Última parte

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Al amanecer, los pueblerinos, ya habían esparcido la trágica noticia. Acto siguiente: un motín en la puerta del castillo para exigir la prisión de una princesa que se negaban a reconocer como suya. No era más que una asesina, una vil y consentida niñata dispuesta a hacer lo que fuera, incluso mancharse las manos de sangre, para salirse con la suya y librarse a toda costa de sus deberes.

Ni el rey pudo oponerse a tal orden comandada por la furia en masa, si decía una palabra podría ganarse al pueblo en su contra y un motín podría llevar su mandato a la ruina.
Fue así como al día siguiente, ante el ojo público, un selecto grupo de caballeros escoltó a la Princesa a La Torre de guardia Vieja, la más alta de las afueras del castillo, aquel sería su hogar por el resto de sus días. Tenía terminantemente prohibido salir del recinto, un guardia se aseguraría de ello, haciendo vigilia día y noche en la puerta de aquel ático, frío, helado y de unos minúsculos metros cuadrados.

El primer guardia: un robusto veterano de pocas palabras que duró poco más del año y medio. Cansado de la labor de todos los días, la monotonía de los llantos nocturnos y los agudos gritos diurnos, solicitó un cambio de puesto que trajo consigo un reemplazo más jovial: Cris, un morocho de no más de treinta años. El rey se encargó de enviar al más joven de los caballeros del castillo, alguien que pudiera darle charla a su hija y evitar que perdiera la cordura.

Aquel detalle dio sus frutos, al día se habían presentado, a la semana se habían relatado la historia de sus cortas vidas, y al mes se habían contado sus más oscuros secretos. Cris revivió a la princesa por completo, le trajo esperanza y una pizca de fe en la humanidad que ya daba por perdida. El joven no le había cuestionado una sola palabra de su trágica autobiografía, creía ciegamente en su versión de los hechos, tal ves porque su deber era escoltar al rey en el palacio, tal ves si hubiera pasado más tiempo sumergido en la malas leguas del pueblo su perspectiva sería otra.

Una mañana la princesa despierta y se aproxima a la puerta.

—Buen día princesa. Hoy es viernes 10 de mayo de 1630. — le informa la fecha el caballero como cada día, de este modo ella no perdía la noción del tiempo, ya que tan sólo tenía de referencia los rayos de luz que entraban por la minúscula ventana enrejada. —¿Cómo se encuentra hoy usted?

—Sobreviviendo — suspira ella, deja pasar los minutos y titubeando pregunta — ¿Podría hacerme usted un gran favor? — carraspea y baja la voz — En todo este tiempo no se lo he pedido por cobardía, pero esta noche lo he soñado, y ha sido hermoso...

—¿A que se refiere princesa? ¿Qué favor le puedo hacer a usted como prisionera?
—Muéstreme su cara, ya me cansé de imaginarla, quiero ponerle rostro a la voz arropadora me habla detrás de esta puerta.

Desde aquel día hubo un antes y un después, cuando el caballero abrió la diminuta y oxidada compuerta, se volteó rompiendo el protocolo y levantó la visera de su armadura esbozando una enternecedora sonrisa a la princesa, quien del otro lado en puntas de pie se la devolvía.

Aquel momento duró tres segundos reales y tres semanas mentales, no hacían otra cosa que fantasear con acariciar suavemente aquel rostro detrás de la puerta.

La hora de la comida era la más cruel, el caballero debía abrir la puerta para dejar la bandeja en el suelo, era allí cuando la princesa le rogaba quedarse un momento con ella. Él siempre respondía igual como un disco rallado:

—Mi sitio como su guardián está del otro lado de la puerta, son órdenes del rey, mi deber es ser su protector y sirviente, le he jurado lealtad eterna.

El tiempo dejó pasar otro par de meses para que un buen día decida, por fin, dejar atrás lo racional para dejarse llevar por lo emocional, violando el protocolo en todos los sentidos. El resto es historia, pasó de custodiar a la Princesa por las noches puertas afuera, a dormir con ella puertas adentro.

Quien iba a decirle a la joven que encontraría la felicidad nada más y nada menos que en un calabozo, en los brazos del más apuesto caballero. Sin tortuosas bodas de sangre, sin opulencias, presiones y apariencias, aquel era amor del más puro, sin adornos.

Pero una vez más, la experiencia no le enseñó a la Princesa a estar intranquila, por lo menos alerta. Es así como una madrugada reciben la visita del mas cruel y despiadado mercenario del reino Kenagui, enviado con la orden de vengar la muerte del príncipe Ian, su majestad pedía nada más y nada menos que la cabeza de la princesa. No esperó encontrarse jamás con una puerta desprotegida, sin guardián alguno, una puerta que daba paso libre a su objetivo. Fue más grata la sorpresa que encontró dentro de la celda: un caballero durmiendo abrazada a su presa.

Más dispuesto que nunca el mercenario corre a atravesar su espada entre los dos cuerpos desnudos como una brocheta de carne fresca enamorada, sin prever los reflejos del caballero que abrazando a la Princesa con fuerza rueda cama abajo para tomar la más preciada de sus pertenencias dispersas en el suelo helado: su espada.

Ambos se sumergen en un vaivén de movimientos esquivos, aquella era la danza de la muerte. Espada va espada viene, mientras la Princesa miraba atónita la escena en penumbras, con los ojos como platos. De pronto el caballero se tropieza con el yelmo yacente en el suelo y pierde el control en un segundo dubitante que le permite al mercenario arrancar con un toque la espada de su mano.

—¡Cris! — exclama la Princesa al verle desarmado.

—Espero que tú y la zorra de la Princesita os hayáis despedido bien esta noche, la última de vuestras vidas — advierte el mercenario dejando entrever su asquerosa sonrisa de dientes podridos.

La Princesa no logra aguantar el llanto.

—No llores zorrita, pero si te irás de paseo con tu enamorado — ríe aún apuntando con la espada a centímetros del caballero — al infierno. — aclara retomando la expresión furiosa y desquiciada.

En lo que gira la cabeza para por fin clavar su espada en el caballero, la joven comandada por la desesperación, toma el peto de la armadura yacente a su lado y se lo arroja a la nuca. Este gesto solo le hace trastabillar un poco, pero enfurecer mucho, por lo que gira de inmediato dispuesto a clavarle la espada ahora a ella.

—¡Se las vas a pagar al reino zorra! — grita tomando impulso.

—¡No! — exclama el caballero quien lo circundada ágilmente e interpone su cuerpo entre la princesa y la espada que a continuación toma entre sus manos —¡Ve por mi espada! — le reclama a la Princesa que en cuestión de un segundo, dejando esta vez que el miedo no la paralice, corre a buscarla. —¡Mi espada! — sigue repitiendo mientras forcejea y agoniza, el filo cortaba sus manos ya rojas en sangre y la punta filosa se acercaba lentamente a su pecho desnudo, cronometrando sus últimos segundos, mejor dicho centímetros, de vida.

—¡ Ya eres mío! — el mercenario no podía evitar sonreír mientras le miraba a los ojos de expresión extenuante.

La Princesa por fin con la espada en la mano no pierde el tiempo, toma acción sin pensarlo dos veces, y lanzando un grito desgarrador le corta la cabeza al mercenario, que posaba tranquilamente de espaldas confiando en la inocuidad de la dama que le había acabado de quitar la vida.

Su cabeza cae con pesadez y rueda por el suelo como un balón sucio, dejando atrás un cuerpo que como una estatua inmóvil exponía la peor escena. El brazo extendido aún clavaba la una espada impura que atravesaba el pecho del caballero.

Finalmente el pueblo tenía razón: era una asecina. La Princesa al percatarse lanza un grito agónico, su hazaña no había podido evitar lo peor. El cuerpo del caballero se desploma de pronto, y como un efecto dominó, le sigue el descabezado. La Princesa se arrodilla ante él y no consigue más que teñirse las menos de rojo al intentar frenar la hemorragia, le herida era muy profunda. Tan solo se limita a llorar y acariciar aquel rostro moribundo que tanto le había hecho feliz. Él, escurriendo sangre por la boca, la miraba con el aquel destello de ternura en los ojos de siempre.

Nuevamente, la muerte le había arrebatado, esta vez, el corazón entero, que yacía entre sus brazos aún caliente.

La Maldición de la Princesa ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora