—Su señoría, presentando al Príncipe Ian de la Casa Kenagui, futuro consorte de la Princesa.
"La tercera es la vencida" pensó la Princesa, asustándose de lo fría que había sonado aquella frase en su mente. Era una mujercita de 14 años que aún no había superado la muerte de quién había sido su aliado y mejor amigo por unas dos semanas, los únicos quince días de felicidad que su vida había presenciado. Habían pasado dos años del incidente del Príncipe David, y se había obligado así misma a olvidar lo ocurrido y pasar página, pero cada vez que lo intentaba el dolor volvía a hacer presencia.
La Princesa, tragando saliva, levanta la vista para toparse con la primera impresión de quién, ahora sí, la acompañaría el resto de su vida. Una persona que nunca podría llenar los zapatos de David, alguien que no le podría siquiera hacer sombra.
Un joven pelirrojo la mira con ojos de tristeza, o al menos es lo que ella percibe, tal vez era su inconsciente reflejando su propio estado emocional. El muchacho de expresión seria se acerca cabizbajo a besar la mano de la Princesa.
La joven volvió a sentir la soga del pueblo atada a su cuello, una soga invisible que día a día se ajustaba cada vez más hasta asfixiarla, así se sentía, presionada, nuevamente. Como respuesta la joven se esfuerza por esbozar una media sonrisa como gesto de agradecimiento a tal cordial (más bien frío y forzado) saludo. Así serían el resto de sus días, debería irse acostumbrando.
La boda se realizaría al otro día, pues no había tiempo para banquetes previos, ni protocolos de convivencia, según las palabras del Rey, ambos ya tendrían tiempo de conocerse una vez unidos en matrimonio. No podían arriesgarse a llamar más tragedias, los infortunios anteriores habían tenido lugar antes del casamiento, pero esta vez no sería el caso. Su majestad había decidido acabar con la maldición de una vez por todas, esta vez se celebraría una boda, no un funeral. Por lo que los preparativos comenzaron temprano al día siguiente. Era un acontecimiento en el que no se escatimaba en gastos, pues se tiraba "la casa por la ventana" o mejor dicho: "palacio por la ventana".
La Princesa no había visto a su prometido desde la bienvenida, aquella noche habían dormido en habitaciones separadas por protocolo. Quién iba a decir, que la segunda vez que vería a aquel desconocido sería en el altar, para tomarlo como esposo. Este pensamiento le dio escalofríos a la joven, quien se probaba el vestido de novia ya por decimoquinta vez, pero en esta oportunidad finalmente podría quedárselo más de cinco minutos, mucho más de cinco minutos: una noche entera de tortuosos protocolos. La confección del vestido era sumamente delicada, y de la más fina calidad, desde las telas hasta la mano de obra. Aquella prenda se teñiría, se arreglaría y se cuidaría con mimo hasta la muerte. "Hasta la muerte", otro escalofrío le recorre por la espalda, aquella sería una larga noche.
La ceremonia transcurrió lenta y aburrida, ambos jóvenes bajaban la cabeza incómodos al cruzar miradas. Se entregaron las donaciones mutuas en silencio, el juramento de fidelidad se compuso de dos tímidos y apagados "Sí, prometo", todo ante la presencia de varios testigos. Finalmente: la bendición nupcial, donde el sacerdote dio clausura a la boda para por fin pasar al tan ansiado banquete.
Los invitados comieron, bebieron y danzaron a lo grande, aquel festín era un acontecimiento casi multitudinario. Esa misma multitud, luego del postre, escolta a los recién casados a la habitación principal del castillo. El barullo del festejo se detiene una vez se cierra la puerta, dejando a ambos en silencio y por primera vez a solas. ¿Cómo serían capaces de consumar el matrimonio esa noche si apenas sabían sus nombres? La joven mira al Príncipe quien serio mantiene la vista hacia el frente, no se atreve a mirarla.
—Disculpe su majestad, necesito aire — enuncia caminando ligero hacia el balcón.
La Princesa lo sigue dubitativa.
El muchacho se estira el cuello del sayo y comienza a respirar con dificultad.
—No siente usted —toma aire por la boca — que esta boda es un error.
—También lo creo, pero debo cumplir mi deber ¿Sebe? — responde ella siguiendo con la vista al joven que ahora caminaba de una punta del balcón a otra respirando hondo — Se lo debo al pueblo.
— Lo sé, conozco su historia, Princesa — responde con un dejo de fastidio, deteniéndose.
Apoya los antebrazos en la baranda del balcón y mira hacia el horizonte ya más tranquilo. Ella se acerca a su lado y también fija su vista hacia el paisaje: las aldeas del pueblo se percibían tímidas, como luciérnagas entre la oscuridad.
—Ahora entiendo su pesar ¿Cómo hace para soportar tal peso en los hombros?— pregunta el joven.
— Ya nací con ese peso, no conozco algo diferente —suspira ella.
—Yo estaba enamorado— se gira él para por fin mirarla a los ojos. Aquella era la mirada más abatida y apagada que jamás había visto, un dejo de melancolía se reflejaba en un tenue y triste brillo que no era más que una antesala del llanto—, dejé atrás una doncella en mi reino, abandoné al posible amor de mi vida.
—Lo siento— contestó la Princesa, quién se iba sintiendo peor con cada palabra que salía de la boca del muchacho, dícese llamar esposo.
—Es una beguina que vive en el pueblo.
—¿Un príncipe y una beguina? ¡Quién lo diría!— se sorprende ella alzando las cejas.
—Sé que no está bien visto, pero nos queremos mucho. Teníamos un plan, íbamos a escapar del reino, pensamos: "somos jovenes, tenemos toda una vida por delante para pasarla juntos". Teníamos ... —larga un sonoro suspiro— Ahora ya todo está perdido, nos han separado...
Mientras Ian seguía desahogando sus penas la Princesa desvía su mirada para detenerse en lo que parecía ser un hilo finísimo y zigzagueante, que iba creciendo desde la base de uno de los balaustres que rodeaban el balcón. Perdida en la conversación, aquel hilo oscuro que parecía una serpiente la tenía hipnotizada. Cinco segundos tardaron para que tomara conciencia de lo que estaba enfrentando: una grieta, una enorme grieta.
—¡Cuidado!— grita repentinamente apartándose rápido de la baranda, la cual comienza a desmoronarse, partiendo justo del balaustre de hormigón sobre el cual el joven apoyaba los antebrazos.
En cuestión de segundos la baranda se cae a pedazos, llevándose el cuerpo del príncipe Ian consigo. En un intento por salvarse evita la caída aferrándose a la base del balcón que hasta ahora seguía intacta. La Princesa le extiende la mano rápidamente y lo comienza a tironear hacia arriba. Él levanta la mirada, una mirada de desespero y desesperanza. Su rostro, pintado con una expresión de llanto, aún no dejaba caer lágrimas.
La joven hacía tanta fuerza como su minúsculo cuerpo le permitía, pero no fue su agotada energía la que dejó caer al muchacho; fue él mismo. Soltando de a poco aquella mano impetuosa y salvadora, deslizando sus dedos lentamente, y rasguñando las palmas de la Princesa fue como logró escapar de ella, y escapar de su propia vida. Pero no sin antes dejar sonar en el aire, mientras caía, unas palabras de despedida.
—Dile que la quiero.
El eco de su voz quedó flotando en el aire tibio de aquella noche de verano, hasta que otro sonido les quitó el protagonismo, un sonido seco y catastrófico.
La Princesa atónita, no es capaz de reunir fuerzas para pedir ayuda, tan sólo queda muda, petrificada ante lo que ahora era el tercer cadáver de otra más de las víctimas de la maldición. Solo una luna, redonda y brillante, era testigo de aquella noche con aroma a celebración y muerte.
ESTÁS LEYENDO
La Maldición de la Princesa ©
Historia CortaUna maldición asecha el destino de la Princesa, haciendo de su vida una total desdicha, condenándola a nada más y nada menos que el desamor eterno. ¿Cuánto más podrá soportar el frágil corazón de una dulce joven sedienta de amor y propicia a las des...