Máquina de Problemas I

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Me llevé la mano a la mejilla y contuve la respiración, sin saber qué hacer. ¿Cómo iba a explicar todo lo sucedido? No, error: ¿Qué mentira tendría que inventar para explicar lo ocurrido? Mamá me miraba con lágrimas en los ojos, roja de ira; Caroline tenía su típica cara de reprobación, y los policías hacían de todo para no mirarnos. Mi mente iba desenredando la maraña de hilos que formaban mis propias ideas, y como pude logré balbucear:

-Claire me llamó a eso de las doce en medio de una crisis de nervios, diciéndome que tenía que hablar todos sus problemas, y que era extremadamente necesario que yo estuviera. Pensé que si pedía permiso -volteé a ver a mi madre- me dirías que no, dado que había invitados y era tarde. Perdón, fui impulsiva. No volverá a ocurrir -añadí mirando a los oficiales de policía.

La cara de hartazgo de los oficiales fue tan notoria, que mamá se hizo a un lado y se despidieron con un gesto de cabeza. La vergüenza que sentía yo no podría compararse con la que sentía ella; podía sentirlo. Apenas se cerró la puerta tras de mí, inspiré para que el aire invadiera cada centímetro de mi cuerpo, y me preparé para la peor riña de mi vida.

-No quiero discutir. Estás castigada hasta que yo lo decida. Sin celular, sin salidas. Lo único que harás será ir al colegio y volver a casa. Estoy muy decepcionada, Danielle.

Su reacción fue el peor bofetazo que podría habe recibido. ¿Ni un grito, ningún insulto, ningún ademán de golpe? ¿Qué es esto? 
Caminé como pude hacia la escalera, y evité a toda costa la mirada de Caroline. No estaba de humor para ver la burla en la cara de mi hermana.
Abrí la puerta de mi cuarto, la trabé y resbalé hacia el suelo, al igual que mis lágrimas. Desde la muerte de papá, mamá y Caroline se habían unido, a la vez que yo me separaba, y cada vez se había hecho más notorio. Yo tomaba sus enojos y sus gritos hacia mi como una muestra (rara, y francamente despreciable, pero muestra al fin) de que todavía algo le importaba. Pero que ahora simplemente me haya mirado con desaprobación... No podía soportarlo.

Decidí irme a la cama y dejar de pensar en todo. El bar, Thomas, mamá, Caroline, Sam... todo se arremolinaba en un limbo en el que caí a medida que encontraba el sueño.

La alarma sonaba y yo no podía configurar mi cerebro. ¿Qué hora era? ¿Qué día? ¿Dónde estaba? A medida que podía, iba recordando todos los sucesos del día anterior, y poco a poco un dolor agudo invadía mis sienes. A veces, la angustia es la peor de las resacas. Había pasado un domingo espantoso. Luego de mi maratónica "siesta", me desperté cerca de las 9 del domingo, y lo único que logré hacer con éxito fue encerrarme en mi cuarto a leer y a escuchar música. Cada vez que bajaba a comer algo, los susurros de mi madre y mi hermana se callaban, y sentía sus miradas rencorosas en mi nuca hasta que volvía a desaparecer de sus vistas. Leer, escuchar música... y llorar.
Cuando por fin logré sobreponerme a la marea de emociones que me había invadido, me duché y me vestí lo más sencilla y desapercibidamente posible. Necesitaba desaparecer, que todo desaparezca, e ir al colegio no era la mejor manera de hacerlo.

 Tomé mi mochila, bajé las escaleras y cuando estaba a punto de cruzar la puerta del patio trasero, un chistido hizo que me diera vuelta.

-Jovencita, ¿dónde crees que vas? Nos vamos juntas. Y Thomas se ofreció a buscarte por el colegio a la vuelta. Dije que de casa al colegio y vuelta. Nada de paseos. Eso incluye la bici.

Quedé boquiabierta, no tanto por la determinación de mi madre, si no por sus armas. ¿Thomas? ¿En serio? Todo esto no podía ponerse peor. Conecté mis auriculares al teléfono y puse Death Cab For Cutie al máximo. Nada más tranquilo y simple para mi alma que las letras de Ben Gibbard para solucionar todo. Pero mi madre extendió su mano, y de un tirón me quitó los auriculares.

-Dije sin celular.

Seguí a mi madre desquiciadamente enojada hacia el auto y mantuve mi boca cerrada hasta el colegio. Me llevó hasta la puerta de entrada (literalmente, me dejó a un paso de las escaleras) y me llamó por el sombrenombre más estúpido e infantil que se le podría haber ocurrido. Mi madre no sólo había decidido castigarme, sino también humillarme. Y yo no podía hacer más que fingir que no me importaba.

El día pasó lento, pesado y completamente aburrido. Mis amigos lograban sacarme sonrisas, pero no distraerme de lo que de verdad pasaba. Quería salir, e irme lejos. Pero no. A la salida sólo tendría a Thomas y a su súper auto de lujo llevándome a casa. Y no quería. Tenía miedo de lo que podría decirme, o peor, hacerme. El sólo acordarme de la última noche me hizo estremecer, y un sudor frío comenzó a correrme por la espalda. Justo cuando el profesor de historia me había hecho una pregunta, sonó la campana. Tomé mis cosas a los apurones, y, sin despedirme de nadie, corrí a la salida. 
Corrí. Corrí con todas mis fuerzas, corrí lejos. Metí todo en el bolso, saqué mi bufanda, me abrigué como pude y seguí corriendo. Choqué contra las puertas y el aire frío, contra personas y mochilas. Y seguí corriendo. 
Corrí hasta que no identifiqué el lugar donde me encontraba. Y respiré.
Me senté en la acera, contra la pared de una vieja fábrica textil. Hurgué en mis bolsillos. No tenía celular. No tenía a nadie para llamar. No había nadie con el que pudiera contar.

O tal vez sí. Y me puse en marcha por las calles del centro de San Francisco, hacia la zona alta. Caminando apresuradamente, para matar el frío de la ciudad que me calaba los huesos, y para también ignorar un frío mucho más inhumano que se instalaba poco a poco en el interior de mi ser.

Private DancerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora