—Su señoría, presentando al Príncipe David de la Casa Rossel, futuro consorte de la Princesa.
El segundo superó al primero en muchos aspectos. Tenía un físico extraordinario, con músculos sorprendentemente dotados para su edad de dieciséis años. La sonrisa sincera y resplandecientemente blanca le transmitió calma a la Princesa quien temblando de nervios se había situado junto a su padre en la entrada al castillo esperando lo peor.
Pero aquello no era más que una grata sorpresa, la joven de doce años no podía separar la vista de aquel muchacho de blonda cabellera que venía entrado por el portón, pues había captado su atención de una manera increíble.
Increíble fue la conexión que ambos tenían, era notoria en su danza ligera y coordinada, la pareja era el centro de atención en los bailes de los banquetes, robándose todas las miradas. El Rey podía pasar horas contemplándolos, siempre le sacaban una sonrisa.
— Él es el indicado— decía satisfecho al ver el embelesado rostro de su hija, cumpliendo su deber.
La relación entre el Príncipe David y su majestad era una maravilla, eran compañeros de caza, todos los jueves partían al salir el sol y regresaban tras este ocultarse, siempre a las risas. Concurrían juntos a las justas donde en primera fila comentaban del espectáculo. David repartía su tiempo extraordinariamente, dedicándole su atención tanto al Rey como a la Princesa para hacerlos a ambos felices. Las mañanas las dedicaba a ella, sacándola a pasear por las afueras del castillo donde podían pasar horas charlando y riendo. También le dedicaba las noches por supuesto, pues como era costumbre ambos compartían una cama y cada mañana la Princesa amanecía entre sus brazos, amaba dormirse sintiendo el calor de su pecho.
Pero nada superó el día en que ella le mostró su lugar en los jardines del palacio, el momento ocurrió exactamente como lo había imaginado.
—Es preciosa —exclamó él contemplando la fuente.
—Vengo aquí cuando estoy triste, cuando me siento herida por los comentarios del pueblo, los escucho muy a menudo. Uno pensaría que con el tiempo ya se hacen costumbre, pero no, el disgusto que me provocan es siempre el mismo...
—Mi Princesa— le toma el rostro entre las manos— ya no tendrá que preocuparse por ello, estoy aquí para salvarle, vine para acabar con esta injusticia, así es, una injusticia. Una damisela tan bella como tú se merece dichas, nada más que dichas. ¿Me ha oído? A partir de ahora prometo que nada malo va a pasarle, no más tristezas, no más.
El príncipe la abraza fuerte, la princesa nunca se había sentido tan segura y a salvo.Como todo iba tan bien no había razón para seguir esperando, la boda debía realizarse lo antes posible así los enamorados podrían por fin consumar su amor.
La boda se realizaría un viernes, y el día antes el Rey y el Príncipe David, como ya se les había hecho costumbre partieron al amanecer de caza para así despejar su mente y volver renovados para el gran día. La Princesa mientras tanto insistió en ser parte de los preparativos de la boda, pues esta sería toda una gran celebración que alojaría desde los caballeros hasta los nobles de más alto rango.
La joven sentía un gran nudo en el estómago, deseaba que todo saliera perfecto, que su boda por fin se realizase. Pues el incidente de la pasada aún la atormentaba. Además ahora el odio del pueblo por la Princesa era aún más fuerte, tan fuerte como los rumores que circulaban, más de uno la creía culpable de envenenar a su difunto prometido para evitar así el matrimonio. No iba a parar hasta refutar todas aquellas acusaciones que circulaban boca a boca (incluso en la de los nobles del castillo) que la herían profundamente. Por fin quería ser feliz y demostrar al pueblo que no era una villana para por fin vivir en paz. Sin esa soga que le había atado la muerte de su madre por el cuello, soga que jalaban día a día los rumores y barbaridades con su nombre. Solo tenía un deber, un solo deber en esta vida, contraer matrimonio y traer al mundo un varoncito digno del trono. Y nada la hacía más feliz que tener el compañero que tenía: el Príncipe David, era todo lo que alguna vez había soñado, bueno, guapo, generoso, y sobretodo compasivo, nadie la entendía como él lo hacía.
Llegada la tarde cuando el sol rozaba el horizonte, comenzaron los aprontes del banquete. La Princesa llevaba más de una hora acicalándose en su habitación, tres sirvientas se necesitaron para colocarle aquel selecto vestido color cielo sin tocar un pelo de su alto peinado, ya por fin quedaban los últimos retoques. No tardarían en llegar en unos minutos su padre y prometido riendo como siempre lo hacían al volver de un día de caza.
La Princesa pide ser escoltada a la puerta de entrada del castillo para así recibirlos, todos los jueves esperaba dicho momento del día con ansias, no había nada tan prospero como verlos entrar con sus radiantes sonrisas.
Y allí estaba la princesa, radiante, de pie ante la puerta, esperando con entusiasmo un momento que se suponía que le haría feliz. Pero nada de lo que pasó a continuación se acercó lo más mínimo a sus expectativas. No tenía ni la menor idea de que al abrirse el portón se encontraría con nada más y nada menos que su peor pesadilla.
El Rey, su mano derecha, un consejero y algunos sirvientes entraron montando a paso lento, mirando hacia abajo con una expresión de desgano. Nadie decía una palabra. En el centro del grupo había un caballo, blanco, reluciente, con una peculiaridad: llevaba encima un bulto cubierto con una tela negra.
La cara de su padre no advertía nada bueno, no quería mirar al frente, pues sabía perfectamente a quien iba a encontrarse. Espera unos segundos y por fin se atreve a enfrentar a la expresión de confusión de su hija quien buscaba con la mirada al Príncipe. Su majestad no tuvo más remedio que bajarse del caballo. Ella lo mira con ojos grandes como platos, se estaba preocupando. A continuación posa la mano sobre su hombro y tras largar un suspiro de lamento pronuncia:
— Hija mía, el Príncipe David fue atacado por un jabalí.
La Princesa intuyó lo que se venía y se echó a llorar desconsolada, sus piernas se aflojaron y cayó al piso de rodillas estropeando el hermoso vestido color cielo.
—Se desangró en el camino y... murió.
Un grito desgarrador retumbó en todo el palacio, anunciando así la desgracia de lo que ahora parecía ser una maldición.
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La Maldición de la Princesa ©
Short StoryUna maldición asecha el destino de la Princesa, haciendo de su vida una total desdicha, condenándola a nada más y nada menos que el desamor eterno. ¿Cuánto más podrá soportar el frágil corazón de una dulce joven sedienta de amor y propicia a las des...