II

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–Me caí de la escalera de mi casa, mis heridas no curé pues el tiempo no alcanzaba

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–Me caí de la escalera de mi casa, mis heridas no curé pues el tiempo no alcanzaba.

Sus manos escuálidas enrollaron la venda entre sus dedos, miraba nervioso mis venas hinchadas de color morado, deleitaba su vista con mis marcas de asfixia en los brazos. Soraru-san no habló, pero el inusual hastío entre su monotonía me asustaba intensamente. Tocó, apretó y succionó mi piel, ardió un par de veces, pero no dije nada porque en derecho no estaba de soltar quejidos.

–¿Quién lo hizo?

Habló profundo y lento, tanto que llegó a atemorizarme un momento, pareció como si hubiese estado esperando un poco de valor para soltar preguntas de vida o muerte, no sabía que era innecesario carcomer su cabeza con mis normalizados problemas familiares. Después de todo siempre con mentiras cubrimos el vacío extenso que envolvía nuestros corazones, ya fuera el papel higiénico que limpió el vomito furtivo en sus manos o los tres litros de alcohol que usé para desinfectar un hematoma envenenado. Su rostro tornado en preocupación, si yo esa vez le hubiera dicho que así me sentía cada vez que le observaba en la cafetería nervioso [y vacío], quizás algo hubiese cambiado en nuestro fatídico final. No pude levantar la vista porque de sus ojos salían chispas de enojo encerrado, ¿por qué estaba enojado? Yo mentía sólo para protegerle de manera superflua.

–El piso de cerámica ha roto mi cuerpo, Soraru-san.

Mis rodillas balancean mis piernas entre la camilla de la enfermería, me ha llevado a rastras el amor de mi vida. Mis heridas sangran y sangran a pesar de no estar frescas, tanto que hasta la nariz tengo roja y el ojo me gotea un poco de tristeza.

–Eso arde–Suspiro al no recibir respuesta alguna de mi preocupado superior de cabellos añil y cuerpo de princesa.

–Tus graves mentiras arden en mi interior, yo no me he quejado; no dejaré que tú sueltes un solo lamento–su voz se oye frustrada mientras la gasa se pega a mi rodilla roída–hasta que admitas qué demonio ha roto tu porcelana, no reiré de tu dolor como tú lo haces.

Mi pecho se siente ahogado, pues escapado pude haber hecho si mis huesos no se sintiesen rotos y usados. Mi hermano por accidente me empujó por la escalera, y estoy seguro que si fuera un ángel nada de esto hubiese ocurrido. Admitirlo no puedo porque disculpas no escuché, accidente no ha sido porque mis ojos gotean la verdad tristemente sin querer. Un fenómeno ha tenido esa familia de dulces personas amables, un asqueroso bicho blanco que debe ser aplastado, eso creen que soy  [tanto lo habían inculcado, que hasta yo me lo creí] por eso no diré nada, o no dije nada, por eso Soraru-san nunca lo supo de mis labios; pero sí de la sangre diaria que curaba taciturno. Tan asustado de romperme siempre se vio, tanto como yo cada vez que un gemido de sus labios manchados oí llorando en el baño. La cinta de la venda tiró de mi piel suavemente, pero su mirada no levantó tampoco.

–He terminado–susurra, y agarra mi mano. La examina con los ojos aguados, pero no llora porque simplemente él nunca lo hace–tus dedos tienen tantos moretones...–Afirma ido y angustiado.

–Lo sé.

–Tus pétalos están morados, las dulces cerezas de tus ojos están llorando asustadas–toqué mis ojos frenético, porque no me había dado cuenta de mi error biológico hasta ahora–¿Quién ha hecho que tu alma se exprese de esta manera tan vulnerable a mis ojos?

–El piso es el único que me ha lastimando–suspiro, pero esa mentira no lo es del todo–pero tu desconfianza duele más que las frías baldosas de mi casa, tus ojos acrisolados en mí no confían; y duele mucho.

Él no dijo nada, porque yo estaba en lo cierto. A pesar de que miento, hago como si su desconfianza doliera para escapar de sus grandes pupilas azul penetrante de una vez por todas.

Rosas rojas resbalan sus pétalos entre su chaqueta negro azabache, sus dedos largos se ven gélidos y a lo lejos sus piernas delgadas jugaban con mis sentimientos

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Rosas rojas resbalan sus pétalos entre su chaqueta negro azabache, sus dedos largos se ven gélidos y a lo lejos sus piernas delgadas jugaban con mis sentimientos. Un acto que aparentaba ser tan romántico que mi corazón un segundo se detuvo de terror.

–Odio decir que te he roto—dice, estaba a menos de quince centímetros, su aliento helado y con seguro sabor a menta se estrella con mi nariz. Sus manos tiemblan como las de un niño nervioso–Son rojas como tus ojos tristes, rojas como la sangre que cubre tus recientes heridas, esa que desearía ignorar pero no puedo simplemente porque es tuya. Dos rosas rojas que significan perdón, Mafumafu, lo siento. Me asusta disculpas pedir bajo la mirada de tus impolutos rubíes...

–Les quitaste las espinas–murmuro. Sus pálidos dedos llenos de curitas se tratan de esconder fallidamente entre sus mangas tres cuartos, los tallos están doblados bajo el suave papel celeste transparente que les cubre a penas.

–Más daño no quiero que te hagas por mi culpa.

¿Por qué dices desear no hacerme daño cuando tus ojos sólo por existir alegran los míos? Tan asustado de mi sangre tibia, de las heridas abiertas que quedan infectadas bajo mi sola respiración. Cuando debería preocuparse de él; de sus ojos cubiertos de ojeras marcadas en morado, de los pantalones que se resbalan entre sus piernas tan delgadas como mis muñecas rotas. Debería preocuparse de él y no de mí, con estos brazos hinchados de tan jugar al falso sentir de mi pecho. Su humildad era una farsa al igual que sus múltiples palabras, porque enamorado de mí no estaba y las rosas rojas que me regaló para arreglar su arrebato se marchitaron a penas llegué a casa. Cómo sus palabras, como su sentir, decrecen a penas de mi vista se escapa, las rosas florecen cuando sus diamantes admiro solamente.

Mentiras me contó y en su momento las creí ingenuo, o no tanto, creyendo lo que quería creer, olvidando lo que me intentaba romper.

Le regalé un beso en la mejilla y a las rosas sonreí, a pesar de que ellas no viven como mi ferviente amor por él, o su significado no sea el de amor eterno. Aún parecía no amarme, porque su perdón no curaban las heridas de mi corazón.
Vi su cuerpo delgado irse, con una sonrisa dulce en la boca, con los ojos perdidos lejos en esa tarde fría. Con sus manos huesudas guardadas en sus bolsillos, haciendo bulto en sus muslos lejanos. Suspiré ante su fugaz mirada avergonzada.

Pude admirar un sonrojo pequeño que se mantuvo en mi cabeza por más de tres días.

Pude admirar un sonrojo pequeño que se mantuvo en mi cabeza por más de tres días

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Huesos | mafusoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora