CAPÍTULO DOS

17 2 0
                                    

Seis y media de la mañana.

Me había despertado más temprano de lo habitual para poder desayunar. Necesitaba al menos cuarenta minutos para hacerlo tranquila y no con la posibilidad latente de llegar tarde al colegio.

Dispuse la mesa como lo haría mi madre. Primero el mantel para desayunar (que era el más viejo de la casa, aquel que tenía dieciocho años ya en la familia) y luego, tres tazas, tres cucharas y tres cuchillos, uno para cada uno y así evitar tontas peleas matutinas con mis hermanos ya que bueno, odiabamos esperar para untar los panes, el hambre era cosa seria y realmente no había paciencia tan temprano por la mañana.

—¡Buen día su señoría mandandero liru lá! —canturreó Pablo haciéndose presente en el comedor.

—Leche, café, té, azúcar, manteca, mermelada —mencioné como sí de una lista de compras me acordara.

—Como usted ordene su señoría mandandero li...

—Pablo, cállate —dijo Lorenzo, dirigiéndose hacia la cocina. Reí y Pablo me miró con gracia.

—Parece que alguien no está de humor hoy...

—El problema aquí es que tu estás siempre de buen humor, ¡Joder! ¡Eso no es normal Pablo! —contestó mi hermano más mayor a mi hermano mayor no tan mayor con la cabeza metida dentro de la heladera.

—Que mala leche.

—Cállate. Es demasiado temprano para hablar inclusive. Mi sistema aún está apagado en algunas partes.

—Pablo, ¿me pasas el pan? —pregunté cortando con la trivial conversación de los gemelos que vivían conmigo.

—¿Y tú por qué te levantas tan temprano?

La cara de Lorenzo era aterradora, parecía un cadáver. Al parecer no había dormido lo suficiente. 

—Quería desayunar tranquila.

—Joder, cada día te vuelves más rara...

—Umma, ¿me haces tostadas con queso y tomate? A mi se me queman y no sé porqué. Yo corto las rodajas de tomate y queso sí es que no quieres ensuciarte mucho las manos.

—...y luego está el crío de Pablo —completó el chico fijandose en su hermano. —Bien, vivo con una rara y un crío. Aún no sé qué he hecho para merecer este castigo —dijo Lorenzo tapándose la cara con sus manos. Su mal humor matutino era algo tan rutinario como el buen humor de Pablo. Mi única opción fue reír, y el gemelo número dos (lo llamaba así porque había nacido después de Lorenzo) se sumó a mi barata diversión.

Desayunamos los tres hasta las siete y veinte de la mañana, y tras recoger los alimentos y utensilios y de que limpiaramos, cada uno se fue a cambiar el pijamas que traía puesto.

Pablo y Lorenzo tenían 24 años respectivamente; eran físicamente iguales pero en esencia completamente diferentes. Uno era introvertido y el otro extrovertido. El agua y el aceite. Mientras uno era la voz de la razón y el buen juicio, el otro era el desenfreno y la diversión. Eran tan diferentes que se complementaban de una manera perfecta. Cada uno era lo que el otro no era, y eso, era maravilloso.

—Umma, son las siete y media.

—Lo sé, no te preocupes —contesté terminando de anudar la corbata del instituto. Bajé entonces en medias y con los abrigos acordes al uniforme abrazados contra mi pecho, y vi a mis hermanos ya vestidos para ir a la universidad y con mi mochila entre medio de ellos en el sofá de la sala, cada uno prestando atención a su teléfono celular.

—¿Dónde rayos es...

—Debajo del canasto de las sábanas.

Mi padre tomó un suéter doblado sobre el secarropas y salió del lavadero dejándome sola. Tomé mis mocasines de dónde me había indicado papá y corrí hacia la sala.

—Umma, tus medias, por favor.

—Perdón mamá —Me disculpé notando que hoy traía el par de aros que le había regalado un día de la madre hace ya muchos años.

Me senté en medio de mis hermanos y tras ponerme los zapatos y atar mis cordones, salí de casa abrigada hasta la médula con los gemelos, que se encontraban en la misma situación que yo: abrigadísimos. Mi madre hubiera enloquecido de habernos visto partir con no menos de tres camperas cada uno.

Y entonces, a pesar del frío colándose en nuestros huesos, caminamos en dirección a la plaza central y en la esquina de la Casa de los Señores, mis hermanos y yo nos separamos, ellos rumbo a la derecha y yo hacia la izquierda.

La gente iba y venía por la vereda, el ruido del tráfico zumbando era cada vez mayor y los pájaros cantaban alegres en las copas de los árboles. Mi travesía fue buena, no tuve que caminar demasiado ya que mi colegio quedaba a cuatro cuadras de la plaza central, e incluso a cuatro en diagonal de mi casa. Al llegar, Albertina, la portera, nos esperaba en la puerta para asegurarse de que todos entremos y no nos pasase nada.

—Veo que aún estás dormida.

La voz de Giovanni me sacó del trance en el que estaba. Entramos juntos al instituto y llegamos al aula en donde Katherine y Maurice nos esperaban ya sentados.

—Buen día pequeñas mariposas de mi jardín.

Maurice, divertido, saludó como de costumbre con apodos cariñosos, ...o sarcásticos, ¿quién sabe?

—Joder que hace frío aquí —dijo Giovanni dejando su mochila junto a la silla de Maurice mientras frotaba sus manos. —Prenderé la calefacción, o sino me terminaré congelando en este puto iglú que ustedes llaman aula.

El chico se fue del salón y no lo volvimos a ver hasta que reapareció con el profesor de matemáticas a su lado. Estaban conversando animadamente.

—¿Me han extrañado? De seguro que sí, no vale ni preguntar cuando ya sabes la respuesta.

—Eres un maldito egocéntrico —contestó Kathy riendo.

—Y te encanta, mi niña hermosa.

Giovanni le regaló una sonrisa pícara y le guiñó un ojo, provocando que Katherine se sonrojara.

—Son una asquerosidad —interrumpió entonces Mauri haciendo una mueca de asco con la boca. —Repito, as-que-ro-si-dad.

—¿Asquerosidad? ¿Ah sí? —preguntó tentativo Giovanni para luego terminar levantándose de su silla y plantando un beso sobre los labios de Katherine.

—Diu. Los tórtolos vayanse a besar bajo el árbol de los besos allá en el parque central.

La voz del profesor Jonás llamó la atención de toda la clase, que río ante su comentario. El hombre tenía no más de 28 años, y había visto aquella muestra de amor de Gio para con Kathy.

—Bien, ahora que ya todos se han besado y todo eso, comenzamos con la divertidísima clase del día de la fecha. A ver... —dijo el joven escaneando con la vista al alumnado —¿Quién será mi víctima de hoy? —Y entonces, como si de una fecha se tratara, le tiró una tiza en el hombro con una puntería fantástica a Lautaro, que hablaba sin parar con Chester.

La víctima para hacer la representación logarítmica que había de tarea ya estaba elegida.

MÁGNUMDonde viven las historias. Descúbrelo ahora