Introducción / Black Velvet

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Cuando las trompetas sonaron, los ángeles bajaron con sus espadas hechas de fuego, los demonios se removieron en el suelo huyendo de ellos, otros en furia arrancaron con ahínco las blanquecinas alas de los guerreros angelicales

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Cuando las trompetas sonaron, los ángeles bajaron con sus espadas hechas de fuego, los demonios se removieron en el suelo huyendo de ellos, otros en furia arrancaron con ahínco las blanquecinas alas de los guerreros angelicales. El cielo estaba envuelto en fuertes cinceladas de rojo y naranja dejando el violenta entre las sombras.

Los bramidos y los susurros en la agonía no descansaron, hasta que todo quedó hecho cenizas. Un fuerte aire barrió toda la atmosfera lúgubre de aquel lugar y entre las ruinas emergieron los jinetes, trayendo el apocalipsis y dejando un mundo entero en desolación.

Con el pasar de los años, las secuelas de la gran guerra permanecieron y la humanidad sobreviviente imploraba entre gritos misericordia, perdón e incluso la muerte. En las sombras se escuchaban canciones de cuna de hombres y mujeres que sostenían con la mano derecha un cuchillo y en la mano izquierda su propio corazón. Los más privilegiados viviendo entre sus riquezas, consumían sus propias almas y se devoraban entre ellos.

Un día, la nieve cayó congelando a los pobres mártires que deambulaban en cada esquina como parte de su triste rutina. El fuego en tambos que se apostillaban en cada rincón amenazaba con extinguirse provocando que sus débiles y delgados cuerpos se apretujaran uno contra otros provocando irritación.

La noche engullía todo a su paso, dejando un oscuro cielo lleno de estrellas, pero no fue hasta que se escucho un canto tan claro y tenebrosos que les hizo castañear los dientes del puro miedo.

El jinete del hambre se deslizó como un débil vaho en la penumbra, el viento se hizo su vestido, mientras las estrellas le decoraban su oscura frente, la balanza hecha de oro pegada a su oscura espalda no se movía.

En un minuto, la muerte se hizo entre las sombras y con un simple beso arrancó aquellas vidas desahuciadas, el hedor se volvió su alfombra y con los dedos de la mano hechos de oro, esparció la decadencia a su alrededor, arrastrando su gran guadaña en el árido suelo donde alacranes y serpientes se limitaron a salir buscando donde esconderse.

La guerra con sus orejas rojas, hablaba en un idioma desconocido para los hombres y provocó que el más débil de los presentes se alzará mientras que con carcajadas, la sangre derramada se volvía su capa y con orgullo mostraba sus dientes afilados.

La victoria tan presuntuosa, con el llanto de su alrededor se hizo su corona ponzoñosa. Sus cabellos blancos eran el indicio de la tortura mental que sufrirían los hombres que osaran al verlo.

Los cuatro jinetes caminaban sobre la tierra, sembrando el terror y labrando deidades falsas, cantos de alabanzas profanados por sus bienhechores retumbando en oídos puros e intimidades castas. Los jinetes no eran sinónimo de maldad, ellos eran aquello que se conservaba muy por debajo de la mano de Dios, ese contraste no bello, ni perfecto, pero mortal.

Alejados del tumulto del caos, con victoria alabando a quienes portaban sus dones de justicia, se escurrió entre los umbrales de la podredumbre, el hambre. Esqueléticos cadáveres sepultados en la sucia nieve y con unos pocos ángeles arremetiendo contra unos cuantos demonios del abismo, fueron sus poderosas espadas quienes extinguieron su impura existencia.

Los ángeles no miraban a los jinetes, había un acuerdo tácito de jamás pronunciarse palabra alguna. Los ángeles peleaban mientras que los jinetes castigaban a la humanidad por conservar sus pecados. Pero... ¿Qué tan real era aquello?

A los ojos de Dios ellos eran inexistentes, su mera presencia no era importante, ellos estaban ahí como un mecanismo automático, no como si fuera necesario el trabajo de cada uno. Eran como las moscas sobrevolando su fétida comida.

La guerra masacró con sus colmillos los cuellos de los hombres, con un claro descontrol en las puntas de los dedos de sus demás hermanos, como tinta sobre agua. Esto obligó a los ángeles a observarlos.

Emanando la maldad, los obligó a girar sus iris cristalinos hacía sus oscuras formas. Los labios de los ángeles se sellaron como una señal de protección, fueron succionados de vuelta al cielo cuando tenían clara sus intenciones en los escasos segundos en que las lágrimas fueron derramadas.

El cielo se cerró y la tierra quedó a voluntad de los jinetes.

Las melodías lúgubres de Ophelia [PAUSADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora