CAPÍTULO DIEZ

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La visita a la Casa de los Señores había sido fugaz pero placentera. Siempre nos trataban con amabilidad y nos despedían esperando nuestra próxima visita el año entrante. Una visita en la cual yo no estaría.

—¿Dónde está mi cédula? —pregunté corriendo de aquí para allá, estaba ansiosa, no podía estar más en casa porque las ganas de llegar en ese mismo instante eran inmensas.

—Arriba de la mesa... —dijo mamá sin dejar de mirar los platos que secaba en la cocina. —No, esa mesa no. La de la sala.

Corrí del comedor a la sala y allí estaba, junto a todos los demás papeles que me requería la universidad. Tomé mi mochila y acomodé mi campera, dispuesta a salir triunfante por la puerta.

Mamá terminó lo que estaba haciendo y buscó a papá del estudio, ambos se subieron al coche y me llevaron al imponente edificio.

—No puedo creer que ya estés haciendo esto —dijo mi padre con una nota de ternura en la voz, y emoción rasgando su garganta, —crecen tan rápido...

Los saludé a ambos y bajé como un rayo. Las puertas dobles caobas me recibieron con frialdad; subí al tercer piso y una señora me dirigió al aula en donde se dictaría el curso de ingreso. Entré y dejé mi mochila en una de las bancas del medio, y tomé la carpeta que contenía la documentación para después salir en dirección a la secretaría que funcionaba en el primer piso.

—Hola, buen día —saludé alegre.

—Buen día, ¿en qué puedo ayudarte? —contestó la misma mujer que me había dirigido hacia el salón que me tocaba.

—Traigo los papeles para completar mi inscripción en el curso —dije en respuesta. La mujer recibió mi documentación y me explicó brevemente cómo funcionaba todo allí. Luego me dirigí al aula y la primera clase del curso de ingreso para la Facultad de Ciencias Exactas comenzó.

Salí a las seis de la tarde y cuando mis pies tocaron la vereda de la universidad, suspire cansada. Nunca pensé que el estar sentada cinco horas por la mañana y cinco por la tarde agotaría tanto, es decir, sólo tenía que escuchar la clase, resolver algunos ejercicios y tomar apuntes. Quizás me cansaba tanto porque no estaba acostumbrada al ritmo de estudio del curso o quizás sólo se debía a que era domingo.

Mi estómago rugió de pronto y sentí vergüenza de que alguien lo hubiese escuchado, sin embargo, la mujer que pasó a mi lado ni siquiera se percató de mi presencia, su manos libres parecía más interesante.

Caminé en dirección a la confitería más cercana, quería un granizado de naranja y mango. Realmente necesitaba algo de azúcar en mi cuerpo.

—Hola —saludé animada. La dependienta me miró y me correspondió con una sonrisa.

—¿Lo de siempre Umma? —preguntó aún con la sonrisa pintada en el rostro. Raquel era muy amable conmigo, la conocía hace ya varios años.

—Sí, y jamoncitos por treinta uracilos.

—Bien, ya te lo traigo.

Me senté a esperar mi orden en una de las pequeñas mesas redondas que habían cerca de los mostradores. Vi desaparecer a Raquel tras las puertas de la cocina y luego de unos segundos, el ruido de la licuadora se hizo presente.

Raquel era una mujer de unos cuarenta años, contextura media y voz calma. La conocí debido a que cuando iba a jardín de infantes, mis padres siempre paraban aquí a comprar mi desayuno de media mañana.  Un día decidí saludarla, y ella me devolvió el saludó. Luego ya le pregunté como se llamaba y ella también preguntó cuál era mi nombre. Así una cosa llevó a la otra, terminamos socializando y nos llevamos muy bien desde entonces.

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