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JOHN

Base del ejército americano de Al-Bakut (Norte de Irak)

3 días restantes para el relevo de la compañía BRAVO


Ye he retirado el tablón con el que cubrimos cada noche la ventana del barracón. Ante una posible explosión evitaríamos así que la metralla atravesara los cristales. A través del vidrio polvoriento observo cómo se acerca una tormenta de arena. Amanece otro maldito día en el desierto. Otro día más en el que sigo cumpliendo con mí misión en el extranjero.

Hoy no he pegado ojo. Me he pasado toda la noche con la mirada fija en el techo. El revestimiento de conglomerado que recubre el techo del barracón cuenta con 36 surcos. Ni uno más ni uno menos. Los he contado cientos de veces.

El interior del barracón, que es metálico, resulta tan asfixiante cómo un horno. Además apesta a meado. Por supuesto, la culpa de eso, la tiene Charlie. Y es que Charlie tiene la puñetera manía de mear dentro de una botella de plástico. Su triste realidad es que arrastra un terrible miedo a la oscuridad desde su niñez, por lo que utilizando una botella para hacer sus necesidades se evita el tener que salir del barracón en plena noche. Payne, el otro integrante de mi unidad, susurra versículos de la biblia, cómo suele hacer habitualmente al despertase.

He decidido que cuando llegue el día del relevo de mí compañía me reengancharé de nuevo en el ejército. Y así lo haré servicio tras servicio porque no tengo las fuerzas suficientes para volver a casa. Necesito estar a miles de quilómetros de Mia para no dejarme llevar por lo que siento por ella. Debo cumplir con mi parte del trato. El trato que acordé con su padre.

Confieso que uso el estrés que me provoca el estar en zona de combate cómo si de una droga se tratara. La adrenalina me mantiene alerta. Me sirve para distraer la mente aliviando en parte así el intenso dolor que padezco desde que me alejé de mí mujer. Para auto-engañarme suelo repetirme que Mia está muerta. Trato de convertir el tiempo que pasemos juntos en un bonito recuerdo. En agua pasada... Pero no funciona. El amor que siento por ella sigue  desgarrándome el corazón día tras día.

Mi trabajo cómo mecánico de vehículos de combate ya no conseguía mantenerme lo suficientemente alejado de mí único pensamiento, así que, transcurridas las primeras semanas desde mi reincorporación al ejército, me inicié en la formación para la desactivación de artefactos explosivos. Allí encontré la acción que necesitaba. Anhelaba más emociones fuertes. Más riesgo. Siendo sincero, mi propia vida ya no tiene ningún valor para mí.

Es habitual que los soldados en servicio sientan que la muerte les acecha en cada esquina. En cambio, para mí es una macabra compañera de viaje. Cualquiera día puede ser el que le dé la mano para acompañarla al otro lado.


Después de desayunar en el barracón comedor contemplando las mismas caras de los mismos capullos que veo a diario, recojo la orden de trabajo. Una de las patrullas que peinan la ciudad más cercana a localizado una bomba semienterrada en mitad de una calle de la zona residencial. Resulta que los fanáticos de turno han plantado una bomba frente a un colegio. ¡Un colegio! ¿Pero qué clase de lunático haría tal cosa?

Sin ningún genero de duda puedo afirmar que todo lo que ocurre en una guerra es un sin sentido. Un sin sentido de brutales actos y terribles imágenes que se te quedan grabadas en la retina de por vida. Es la crueldad en estado puro que ningún dios ni poder supremo justificaría. Estoy seguro de qué que jamás volveré a dormir tranquilo.

Antes de ponernos en marcha debemos cumplir con el ritual de la vestimenta completando la habitual camiseta de color caqui, los pantalones de camuflaje y las botas, con toda la equipación de combate reglamentaria.  

El primer paso siempre es comprobar que llevas tus medallas identificativas colgadas al cuello. Porque en ocasiones cuesta identificar el cuerpo de un individuo tras el estallido de una bomba. Aunque estoy seguro de qué si me viese en medio del fuego tras una explosión, lo único que quedaría de mí serían restos de pelo carbonizado adheridos al interior del casco.

Y ya con el chaleco antibalas cubriendo mí pecho me coloco las rodilleras. Después me abrocho el casco, que me queda sujeto también a la barbilla, y me anudo un pañuelo al cuello con el que puedo cubrirme la boca y la nariz para evitar que me entre el polvo. Acto seguido ajusto la pistolera que llevo amarrada al muslo y compruebo que el arma que transporto en ella esté completamente cargada. Por último cargo a mí espalda la mochila con el equipo de radio que me permite comunicarme con el resto de miembros de mí unidad.

El sargento Payne, Charlie el especialista y yo, mecánico y artificiero novato, ya estamos en disposición de subirnos al humvee, nuestra tumba de metal motorizada. En el momento en el qué nuestro capó recubierto de alambre de espino atraviese las barreras de hormigón de la base ya seremos un blanco más para los insurgentes.

Al llegar al punto exacto donde han requerido nuestra presencia cuatro patrullas amigas custodian las bocacalles colindantes. La manzana y sus alrededores están asegurados por tierra. Aunque otro cantar son las edificaciones que nos rodean. Cada persona que se asoma a un balcón puede ser un enemigo. Cada persona que nos observa desde una ventana oculta tras la cortina puede tener un arma y la voluntad de usarla. A su vez hay que mantenerse a salvo de los francotiradores. También cabe la posibilidad de que todas esas personas resulten ser ciudadanos inocentes pero, en este preciso instante, se me hace sumamente difícil contemplarla. 

Antes de ponerme el traje especial con el que suelo manejar explosivos bebo un sorbo de agua que, cómo de costumbre, esta caliente. Quiero saber a que me enfrento antes de enviar al robot  para que desactive el artefacto. La gente suele preguntarme que es lo que pasa por mí cabeza antes de enfrentarme a un reto así y la verdad es que me cuesta encontrar una  respuesta. Cuando cambio mí casco por el reforzado con acero no pienso en nada. Mientras mis compañeros me ajustan los velcros de las espinilleras de los pantalones de protección especial dejo la mente en blanco. Después de qué el traje se hinche de aire fijo la mirada en un punto del infinito. Acto seguido compruebo que llevo en el bolsillo de mi chaleco todas las herramientas que pueda necesitar y me coloco la diadema de los auriculares. Tras las comprobaciones rutinarias me pongo en marcha.

Es curioso cómo después de estar presente en decenas de explosiones llegas a encontrarle un punto hipnótico a la acción. Justo en el momento previo al estallido de la bomba parece que el tiempo se detiene. Tras la detonación el silencio es ensordecedor. Acto seguido contemplas cómo se alza el polvo. Incluso parece que todas y cada una de sus motas leviten en el aire de un modo mágico. Y a veces destellan.

El peligro acecha cuando se proyectan las piedras, la metralla y la runa. Si estás dentro del perímetro de la onda expansiva puedes acabar formando parte del mal llamado daño colateral. Y es qué al instante la oscuridad lo cubre todo y el vacío precede a los llantos, los alaridos de dolor y la destrucción.

Ya frente al artefacto me doy cuenta de qué los alicates se han convertido en una prolongación de mí propia mano. Sudo, hace mucha calor, pero no se siente cómo el calor de Texas. Debo desactivar la bomba lo antes posible. Intentaré no palmarla hoy. Aunque morir voy muriendo un poco cada día mientras trato de borrar a Mia de mi memoria.


EL GUARDAESPALDAS  (segunda parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora