casi imposible el lograr ver más allá de eso, donde la fortaleza parecía ser absorbida por la mitad con pequeños arbustos y helechos extendiéndose a los pies de las rejas y los robles. Frente al auto un portón de acceso se alzaba por sobre sus ojos y le daban sombrías siluetas a la entrada.

Rowen salió del auto sintiendo un tirón en sus extremidades. Y se quedó sin aliento.

Unos cuantos metros más allá, traspasando la fortaleza natural, se erguía Saint Land. Y no parecía exactamente una Academia. Con más de doscientos metros de ancho, se veía como una mezcla entre algo salido de una vieja película medieval y la guarida oculta de Drácula. Para comenzar, obviamente tenía más de mil años. Era una colosal estructura de cuatro plantas y estaba cubierta con un alto techo a dos aguas. En sus ángulos y en el medio había adjuntas cinco torres-escaleras de la cuales una de ellas —la del medio y más alta—, poseía un imperioso reloj, sobrepasando los límites del castillo. Las cuatro torres extremas, con sus techos cónicos multiformes, les recordaban a los techos de las torres del Castillo de Pierrefond, en Francia. Y la fachada principal, que resultaba ser la más intimidante, estaba orientada hacia el oeste y su gablete gótico estaba coronado por una cruz que relucía con el sol.

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