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No se había dado cuenta de que ya había anochecido y no se hubiese dado cuenta en un buen rato de no ser porque el sonido de la puerta al abrirse quebró su concentración y el silencio sepulcral de aquella inmensa sala.

La mujer que se asomaba por la puerta, quien no era otra que la conserje del instituto, no necesitó de palabras para hacerle entender a Gerard que ya era hora de regresar a casa, y en cuanto el chico estableció contacto visual con la mujer, esta le sonrió tenuemente antes de cerrar de nuevo la puerta y dejar allí al moreno para que recogiese todo antes de irse, solo otra vez entre tantos lienzos y pinceles.

Dirigió la mirada a sus manos, algo manchadas de pintura roja y azul. Alcanzó un viejo trapo con el que, más de una vez aquel día, se había limpiado las manos de pintura, y volvió a repetir dicha acción, aunque para su mala suerte el colorante ya estaba seco y adherido a su piel. Se encogió de hombros ante aquel detalle y lanzó el trapo de nuevo a su lugar, extendiendo ahora su diestra hacia el teléfono móvil que descansaba en una mesa cercana. Desbloqueó la pantalla para mirar la hora.

22:53 p.m.

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Posiblemente, cualquier persona medianamente normal se preguntaría qué hacía Gerard saliendo del instituto a las 11 de la noche a mediados de julio. ¿Aún se consideraba que estaban a mediados de mes, no? Lo cierto es que Gerard no sabía en qué día vivía, pero tenía claro que era julio. Y, bueno, la respuesta a esa lógica pregunta que cualquier persona con dos dedos de frente se formularía es esta: club de arte. Sí, sus padres y su hermano le habían instado a que se apuntara a uno de los tantos clubs que se organizaban en el instituto durante los meses de verano: teatro, música, arte, deporte... Oh, pobres ilusos ellos, que pensaron que con la relativamente fácil respuesta afirmativa del moreno habían conseguido que tuviera vida social más allá de la escasísima que ya tenía (¿se considera vida social ir a casa de tu único amigo?). Pero nada más lejos de la realidad: pocas personas se apuntaron a los clubs, y menos aún al de arte. Juraría que apenas había tres personas más apuntadas, aunque no podía afirmarlo con seguridad, pues ni siquiera había hablado con ellos más de tres palabras. Aquel año, el club de arte era cien por cien libre. Cada uno hacía uso de los materiales con libertad, siempre que se hiciese de forma responsable. Nada de profesores, nada de trabajos. Cada uno pintaba como quería, lo que quería. Y para Gerard, eso fue el paraíso. Se quedaba muchas horas después de que el resto se fuera, se quedaba hasta que le echaban para cerrar el edificio. Había encontrado un sitio donde hacer lo que le gustaba, sin molestar y sin ser molestado. Era mucho mejor que el ambiente que solía haber en casa. En el aula de arte no escuchaba discusiones ni llantos.

Desgraciadamente, su paraíso personal solo era dos días a la semana.

Y por hoy, había terminado.

Así que allí estaba, en la calle, dándole la espalda a la puerta principal del instituto, con la mochila cargada a la espalda. Ahora volvía a ser simplemente Gerard Way, un tímido estudiante de 17 años, moreno y de mejillas algo regordetas, aspecto estrafalario y mente más estrafalaria incluso. Y de repente, al pensar en la vuelta a casa, volvió a sentirse cansado. No por el camino que le esperaba, no (a pesar de que no era muy fan del deporte), sino porque su vida era cansina, triste y no tenía rumbo ni sentido alguno.

Pero, antes de dar el primer paso para iniciar su camino a casa, pudo ver un gran perro sentado junto al aparcamiento de las bicicletas, meneando la cola con un ímpetu que por un momento envidió. Era un husky siberiano, precioso, que sacaba la lengua mientras miraba a Gerard. Llevaba un collar rojo, o eso le pareció a él desde la distancia y con la poca iluminación del lugar.

Thoughts of endless night  |  FrerardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora