Capítulo III

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Viernes 22 de mayo
08:17 a.m

La mañana siguiente fue la más lenta y estresante de mi vida. Solo despertarme supe que no sería un buen día, no solo por la falta de sueño y las ojeras de mapache —cortesía de las incesantes pesadillas toda la noche—, sino por los cólicos que me paralizaban cada pocos minutos.

Dos ibuprofeno y un vaso de agua después mi día estaba en marcha. Tomé una ducha y me arreglé junto con mamá en el cuarto y para las nueve estabamos bajando al restaurante del hotel. Comimos el desayuno junto con mis abuelos y los demás huespedes y, por supuesto, los primeros no pararon de ver con preocupación y un poco de lástima mi demacrado rostro. Estaba segura que suponían la razón, pero eran demasiado corteses como para comentar nada. No es que fuera a contarles nada de no haberlo sido, pero se agradecía. Ya estaba suficiente ansiosa a como iban las cosas, agregar otro peso me volvería loca.

Toda la noche me habían atormentado imágenes y recuerdos de hacía doce años. Había jurado que no volvería a poner pie en el territorio y mi conciencia se estaba desquitando conmigo ante el inminente fallo de la promesa. En ese entonces el trauma había sido demasiado y solo quería alejarme de todo. Mamá ayudó en ese aspecto, empacó nuestras cosas y nos fuimos pocos días despúes sin mirar atrás, a una nueva vida. Tomó tiempo pero habíamos vuelto a sonreir y disfrutar de la vida. Y ahora, regresar, se sentía demasiado. Como si de cierta forma todos los esfuerzos por olvidar y volver a ser feliz fueran en vano.

Eso era un problema solamente, el segundo no quería ni pensarlo. Si algo me producía más pánico que el hecho de regresar a la manada era volver y encontrarme con él, el lobo de ayer. No quería saber nada respecto a ese tema. Yo solo venía por dos meses y contra mi voluntad, no quería atarme a este lugar de tal forma, de ningúna forma, pero suponía que tendría que lidiar con ello más adelante y asegurarme de dejar las cosas claras.

Terminamos el desayuno poco antes de las once y mis abuelos recomendaron que fueramos a nuestra habitación a recoger nuestras cosas para hacer el check out. Pronto serían las doce, me despediría de mamá y me iría al otro lado del pueblo, y no estaba lista para eso. No creía que lo estuviera nunca, pero la bola de ansiedad dentro de mí me indicaba que particularmente este día en concreto era uno malo para cambios.

Mamá y yo subimos por el acensor poco despúes y empezamos a recolectar nuestras cosas. El silencio nos acompañaba, ninguna de las dos se animaba a romperlo. No habíamos hablado mucho en toda la semana y aunque el incidente de ayer parecía un buen detonante nadie se había animado. Ya estaba cansada de no poder platicar y desahogarme con ella. Estaba segura de que mamá no me hablaba por querer respetar mi espacio y esperar a que estuviera lista. Si bien toda la situación era para llorar y me había enojado mucho en el momento, la verdad es que ya llevaba tiempo queriendo perdonarla. Quería que las cosas entre las dos volvieran a ser como antes, y si eso significaba que tendría que dar el primer paso, lo haría.

Terminé de guardar mi cepillo de dientes en mi neceser mientras le daba vueltas a cómo iniciar la conversación. Expresar mis sentimientos y abrirme emocionalmente era algo que se me daba muy mal. Podía salir y demostrar a través de acciones cuánto me importaba la gente, pero pedirme que me abriera y expresara a voz mis emociones era algo que me incomodaba. No me gustaba mostrar vulnerabilidad, que vieran mi forma de pensar ni nada parecido. Había trabajado por años sobre eso con mi terapeuta pero aun así no había progresado mucho en ese aspecto.

Puse las últimas cosas por recoger en mi maleta y cerré la cremallera lentamente tratando de retrasar lo que ya me había decidido a hacer. Abrí y cerré la boca múltiples veces, tratando de comenzar pero acobardándome a último segundo. Afortunadamente, mamá vio esto y me conocía demasiado bien como para entender mi intención.

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