Cuando tenía quince años ya era casi una mujer. Todo su cuerpo había cambiado, había crecido, su pelo se volvió varios tonos más claros y sus ojos brillaban de forma espléndida. Fue entonces cuando comenzó a salir con Brad Clifton, un imbécil que solo se preocupaba por él mismo. Se había metido conmigo más de una vez, y Rebecca le daba la razón en todo y él la usaba.
Un día Rebecca vino a casa llorando y supe que Brad la había herido. Al día siguiente me enfrenté a él y le dije que no volviera a acercarse a ella, pero lo único que conseguí fue acabar en un contenedor de basura, con el labio roto, la nariz sangrando y varios cardenales por todo el cuerpo. Y eso no fue todo: cuando llegué a casa tuve una sarta de gritos por parte de Rebecca exigiendo una explicación por haber hecho semejante demencia. Ella dijo que estaba llorando porque se había peleado con su mejor amiga y por culpa de mi numerito con Brad, él se había enojado con ella. Después se encerró en su –y mía también- habitación, y tuve que dormir en el sofá.
Luego volví al hospital.
Había sufrido algo parecido a un ataque y tuvieron que hacerme pruebas de nuevo, operarme y rehabilitación. Estuve mucho tiempo ahí, hasta pensé que tenían que cambiarme mi corazón por otro, aunque por suerte no fue así. Al principio Rebecca venía a verme a menudo, pero por la expresión que mostraba en mis visitas no quería estar allí, se excusaba y se iba, y luego no volvía. El tiempo en el hospital parecía haberse detenido, pero en el exterior seguían rodando las manijas del reloj y lo notaba cuando ella venía a verme. A veces tenía el pelo teñido, o llevaba varios pendientes en la oreja nuevos. Mientras ella pasó varias etapas diferentes en su vida, yo siempre fui el niño pelirrojo, con pecas y pálido, solo que un poco más alto.
Recuerdo la última vez que la vi. Habían pasado unos días después de la operación y yo estaba aún medio inconsciente por algunos medicamentos o lo que fuera que me daban, pero por un instante vi sus ojos. Me miraba con el mismo odio de siempre, pero en ellos también se reflejaba dolor, el mismo dolor que veía en mi madre. Y todo era por mi culpa. Yo nunca quise que sufrieran.
Seguí aislado del mundo durante un par de meses más, bajo la protección del hospital, donde el tiempo se detenía por completo, y yo no sabía lo que ocurriría cuando volviese a casa, o al instituto. Tenía la esperanza de volver a ver a Rebecca, pero con el paso del tiempo asumí que eso no sería posible. Mi madre me contó que habían conseguido suficiente dinero para un piso y varios meses de alquiler, por lo que ya no vivían en casa. Esa fue la noticia definitiva para saber que al fin yo estaba completamente fuera de su vida. Así que un día cogí un lápiz y un trozo de papel y escribí: Si me muriera mañana, ¿vendrías a verme hoy?;y lo envié a su nueva dirección en una carta.
Nunca vino. Tampoco respondió.