Relato IV

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El emperador cubrió sus hombros con la túnica de seda cuando el aire gélido acarició su piel como finos témpanos de hielo. Su cuello de cisne continuó expuesto a la temperatura agridulce, mientras sus cabellos lacios y largos eran peinados de la manera más sofisticada. El peine estaba esculpido en jade, al igual que sus anillos y los bordados de sus solapas. A su frente se abría uno de los grandes espacios sustentados por columnas que daban vista a los montes altos, donde la niebla se posaba con la delicadeza de una mariposa en las arboladas cumbres, y el viento azotaba las retorcidas ramas centenarias.

A las puertas de su territorio habían llegado los emisarios del enemigo, sin sentimientos de paz y sembrando el temor de la guerra. El enemigo había escuchado hablar de la incalculable belleza del emperador, por lo que había optado por dar a conocer su testimonio mediante inminentes amenazas. Xue Yuan había sido citado en el campo de batalla si no se entrega a él y a sus asquerosos planes. 

Una fuerte ráfaga surcó ante su persona, meciendo los troncos y su propio cuerpo.

—Tengo miedo —reconoció, con la sensación del desasosiego en la boca del estómago—. Todo pende de un mismo hilo ahora, y la guerra es segura —Xue Yuan giró entre los cojines de raso—. No quiero perderte, Ahn —murmuró el emperador, con la mirada tan cristalina como de costumbre y los finos dedos como agujas llenos de temblor—. Yo no podré permanecer en el palacio cuando el momento llegue, y tú debes de ponerte a salvo. No lo estoy comentando, ni pensando en voz alta, esto es una orden y deberás cumplirla como tal —se apresuró a decir antes de que Ahn hablase.

—Yo no podré permanecer tranquilo, majestad, no cuando no estéis a mi lado.

Ahn soltó el peine de jade y se apresuró a rodearle con sus brazos, escuchando el crujir de las ramas. Esto lo obligó a recordar que, cuando su mirada topó por primera vez con la del emperador, el fuerte viento asechaba aquel amanecer. En sus memorias aún guardaba la imagen del largo pelo revoloteando, negro como un cuervo, destellante bajo el poco sol que se filtraba a través de las nubes. Los ropajes de Xue Yuan se mecían en aquel entonces, azules turquesa, con hojas de nenúfares bordados en sus interminables capas y los pies descalzos sobre la húmeda hierba.

—Quiero ir contigo —susurró contra su frente, viéndose incapaz de soltarlo.

—No —el emperador alzó la cabeza, tomando con suavidad el rostro de Ahn entre sus manos—. Es mi guerra.

—Sabes perfectamente que sus ideas no son esas precisamente —comentó el siervo—. Si te logra alcanzar...

—No pasará nada —susurró—. Debemos de enfrentar cuán fuerte sea el viento que mueve el destino, así venga acompañado con el más cálido sol o la gélida lluvia. Todos los seres humanos tenemos cáscara de dragón e interior de agua. Nuestro interior se divide en el bien y en el mal, teniendo un poco de ambos en cada uno de ellos. Aquellos que vengan a destrozar nuestra llovizna recibirán un rayo —comentó, acariciando con su pulgar los labios ajenos—. Dicen que somos como la lluvia... —intentó narrar, pero fracasó atosigado por el miedo.

—Aquí no hay cabida para «Los texto de la lluvia» —murmuró Ahn, disfrutando de la cercanía contraria y del olor a flor de loto que la rodeaba—, pero piensa en ellos en cada momento, y así estaré luchando como la lluvia por saciar la sequía —susurró, dejándose ir hacia delante, hasta que un cariñoso beso llovió sobre los labios del emperador.

—Nos mantendremos firmes ante lo que el destino nos prepare —imploró Xue Yuan—. Y si no vuelvo prométeme que me llevarás en tu corazón siempre, y que intentarás sobrevivir.

—Lo prometo —terminó por decir atormentado por el miedo a perder a su flor de Kiri, sin evitar que sus ojos lloviesen lágrimas de dolor que el viento que lograba penetrar en la majestuosa habitación del emperador se encargaba de secar.

—Voy a luchar por mi imperio, como el emperador que soy. Voy a ofrecerle a mi gente protección. No voy a ocultarme mientras inocentes padecen por mi culpa, muriendo por proteger lo que me pertenece. He vivido tormentas desde que nací, y sólo contigo he conocido la paz que nadie más ha sabido darme —le recordó—. Voy a luchar por ti, por mí, por nosotros, para demostrarle al mundo que no soy un emperador débil, y para demostrarte a ti que protegeré nuestro amor con mi vida propia. Juré que no amaría nadie más que a ti, y que nadie más me tocaría. Voy a clavar mi espada en su garganta, y haré de ése hombre y de sus pensamientos retorcidos el peor de los caos.

«Dicen que somos como la lluvia, y en cierta manera tienen razón. Dicen que en nuestro interior guardamos las ráfagas de destrucción, y que sólo rompen la barrera de la paz cuando lo que amamos está en peligro. Dicen que somos como la lluvia, y en cierta manera tienen razón».


Somos como la lluvia ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora