V

349 95 50
                                    

Eliana permaneció inmóvil contra la puerta hasta que el estruendo se desvaneció. Lentamente dobló las piernas y se sentó en el piso tapándose el rostro con las manos al sentir las convulsiones iniciales del llanto. Estaba harta y cansada. Los ojos se le caían de sueño, le dolía la cabeza y el cuerpo le temblaba. Las lágrimas fluyeron y, con ellas, el terror y el agotamiento.

Y en el silencio, una voz:

—Eliana...

Cálida y quebrada.

—Eliana, por favor...

Eliana levantó la cabeza.

—¿Mamá...?

Una voluntad repentina la hizo pararse de un salto como una descarga eléctrica. No podía rendirse todavía.

Miró alrededor. El palier estaba iluminado por la misma luz blanca y difusa de su sueño. Del piso, cubierto por la misma extraña neblina, sobresalían unas lápidas gastadas y carentes de inscripción. Eliana fue esquivándolas y golpeó la puerta del departamento de su vecina Doña Laura. Quién sabe cómo estaría la pobre, a su edad y con el corazón delicado.

—¿Doña Laura?

No hubo respuesta. Eliana pegó la oreja a la puerta, pero solo le llegó el silencio más absoluto.

—Soy yo, Doña Laura. Ábrame, por favor.

Nada. Eliana abrió con la llave que la mujer le había dado para casos de emergencia.

No le sorprendió encontrarse a oscuras. Sí le llamó la atención el olor a encierro. Encendió la linterna y comenzó a recorrer el lugar.

—¿Doña Laura?

El lugar se veía terrible; sucio, desordenado, vacío. Como si nadie hubiera vivido ahí en años. La capa de polvo que cubría el parqué era tan gruesa que parecía blanca, y había telas de araña en todos los rincones. Eliana paseó el haz de luz por las paredes y sintió que la sangre la abandonaba al darse cuenta de que ese no era el departamento de Doña Laura, sino el suyo.

—¿Pero qué carajo...?

Fue al baño. Por fortuna, todavía había agua. Eliana se lavó la cara y se secó con la remera. Respiró hondo varias veces y abrió los ojos. El resplandor de la linterna era cada vez más débil. Ahora sí se le estaban acabando las pilas. Eliana metió la otra mano en el bolsillo y, entrevió en el espejo, al moverse, una figura detrás de ella, sentada sobre la tapa del inodoro. Una figura que antes no estaba.

Era una mujer delgada, vestida con una remera y un pantalón de jogging bastante astrosos. Tenía las piernas abiertas y la cabeza gacha, de manera que el pelo, largo y revuelto, le tapaba la cara. Los brazos le caían a los costados. Algo en su aspecto alarmó a Eliana, que se apresuró a cambiar las pilas de una vez, para iluminar de nuevo el espejo. No se sentía con valor para mirar a la aparición de frente. Pero nada la preparó para lo que le mostró el haz potente de la linterna: la figura había levantado la cabeza ahora y la observaba a través del reflejo con los ojos muy abiertos.

Era su propio rostro.



(496 palabras)

No abras la puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora