Lunes, 7 de octubre de 2013

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Lunes, 7 de octubre de 2013

Eran las diez de la noche en Nueva York y hacía frío; había alertas por tormentas, con posibilidad de nevadas.

Una joven acababa de salir del trabajo; era cajera en un supermercado y se dirigía a su coche. Estaba oscuro, al parecer hacía días que no funcionaban algunas de las farolas del aparcamiento.

La joven empezó a acelerar el paso; no sabía si era su sombra o si alguien la estaba siguiendo. Se dio la vuelta varias veces y no vio a nadie; se rió de sí misma por estar tan paranoica. Al fin llegó a su coche con el susto que ella misma se había provocado. El frío en los dedos hizo que se le cayeran las llaves al sacarlas del bolso. Se agachó maldiciendo su mala suerte. Había sido una jornada bastante mala; cada día los clientes eran peores y terminaban contagiándole el mal humor.

Volvió a escuchar un ruido. Se giró rápidamente hacia los lados, pero no vislumbró nada ni a nadie. Volvió a sonreír, —vaya estupidez asustarse del viento—. Subió a su coche y, cuando fue a encender el motor, la agarré del cuello, tiré de ella hacia atrás y sintió un pinchazo en la yugular; sus ojos empezaron a pesar, poco a poco, dejó de ver y sucumbió a la oscuridad.

* * *

La até de pies y manos a una de las sillas que usaban para las terapias de electroshock, esas que se utilizaban en los manicomios. La coloqué bajo una pequeña y sucia lámpara encendida en medio de tinieblas.

Desde la oscuridad contemplaba como, paulatinamente, sus ojos iban reaccionando. A medida que despertaba, empezaba a darse cuenta de su situación. Seguro que intentaba recordar; acababa de salir del trabajo, entró en su coche y todo se volvió negro y, ahora, no era capaz de recordar nada más.

La negrura la envolvía; era un sitio húmedo, donde se oía un goteo continuo, como un repique que se extendía por la habitación. La joven no sabía dónde se encontraba y seguro que, con tanta oscuridad, no podía ver si algo le resultaba conocido. Como ya estaba más despierta, empezó a notar el mal olor; me di cuenta por como arrugaba la nariz y retorcía su expresión; era olor a putrefacción, era el hedor de las cloacas.

Forcejó y sintió las ligaduras, pero no parecían aflojarse; sería porque, cada vez más consciente de su situación, estaba empezando a recordar que alguien la atacó en su coche. Y cuando notó las ataduras, seguro que pensó: «¡Oh, por Dios!». Intentó gritar y fue, en ese momento, cuando descubrió lo realmente mal que estaban las cosas para ella.

Stacey, así se llamaba, se vio horrorizada al descubrir que le había cosido la boca. Vi como, con más fuerza, el pánico acrecentaba en ella; intentaba por todos los medios liberarse, pero cuanto más se esforzaba más frustración y pánico sentía.

Seguro que pensaba en su familia y amigos, en las cosas que soñaba hacer; jurando a Dios que si salía de esa se irá de la ciudad y volvería a su pueblo, al que tanto despreciaba porque todos se conocían, donde la paz y la tranquilidad eran interpretadas como un gran aburrimiento.

Stacey lloraba, se enfurecía, sollozaba, maldecía... Era un círculo vicioso que empezaba en llanto y termina maldiciendo al degenerado malnacido, loco, psicópata que le estaba haciendo aquello, ósea, a mí.

Me acerqué a ella. Escuchó mis pasos; eran lentos y retumbaban en la penumbra. Encendí las demás luces y seguro que no sabía si era mejor la oscuridad o poder ver al monstruo que tenía delante.

Por fin vio a un hombre, o lo había sido. Ante ella se irguió un individuo de lo más raro; alto, delgaducho, de piel pálida con un tono aceitunado y muy sucia, entre tonos marrones y vómito. De manos grandes y anchas, formadas por dedos extensos y finos, con uñas largas y ennegrecidas. Así es como me veía.

Stacey seguía llorando, sacudiéndose en su prisión de hierro y cuero. Quería salir de ahí pero no podía soltarse. El monstruo que tenía delante iba a matarla, de eso estaba segura y yo lo notaba.

Me aproximé; en mis ojos no había nada, eran unas cuencas sin vida, brillando negros como la noche, dándole un aspecto muy cadavérico a mi rostro. Al acercarme, ella, podía apreciar aún más mi palidez y mi piel seca y escamosa, como la de un réptil.

Había una pequeña mesa metálica a un lado de la silla, como la de los quirófanos. Stacey no lograba ver lo que reposaba en ella; por el rabillo del ojo sólo observaba un destello plateado. Lentamente acerqué la mesa; contemplé como crecía el terror en sus ojos, que se abrieron como platos; su cerebro se convirtió en su propio enemigo al empezar a imaginar todas las cosas que iba a hacerle. Seguro que estaba pensando: «Ojalá no hubiera visto lo que he visto».

En la mesa reposaban jeringuillas de varios tamaños y formas, sierras, martillos, escarpelos, tenazas, alicates y un conjunto de herramientas que iba a usar con ella. No pude evitar sonreír al pensar en ello.

Observó como cogía una de las jeringuillas y la llenaba con un líquido transparente; era ácido sulfúrico, pero eso Stacey no lo sabía. Intentaba con todas sus fuerzas soltarse, pero era imposible. Su cuerpo se estremeció del horror que sentía. Sujeté sus parpados con una mano mientras con la otra inyectaba el líquido en sus ojos. Le quemaba de una manera indescriptible. Vi como sus globos oculares se deshacían. Intentaba gritar y no podía. Al fin, el dolor era tan intenso que consiguió abrir la boca; el hilo que la sujetaba se desgarró junto a sus labios. Me estremecí del placer.

Disfruté tanto de su sufrimiento y de su miedo... Stacey no pudo soportarlo más y se desmayó. Las convulsiones de su cuerpo, causadas por el pánico, ayudaron a que se orinara encima.

Silencio a MedianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora