Capítulo I

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Jueves 21 de mayo
06:37 p.m.

Lo primero que vi al despertar me dejó confusa, por no decir más. Mirase a donde mirase, era lo mismo. Se extendía kilómetros a lo lejos y no alcanzaba apreciar hasta dónde terminaba, sí es que esto tenía fin.

Verde.

Esa única palabra, un simple adjetivo, fue el culpable del primer paso que me pondría de cabeza. Literalmente. Me sentía sacada de una escena de Crepúsculo, con la vegetación y fauna en todo su esplendor. El moho en los árboles, los altos y esqueléticos pinos que se erguían por su altura, el frío que lentamente se colaba a través de mi delgada y desgastada chaqueta. Todas señales de que mis días de tierras áridas y sol reluciente quedaron muy atrás, enterrados bajo cuatro mil kilómetros de distancia, para ser exactos.

Para mi mala suerte, no había sido abducida repentinamente por mi libro favorito ni mucho menos, eso hubiese sido preferible a enfrentar la verdad de la realidad.

Para mi disguste, no vería a Edward Cullen ni a Jacob Black caminado por la calle, ni me enamoraría de un dios griego-adonis y convertiría en vampiro. Pese a mí y todos mis vanos intentos me estaba viendo arrastrada hasta un pueblito localizado en alguna parte de Maine, el lugar más frío que había pisado en toda la historia de mi vida, y eso que ni siquiera había bajado del auto. Bendecía a la calefacción y sus poderes místicos y misteriosos que jamás me había visto obligada a usar en Phoenix.

Tras un rato de observar asombrada todo vestigio de color, mi cerebro comenzó a acostumbrarse a la flora que, tras una década de separación, ya consideraba imposible. Había pasado mucho tiempo desde que había estado en un bosque. También me percaté con disgusto de la falta de luz solar, la cual se veía impedida por el frondoso follaje. La idea de encontrarme en Forks cruzó por mi cabeza, y no pude reprimir una sonrisita ante lo imposible, aunque deseable, de la situación. Me aseguraría de confirmar con mi madre nuestra locación más al rato.

Un bostezo contenido escapó de mis labios. Me resistí a la tentación de estirarme y desbaratarme en mi asiento, pero no pude hacer nada contra la sensación opresiva que comenzaba a aflorar en mi trasero por tantas horas sentada. Di pequeños saltitos en el asiento de cuero del Kia blanco, tratando de encontrar una mejor posición lo que, para mi desgracia, únicamente percató a mi madre de mi vuelta al mundo de los vivos. Genial. Ahora tendría que lidiar con ella como la hija civilizada y respetuosa que se suponía que soy, o al menos que era una semanas atrás. Justo cuando me puso al tanto de "los planes para el verano".

Acababa de llegar de mi último día de instituto en tercer año cuando mi cariñosa, y hasta donde yo sabía cuerda madre, me saludó desde la cocina. Un «¡Bienvenida Cass!» resonó por toda la casa. Yo me limité a tirar mi mochila en el vestíbulo y dirigirme a la cocina, donde ya empezaba a oler a quemado, sentándome en la barra de mármol blanco colocada paralela a la estufa. Mi madre ya había quemado los nuggets de tofu junto con los vegetales a tal punto que resultaban irreconocibles, y tal vez incomestibles para cualquier otra persona, excepto para mí, una veterana respecto a comida carbonizada. Por increíble que sonara, después de los años uno aprendía a encontrarle sabor a esa costra de color negro que solía recubrir todos nuestros alimentos.

—¿Cómo fue tu último día de clases, amor? —preguntó mamá al tiempo que volteaba los nuggets en el sartén. Al menos por el otro lado seguían decentes a la vista humana. Y al paladar. Sacudí mi cabeza tratando de mentalizarme para comer eso y tomé un puñado de uvas verdes de la encimera.

BrunswickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora