III

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Siempre me he preguntado qué hubiera pasado si yo hubiese actuado de otra manera, pero aún ahora con sus brazos entre los míos no puedo pensar en alguna cosa que pueda cambiar de nuestra historia

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Siempre me he preguntado qué hubiera pasado si yo hubiese actuado de otra manera, pero aún ahora con sus brazos entre los míos no puedo pensar en alguna cosa que pueda cambiar de nuestra historia. Quizás si esas rosas de perdón no hubiera aceptado, o quizás si esa venia yo no la hubiera dado. Si mi orgullo prepotente se hubiera marchitado, o el suyo florecido de sus huesos marcados.

Las rosas se marchitaron apenas llegué a casa después de esa gran sorpresa vespertina, pero las guardé en un florero hasta que sus hojas se volvieron negruzcas y apagadas, como su cabello. Pasaron seis días desde que sus dedos fueron pinchados por la espina de la culpa, no pude pronunciar ni una palabra cuando Soraru pasaba por mi lado en el pasillo de la escuela e ignoraba profesionalmente mi superflua presencia. Oh Dios, ahora que lo recuerdo, ¡yo realmente estuve todos esos días con el estómago revuelto!

No me habló ni me miró por casi una semana, pero cada una de las veces que su espalda escuálida se cruzaba con mis ojos, su inocente sonrojo pasado a la par de unas rosas secas, me dejaban suspirando como un idiota enamorado. Y lo era, o lo soy, aunque ante un costal de huesos estoy rendido totalmente, enamorado de cada clavícula, cartílago, diente y piel, de sus arterias o su corazón roto, de su estómago hambriento o sus manos insanablemente atestadas de venas azules [como sus ojos opacos]. Enamorado de algo falso, como yo y mis risas, cuando sólo debía llorar bajo el caparazón de un estereotipo masculino.

Cuando yo lloraba, sólo pasaba pensando en lo genial que se veía su rostro serio soltando vocablos indescriptiblemente perfectos, soñando con que sus dedos tocaran mi cuello suavemente como lo hacen con las cuerdas de la guitarra acústica, que fuera tan cuidadoso con mi cuerpo que con mi alma. Pero todas esas románticas descripciones de una falsa realidad de cliché sólo me dejaron cometerlas en sus últimos segundos de lucidez, porque ahora canto una canción de cuna sollozando como un niño, aferrándome a su cuello suavemente alterado, siendo cuidadoso con su cuerpo grácil y pequeño. Meciendo mis brazos en un juego enfermizo por calmar el nudo en mi garganta que se acrecienta cada vez que mis dedos se sienten fríos.

–No debí dejarte seguir con eso–nervioso tiemblo, gimiendo culpable, con el entrecejo fruncido aguantando las indescriptibles ganas de arrancar mi alma y entregarse a él, pero niega dulcemente con su pálida cabeza, como si supiera mis podridos pensamientos al perder sus orbes opacas entre las mías.

–No debí tocar tus heridas tan profundamente.

Murmura. Murmura suavemente. Y no puedo evitar asustarme ante el melifluo tono de sus cuerdas vocales, aprieto su cuerpo más fuerte sin medir ni un poco mi accionar. Se está esfumando entre mis dedos mi única joya preciosa, de ojos azules y notas agraciadas, de huesos salidos y clavículas marcadas.

Sus manos están en mis brazos, y los tocan con cuidado, sus ojos están abiertos y me calman tiernamente aunque no me miren profundamente ni deseen hacerlo. Me siento como la obra de arte más preciada ante su tacto, aún cuando yo sólo soy un parásito que chupó su sangre para llenar mis propios vasos sanguíneos. Se resbala un liquido por mis brazos insensibles, y escucho su llanto tras el mío.

Huesos | mafusoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora