Un día la hice llorar. Era navidad. Me habían regalado un dinosaurio al que le llamé Rex. La madre de Rebecca había encontrado trabajo pero tenía que ahorrar, por lo que se quedó en casa, aun así, se permitió regarle una muñeca Nancy con ojos saltones. Rebecca quería disfrazar a Rex con un vestido azul y me lo robó, o yo pensé que me lo había robado. Tenía seis años, así que con la excusa de que mi dinosaurio tenía hambre, le arranqué la cabeza a la muñeca. Aquello no fue lo más inteligente que pude haber hecho, sobretodo porque la pobre niña se puso a llorar como una desesperada. Sin embargo, en vez de ir a su madre, cogió a Rex y lo lanzó por la ventana. Nunca lo volví a ver, no es que esperase encontrarlo, ni tampoco que regresase a mi casa. Ambas madres se pusieron echas unas furias y nos castigaron en el pasillo. Estuvimos allí por un rato, entonces Rebecca sacó una pelota azul de su bolsillo y sonrió.
-¿Qué haces con eso? – le pregunté furioso y de brazos cruzados con el culo congelado -. Es mío – protesté.
Ella negó con la cabeza con autoridad. Ni siquiera sabía como era posible que estuviese tan contenta después de haberle arrancado la cabeza a su muñeca.
Entonces, empezó a hacerla botar y girar en el suelo.
-¡Eh! – exclamé, aún más enfadado. Ella se lo estaba pasando bien y yo no, no era justo -. Podrías compartirla, ¿no? – le espeté con todo el sarcasmo que un niño podía hacer.
Sus ojos oscuros se clavaron en los míos como dagas. Asumí que no iba a jugar conmigo, pero entonces me lanzó la pelota en el rostro y esperó a que se la devolviera. Y eso hice.
Desde entonces todos los castigos se volvían más divertidos y eficaces. Nos reconciliábamos rápido pasándonos la pelota. Hacía desaparecer todo el odio que habíamos acumulado durante la pelea. El aire se despejaba y éramos dos niños que jugaban en el pasadizo, sin castigo, sin morros ni caras de enfado. Solo sonrisas.
Cuando tenía ocho años y medio enfermé. Fuimos a la playa aquel verano, en un día que derretía las cucarachas y era insoportable estarse en casa sin aire acondicionado, así que decidimos aprovecharlo para darnos un remojón. A Rebecca se le ocurrió hacer una carrera hasta la playa y nadar. Por aquel entonces yo no sabía acerca de mi problema cardíaco y esas cosas – mi madre me lo ocultó, dijo que era demasiado pequeño para entenderlo, que solo quería ver a su hijo divertirse y pasarlo bien. Me enojé, por supuesto, por no haberme dicho tal cosa importante, pero eso no viene al caso.
Estuve a punto de ahogarme en el mar.