Capítulo IV

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Sábado 23 de mayo
8:30 a.m.

Mi mañana se había basado en una palabra: decisiones. Desde el momento en que elegí levantarme antes que la alarma me dije que no pensaría nada dos veces, lo primero que viera sería lo que elegiría. No le daría vueltas a todo y de esa forma lograría evitar sumirme en un abismo de estrés. Me conocía lo suficiente para saber que si me lo permita entraría en un círculo vicioso de "y si" y "peros". Ese era un camino que quería evitar y el mejor plan para ello era mantener las cosas simples.

Esta lógica la apliqué —o al menos intenté— en la ropa deportiva que vestía, en la selección de mi desayuno, y en mi comportamiento en general. Y había funcionado. Mi mañana había fluido de forma pacífica y tranquila.

Claro, eso hasta que estuve lista para salir media hora antes de la hora acordada y todo el plan colapsó.

Lo que me mantenía serena era precisamente el hecho de tener cosas que hacer. Cuando la lista de pendientes terminó, mi cordura también.

Llevaba treinta minutos caminando de un extremo al otro del recibidor, mordiéndome las uñas e imaginando todos los posibles escenarios de lo que pasaría hoy. Todo lo que podría salir mal y las mil y un formas en las que podía meter la pata y terminar humillándome —ahí iba a la basura mi resolución de no sobrepensar nada—.

Mis abuelos se habían exasperado de verme en tal estado tras cinco minutos y se habían retirado a hacer algo mejor con su tiempo que ver la bola de nervios en que su nieta se había convertido. No se los reprochaba, no era una vista bonita.

Estaba eufórica, la expectación del día me consumía, y solo escuchar el timbre me abalancé a salir por la puerta.

Dayana se carcajeó al verme.

—Quisiera decir que estoy igual de emocionada que tú por ir a sudar y sufrir, pero me temo que no comparto el sentimiento.

Le sonreí burlona. Ayer en la noche habíamos intercambiado unos cuantos mensajes de texto, lo que nos permitió acercarnos y conocernos mejor. A pesar de que técnicamente nos relacionábamos de pequeñas, había pasado doce años sin ver ni oír nada de ella. Todavía seguíamos poniéndonos al tanto de cómo habían sido nuestras vidas durante ese tiempo, y quedaba mucho terreno por cubrir. No obstante, a cada minuto le tomaba más y más cariño, y me desolaba pensar en lo mucho que la extrañaría cuando volviera a Phoenix.

—Sí, estoy algo emocionada —admití sin pena, cerrando la puerta a mis espaldas—, pero es que nunca he ido a un entrenamiento de manada.

Abrió los ojos incrédula al oír esto. Pareció hacer memoria y percatarse de que, en efecto, había sido muy pequeña como para haber ido a uno jamás.

—¿Sabes algo de lucha? ¿Entrenaste cuando vivías fuera? —preguntó alarmada, seguramente cuestionándose cómo sobreviviría al día de hoy. No la culpaba, de estar en su lugar también me preocuparía por mi integridad física. Si lo que había escuchado era cierto, no era una experiencia nada ligera.

—Algo así. Sé artes marciales y tiro con arco, aunque estoy ansiosa por comparar mi nivel con el de la manada.

Esto pareció tranquilizarla. No terminaría muerta, pero si muy adolorida pareció decidir.

—Solo tú, Cass, eres lo suficientemente loca como para querer encerrarte en un ruedo con un lobo que pesa el doble que tú —dijo Dayana al tiempo que me veía incrédula. Me encogí de hombros y le sonreí de lado. Esto es lo que había deseado por años; ya no restaba nada por aprender en casa, si quería hacerme más fuerte este era el siguiente paso. Y lo haría, porque no volvería a sentir la impotencia de mi ineptitud otra vez. Mi amiga pareció leer mi determinación porque agregó:—. La Diosa Luna me salve, pero creo que mejor veré desde fuera. Algo me dice que no es buena idea meterme en una pelea contigo.

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