II

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Los pasos se alejaron. Eliana volvió a observar por la mirilla; todo estaba negro. Se tiró al piso, guiñando un ojo para poder ver, con el otro, por debajo de la puerta: había luz. No era posible.

La neblina que empezó a colarse por la rendija no le dio tiempo de pensar demasiado en eso. Se le metió en la nariz y la envolvió en seguida, de tal forma que, al tratar de incorporarse, desorientada, se resbaló y se golpeó la cabeza contra la pared.

Recobró la conciencia poco después. Quiso tocarse donde se había golpeado, pero descubrió, horrorizada, que no podía moverse. Solo entonces abrió los ojos.

La neblina seguía rodeándola, mezclada con la misma luz blanca que viera debajo de la puerta, y que ahora le impedía distinguir nada con claridad más allá de las rodillas. Unas figuras grises, vagamente humanas, iban, venían y cuchicheaban entre lejanas sombras horizontales. Eliana habría creído que estaba en un hospital, de no haber sido porque otra imagen se superponía: un grupo de figuras iguales a las otras se reunía alrededor de ella, inmóviles; más atrás, se veían, diseminadas de manera irregular en el fondo ceniciento, unas pequeñas formas verticales, inclinadas en diversos ángulos. Lápidas, pensó Eliana, y también había cosas que parecían árboles, pero debían estar secos, ya que no alcanzaba a ver follaje entre las ramas.

Entonces, lo supo: estaba muerta. En seguida rechazó esa idea; no, no podía ser. Estaba viva, estaba consciente. ¿Lo estaba? Quiso moverse de nuevo, pero el vago aroma dulzón a flores, mezclado con el olor característico del desinfectante, la sumió en una modorra repentina que se apoderó de ella y la arrastró a la oscuridad.



(281 palabras)

No abras la puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora