Estoy en un hospital de rehabilitación para personas con trastornos alimenticios. Rehabilitación. Rehabilitación. Suena como si fuera una drogadicta.
Me separaron de mi madre, no sé que hizo, si volvió a la casa con aquel asqueroso al cual no me enorgullezco de llamar padre. Los psicólogos y enfermeros acá son mis peores enemigos, todo el día me hacen preguntas, preguntas y más preguntas, y me obligan a comer. Mejor dicho, me hacen comer. Nos ponen a todas las chicas en una mesa y nos ponen platos de grasa en frente, mientras nos vigilan como si fuéramos a escapar de un reformatorio. Intenté vomitar la comida sin que se dieran cuenta, pero sólo gané otro maldito plato más. Mierda.
Hice muy buenas amigas en esa cárcel, como Cecilia por ejemplo, que al principio pensé que era la típica niña mimada de los padres, pero luego de conocer su historia, me impactó y sentí una gran cercanía con ella. Su padre golpeaba a su madre también, y la presión por ser la más linda la hizo caer en este laberinto llamado anorexia.
Reímos, lloramos, pasamos nuestros mejores momentos juntas, hasta que se recuperó y se fue. Me dejó. Ahora era yo sola de nuevo.
Yo continué acá, viendo como los padres de las demás niñas venían a visitarlas, abrazarlas, decirles que todo estaría bien pronto. Yo lloraba, y preguntaba por qué mi madre no había venido a verme, lloraba por las noches. Mamá, ¿acaso soy una decepción para ti? Siempre lo fui, ¿no? Estas preguntas que me hacía en las madrugadas me hacían llorar hasta amanecer con los ojos hinchados. Intranquila, sin respuestas, sin saber qué estaba pasando, me seguía preguntando: Mamá, ¿acaso ya no me quieres?
Yo debía saber qué estaba pasando. Ocupaba una respuesta. Una explicación. Planeé un escape de esa maldita cárcel de máxima seguridad. Sería en la noche, mientras todos dormían. Saldría por la ventana del baño, me encerraría para más discreción.
Ay, ya me siento El Chapo.
Me quedé despierta hasta que vi que el reloj dio las 3 de la mañana. Sigilosamente, agarré cosas mías que había alistado, me acerqué a la puerta del baño de puntitas y me encerré. OMG. Lo hice.
Bien, ya dentro del baño abrí la ventana. Era pequeña, pero seguía lo suficientemente delgada para pasar por ahí. Me fijé afuera para ver cómo estaba la situación. Rayos, está demasiado alto. Bueeeeeno, es un segundo piso, tampoco un cuarto o quinto, además no es como que adore mucho la vida... Dale. Y sin pensarlo mucho, sólo me tiré. Por un momento supe que se sentía caer. Aterricé en el pasto, no fue muy fuerte. Sólo me dejara unis cuantos moretones, pero es soportable.
¡Al fin aire fresco! -grité. Rayos, no debía gritar eso. A lo mejor despertaba a alguien o alguien me oía o veía. Empecé a correr y correr, con todas mis fuerzas hacia mi casa. Quedaba un poco largo, pero era la única forma en la que podía llegar ya que no tenía nada.
Llegué. Al fin. Vería a mi madre y sabría la razón de por qué no había ido a verme. Le daría un enorme abrazo. Le haría saber que estoy acá y le preguntaría que pasó con el idiota de mi... Progenitor.
- ¡Mamá, mamá, ya estoy acá!¡Llegué! -dije emocionada. Vi que eran las 4 de la mañana, pero no me importó. Sólo quería verla y saber que todo estaba bien.
Abrí la puerta que extrañamente no tenía llave y entré. Me dirigí directamente al dormitorio de mi mamá. Me llegaba un olor pestilente... Han de ser las botellas de vidrio de alcohol que estaban tiradas por casi toda la casa. Qué asco.
Abrí la puerta de la habitación de mi mamá. Y...
Me quedé estupefacta.
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Ustedes no saben
Teen FictionPensamientos de una adolescente con problemas de transtornos alimenticios, bullying, entre otros problemas, que la llevan a extremos como el intento de suicidio.