Capítulo VI

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Jimaen

Les había llegado la noticia de que los padres de Hank, un compañero de clases de Jim, se habían contagiado por una extraña enfermedad que hacía que sus articulaciones dolieran tanto, que era imposible moverse. Sumado a eso, la fiebre era tal; que les provocaba alucinaciones.

—Maldición, ¿y cómo se contagia uno de eso? —el padre de Jim como de costumbre, estaba de mal humor.
—No lo sé, pero en los últimos días he escuchado que se han contagiado por lo menos diez personas en Velo Cerúleo —le contestó su esposa.

La conversación entre los dos fluía, mientras Jim se sentaba a pensar una y otra vez que íba a hacer «gastar este dinero... No, no es mío. Pero me lo dió ese extraño señor, me dijo que lo usara. Pero yo sería incapaz».

Se fue al cuarto, donde tenía escondido la bolsa de monedas. Su hermana estaba allí, pero como dormía (acostumbraba a hacerlo, siempre en las tardes) no podría ver lo que hacía. Lo había envuelto en una vieja manta que no usaban y lo puso dentro del armario bajo un montón de basura. Cuando pasó por la cama de Lena, se quedó paralizado al percatarse de su deplorable estado. Él, a sus catorce años ya había visto suficientes cosas horrendas como para crecer con rapidez, ver morir de hambre a niños menores que Lena no era para nada agradable, las condiciones en las que se encontraban los pequeños de la ciudad eran deplorables, estaban tan delgados que los pequeños huesos se les notaban en las extremidades, sus débiles brazos estaban tan enjutos como dos ramitas de un árbol y sus sonrisas se habían ido de sus rostros como un relámpago.

Velo Cerúleo, a pesar de ser una ciudad rodeada de ríos y lagos, estaban tan contaminados que era prácticamente imposible utilizarla. La contaminación, en parte era causada por los desechos de la fábrica de combustibles artificiales, donde antes trabajaba el padre de Jim. Esto causaba que los habitantes se contagiaran de terribles enfermedades. Aún así, el gobierno no se preocupaba por el bienestar de sus habitantes.

Despues de reflexionar un poco, se decidió por gastar el dinero que aquel enano llamado Julius le obsequió. Tenían suficiente dinero como para comprar comida y agua en abundancia, no tenían por qué seguir en la miseria.

Jim fue donde estaban sus padres con la bolsa que contenía cien Coniques. Pero lo detuvo una conversación entre ellos.

—La que has tenido que hacer para conseguir esto, ¿qué hiciste, te prostituyes ahora? —a su padre se le notaba una vena en la sien.
—¡¿Qué importa de donde lo saqué?! Podrás comer ahora —la madre de Jim sólo miraba al suelo.

Dejaron de discutir cuando se percataron de la presencia de Jimaen. Su padre manoteó al aire y se quedó callado, aunque podía oir su agitada respiración. En cambio, su madre, se acercó a él y le pidió salir de la casa un momento.

Ella evitó el contacto visual con Jim, apresurándose en salir. Lo que tenía que decírle no era nada bueno, quizás había encontrado el dinero que él escondió, pero aún estaba allí. ¿Sacaría unas monedas sin que él se diera cuenta? Cometió el error de no contarlas antes. De igual manera, su madre no era una ladrona.

—Hijo, quiero que tomes esto y vayas a comprar lo que tú quieras —agarró una de las manos de Jim y le colocó unas cuantas monedas—. No te pongas como tu padre y me lo niegues, por favor.

Jim observó la palma de su mano, tenía en ella siete Coniques.

—Mamá, preguntaré lo mismo que mi padre ¿dónde lo conseguiste?

«Que no diga que lo robo. ¡Por favor, por favor!».

—No lo robé Jim —dijo, como si le leyera el pensamiento—, tan sólo... Tómalas y ve a comprar algo.
—Mamá yo...
—Vete ya —su madre estalló en llanto—. Aún tengo más, alcanzará para comer unos días.

Un Lugar para los LobosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora