Primera parte

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—Su señoría, presentando al Príncipe Matei de la Casa Ranndorf, futuro consorte de la Princesa.
Con tan solo diez años, la Princesa tenía ante sus ojos a nadie más y nadie menos que su futuro esposo.  Un joven apuesto y dos años mayor, de sonrisa petulante y rizos tan oscuros como sus ojos. Ojos que clavan la mirada ferozmente en La Princesa, mientras este baja del caballo.
"Hija mía, deberás respetarlo y amarlo el resto de tu vida" las palabras de su padre resonaban en su cabeza una y otra vez mientras la escena acontecía.  El momento en que el rey le dio tales ordenes no pudo hacer otra cosa que tragar saliva y asentir con una expresión de desgano.
¿Cómo podía amar a alguien que no conocía?
Cuando el muchacho pisó la entrada del castillo, la Princesa sintió como se amarraba a ella una gran cadena que la aprisionaba a tal extraño de por vida. Pues nada podía hacer, tenía que tragaste aquella angustia y aferrarse a la única recompensa que aquel sacrificio traía consigo: la amistad del pueblo.
Y así fue como esbozando la mejor sonrisa que su infelicidad le permitió le dio la bienvenida al Príncipe Matei.

Su relación no comenzó de la mejor manera, a la hora del baile en los banquetes la pareja se mostraba forzada, con una danza entrecortada y antinatural. La Princesa sufría cada vez que él muchacho le dedicaba una mirada de desprecio seguida de:
—Ese era mi pié su majestad, le imploro que tenga más cuidado.
Las cabalgatas al rededor del castillo por las mañanas eran engorrosas, de un silencio asfixiante. Cada vez que la joven mataba el silencio con una pregunta este volvía a la vida luego de insípidos monosílabos, "sí" "no", "no lo sé", a veces tan solo eran sonidos que no paraban de mostrar desinterés. Cada diálogo parecía ser el mismo, aburrido, desabrido, carente de vida y entusiasmo. Pero ningún silencio era más incómodo que dormir en la misma cama que aquel desconocido de sonoros ronquidos. Compartir la cama a temprana edad era una costumbre frecuente que simbolizaba el acto sexual, y por tanto un matrimonio inseparable. Pues lejos de eso estaba su relación.
El día antes de la boda la Princesa quiso mostrar a Matei su lugar favorito del castillo, pensó que de esta manera podría abrirse ante él, y compartir así aquello tan especial para ella.
El lugar se encontraba en la parte trasera del castillo, se trataba de un caminito que desembocaba en una hermosa fuente rodeada de tupida vegetación. 
—¿A donde me lleva Princesa?— pregunta Matei de mala gana.
—Confíe en mí — le responde ella con una sonrisa, tomándolo delicadamente del brazo.
La caminata se hizo eterna y el silencio era tan incómodo como sus manos forzadamente entrelazadas y sudorosas. Dejaron atrás la maleza del bosque para entrar así a un camino rodeado de fresnos, y bordeado de arbustos de arándanos rojos.
—¿Son arándanos lo que veo?— pregunta el Príncipe.
—Sí, arándanos rojos, son bellísimos — responde ella con una mirada iluminada, que pierde su efecto al toparse con el terrible ceño fruncido del muchacho.
—Soy alérgico a los arándanos ¿Qué no lo sabía acaso usted magestad?— pregunta con tono de indignación.
—Lo siento no lo sabía, yo tan solo quería most...
—Ahora lo sabes... — responde él cortante, rascando con desesperación sus rojizos e hinchados brazos— me marcho.
Y realizando esta acción desapareció a los segundos, dejando a la Princesa sola.
La muchacha no tuvo más remedio que dejar caer sus lágrimas una tras otra de camino a la fuente, mirar en esta su reflejo y sentirse completamente vacía.
Cada diálogo, cada gesto o acción que ella intentara eran inútiles, siempre acababa de la misma manera, sintiéndose más sola que nunca.

En la noche previa a la boda, como era costumbre, tuvo lugar un pomposo banquete en la sala de gala del palacio. El salón se vistió de lujo y fiesta. Lleno de tapices de alegres colores, decorados con motivos vegetales y heráldicos. El color oro era el protagonista, presente en platos y cubiertos y candelabros, estos últimos eran colocados en los puntos importantes como el sector del Rey, el resto de la sala se iluminaba con hachas y velas, pues aquel era el sector de menor importancia. Su majestad se situaba en una mesa separada del resto levantado sobre un estrado. Junto a él se encontraban los prometidos y nobles de alto rango.
El festín transcurría con naturalidad, la música de fondo tapaba el ruido que producían las bocas al comer, especialmente la del Rey, pues siempre solía devorar con entusiasmo los deliciosos manjares. Una vez este se limpia con la servilleta los dedos manchados de salsa, procede a tomar su copa para entonar el discurso que le correspondía. Bastó con pronunciar una palabra para que la habitación entera callara y dejara de comer para ser toda oídos.
—Mañana se casa la Princesa... — sonríe. Tal oración corta, clara y redundante era lo que necesitaba para revolucionar al público presente. Risas, aplausos, golpes en la mesa y algún que otro grito de euforia se funcionaron en una orquesta que retumbó en las paredes de la gran sala.
¿Cómo podía privar al pueblo de esa dicha que provocaba su deber? Pensaba la Princesa mientras miraba con los ojos brillantes como se llenaba de sonrisas la sala. Sí, ese era su deber, y ahí ante sus narices estaba la recompensa. Lo había logrado, finalmente lo había logrado. No más actos de desprecio hacia ella, ni malos gestos, ni cuchicheos cada vez que entraba a un lugar. Estaba cumpliendo con su cometido, no iba a ser fácil, sabía que no, el Príncipe era difícil de tratar, pero era su única salida, o su única entrada, mejor dicho, a una vida alejada de las réplicas del pueblo. Ya podía sentir todo aquel peso desprendiéndose de su espalda. Lo había logrado.
En eso siente como la mano del Matei se posa sobre la suya. Tal vez eso sea una señal, pensó, tal vez él finalmente se estaba abriendo ante ella, o en el peor de los casos aquel gesto era para aparentar ante el público. Ella optó por pensar lo primero y se limitó a sonreír y observar el gran festejo que por primera vez ella había provocado, no pesares, sino festejos he dicho. La mano de Matei se aleja y nuevamente se acerca a la suya, esto se repite pero ahora se golpea sobre la suya. Cuando la Princesa por fin despega su vista de la celebración cae en la cuenta de que aquello no era un gesto de cariño, si no más bien un llamado de auxilio. El Príncipe esta vez golpea una mano en la mesa, y con la otra se toma por el cuello. Abre la boca y comienza a hacer arcadas, arcadas que van aumentando y apagando los festejos de a poco hasta ser las únicas protagonistas. El Rey queda boquiabierto, aún con la copa en mano, expectante como todos los presentes. Nadie entendía que pasaba, y nadie hacía nada al respecto, salvo el sirviente más cercano, quien abrazando su tórax presiona inútilmente una y otra vez. La Princesa queda inmóvil, parada a su lado, dura como una piedra mientras su futuro esposo seguía tomándose del cuello a falta de aire. Pero es en el momento en que su piel comienza a hincharse cuando ella se da cuenta de lo sucedido y grita:
— ¡Arándanos!— señalando el ramo de arándanos rojos junto al pavo en la gran bandeja de plata — ¡Es alérgico a los arándanos!— explica tomándose la cara con la manos.
— ¡Hagan algo! ¡Ordeno que le ayuden! — exclama a sus sirvientes el Rey por fin reaccionando y tomando cartas en el asunto.
Todos ellos acuden inmediatamente pero en vano fue: la situación termina en una ronda de sirvientes con la vista en lo que ahora era un cadáver rojo y extremadamente hinchado. Nada más se pudo hacer, salvo proseguir a mirar con ojos llenos de ira a la Princesa, aquella criatura de diez años que con lágrimas en las mejillas no sabía que aquello era tan solo el principio de una pesadilla, que la acompañaría el resto de su vida.

La Maldición de la Princesa ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora