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Ya con algo más de cuatro meses de embarazo cada vez me era más difícil ocultar mí estado de buena esperanza. Y aunque había empezado a usar ropa más holgada, las náuseas no habían cesado del todo, y la excusa del persistente malestar estomacal empezaba a hacer aguas por todas partes.

Desde el segundo mes de embarazo me visitaba a escondidas en una clínica ginecológica. Siempre los días en los que Levi libraba. Nuestra amistad se había afianzado mucho y no quería que tuviese que mentir a mí padre por mí culpa. No quería utilizarle para mis coartadas porque temía que le despidieran. Y es qué encontrar a alguien en el que poder confiar y al que poder llamar amigo resulta una ardua tarea cuando tu padre controla todos tus movimientos de una manera tan meticulosa. Porque resultaba qué, tras una supuesta  libertad, mí sobreprotector progenitor acostumbraba a ordenar a alguno de los miembros de su equipo de seguridad que me siguiera cada vez que salía sola.

Esa mañana me había hecho la ecografía en la cual me habían revelado el sexo de mí bebé. ¡Estaba esperando un niño! Un niño al que había decidido llamar cómo a su padre. Mí pequeño John. Mí amor verdadero.

Ya de nuevo en casa me acerqué a la cocina de la casa principal. Se me habían antojado unas tortitas con sirope de chocolate y estaba dispuesta a suplicar por ellas, de rodillas, si fuera necesario. Karen me complació, cómo de costumbre, y me las comí con tal ansia que se me indigestaron nada más acabar de comérmelas. Tuve que salir corriendo hacia mí casa para que Karen no se percatase de qué iba a vomitar otra vez. Pero ya hacía tiempo que Karen no se tragaba lo de mis digestiones pesadas e incluso le había comentado a mí padre que creía que padecía algún tipo de trastorno alimenticio. Por ese motivo, Karen decidió tomar la iniciativa y correr tras de mí.  Apenas dispuse del tiempo justo para encerrarme en el cuarto de baño de la planta baja de mí casa antes de que ella aporreara la puerta.

-¡Mia! ¡Abre la puerta!- me gritó Karen enfadada.

-Dame un momento. Enseguida saldré- aseguré entre arcadas.

Al instante tuve que deshacerme de mí camiseta. Me sentía muy acalorada. Con la ayuda de un pasador sujeté mi melena para que no acabara manchándose de vómito.

-¡Abre la puerta inmediatamente, Mia! ¡No te he criado para que ahora de dejes morir de esa manera!- me exigió.

-Estoy bien, Karen. No te preocupes por mí- le aseguré, pero ya era demasiado tarde como para hacerla cambiar de idea.

Estaba tan decidida a cortar por lo sano con mí supuesta dolencia que llamó a Dan para que le trajera un destornillador. Entre los dos no tardaron más de un suspiro en quitar la cerradura. Su reacción me pilló tan desprevenida que, cómo estaba sin camiseta, sólo se me ocurrió ocultarme tras la mampara de la ducha. Karen se acercó a mí al instante, por lo que tuve que ponerme de espaldas. Sabía que en el momento en el que me diese la vuelta ella se percataría de mí incipiente barriguita que, aunque todavía era pequeña, ya empezaba a tomar cierta forma. En realidad no era su reacción la que me preocupaba, más bien era la de mí padre, al que estaba segura de que se lo comunicaría de inmediato.

-Vamos pequeña, ven conmigo. Hablaremos con el doctor Weaver. Seguro que él sabrá cómo ayudarte. Te pondrás bien, cariño- me dijo Karen en un tono de voz dulce y calmado que me hizo sentir muy culpable.

Y es que, aunque ella intentaba aparentar serenidad, yo la conocía demasiado bien cómo para no darme cuenta de qué sus ojos estaban llenos de lágrimas. Y me partía el corazón el hacerle sufrir de esa manera.

-No estoy enferma, tia Karen- aseguré antes de girarme por completo. Al acerlo observé cómo casi se le salen los ojos de las órbitas.

-Mia, estás... estás...- balbuceó Karen completamente asombrada. Seguramente que era lo último que se esparaba que me ocurriese.

EL GUARDAESPALDAS  (segunda parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora