Sucios como nuestro amor prepotente.

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Hoy es mi graduación, tengo diecisiete años y estoy técnicamente ileso

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Hoy es mi graduación, tengo diecisiete años y estoy técnicamente ileso. Corté mi cabello albo hasta dejarlo como el de un chico promedio, jugué con mis pestañas y hasta con brillo labial. Hace dos años no veo a Soraru-san, hace dos años que no puedo respirar.

–Qué frío–murmuro, es divertido usar sólo una linda camisa de mangas cortas y una corbata roja. Tengo un tubo extraño en mi mano, el diploma de que una etapa de lo que llamamos vida se ha acabado. Y no sé si llorar, porque no me puedo concentrar en las conmovedoras palabras que el hipócrita director está contando animadamente, recitando lo mismo de todos los años, como un mantra de buena (o mala suerte) para sus alumnos recién graduados. Por culpa del exagerado público que ocupa mi vista, por más pendiente que esté en la esperanza de que alguien aparezca de la nada, no encuentro indicios de algo.

Entrelazo mis manos frías. Me recuerdan a las de él, el chico frío y de ojos celestes como el profundo mar, de pecho escuálido y piernas delgadas a más no poder. A ese chico que después de comer no levantaba la cabeza hasta purgarse el fondo de la garganta, el chico que tomaba agua dolorosamente helada en vez de leche de fresas, el que me miraba como si yo fuese el único, el que me sonreía sólo a mí. El que durmió en mis brazos y fingió sentir.

Veo entre el público, a la izquierda, a un lado del asiento que debería ser de mi madre ausente. Blue jeans y zapatos de hombre, manos tan pálidas como el cielo de un invierno refinado, un reloj a simple vista barato, una camiseta negra y un cuello delgado, clavículas marcadas y una dulce sonrisa que no veía ser real desde hace mucho tiempo.

Mis cejas seguramente se están alzando, y entre el silencio de los murmullos juveniles los pequeños tacos femeninos de mis zapatos chocan con el precario escenario de madera en el que estoy parado. A pasos rápidos yo ignoro los hechos, y bajo escalones a tropezones idiotas. Uno, dos, tres pasos. Oh Dios, mi corazón está saltando. Siento punzadas en las puntas de mis dedos, tengo escalofríos hasta la coronilla de mis cabellos. Estoy asustado, feliz e inconsciente de lo que ocurre. Me detengo a menos de cuatro pasos del único chico en mi mente desde hace tres años y un par de meses. Me tomo mi tiempo para decir algo mientras analizo todo lo que esté lejos de sus potentes ojos azules.

–Siento que mi alma se escapará de mi cuerpo, Soraru-san–todos están en silencio, y eso me presiona.

–Mis huesos la sostendrán hasta el fondo de mi pecho.

Moqueo y mis ojos queman, tengo la garganta seca. No sé quién dará el primer paso, así que cierro los ojos esperando que sea uno de mis tantos sueños fantasiosos. Las lágrimas me molestan entre las pestañas albas, y siento mi cuerpo detenerse en un espasmo cuando su existencia rodea mis entrañas fuertemente.

–¿Por qué lloras, Mafumafu?

Susurra. Susurra en mi oído tiernamente. Mi estómago se revuelve como la primera vez.

–No lo sé, Soraru-san–me quiebro, y me aferro, y me atasco entre su cuello–pero no estoy llorando por ti, no lo haré, no puedo hacerlo más.

–Eso es genial–ríe. No lo entiendo, pero sigo llorando entre sus cabellos rizados y con más vida de la que yo tengo ahora de mi boca escapando.

Hoy no tengo heridas, él se ve sano. Puedo tocar su cuerpo como una escultura ¡y no en vano! Suave, su cabello brillante, mis lágrimas saturando mis ojos, susurra en mi oído, juega con mi piel. Susurramos juntos, lloramos como un par de niños gritones. Todos siguen con sus vidas eternos, todos sonriendo, todos escuchando un nuevo comienzo para sus esfuerzos. Sus manos son grandes y rasposas, su piel tiene color rosáceo y sus ojos lágrimas espesas de color marino. Ya no hay huesos sobresalientes en su cuerpo, ya no tenemos heridas, ya no.

–Mafu, vamos a casa.

–Vamos a casa, Soraru-san.

Su mano está tibia hoy (y para siempre) y caminamos aferrados entre cada estrella que vimos caer a un nuevo lugar donde no estaremos solos y no habrán mentiras que harán nuestras heridas en huesos roídos, caer.

Fin.

Fin

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Huesos | mafusoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora