Ojos Dorados

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—Padre, te lo ruego —supliqué, desesperada por convencerlo de dejarme salir.

—Elsa —suspiró, cansado de mi misma petición de todos los años—. Ya te he dicho que aquí estás segura. Si te dejo salir, no sé qué podría pasarte, y no pienso arriesgar a mi bella hija.

Y, como siempre, recibí la misma excusa.

—Pero padre, en dos semanas cumpliré dieciocho años. Déjame salir, aunque sea solo por ese día. Es lo único que te pido —rogaba, aferrándome a la esperanza de que esta vez escuchara. Nunca había salido del Palacio, nunca. Pero ahora lo haría.

—Lo siento, hija, la respuesta es no. Y no cambiaré de parecer. El palacio es enorme, y como siempre te digo afuera no es seguro para ti. Eres mi tesoro y tengo que protegerte.

Volteé hacia mi madre con ojos suplicantes, quizá ella podría convencerlo.

—Cariño, él lo pensará. ¿De acuerdo? Ahora ven, danos un abrazo antes de que nos vayamos —dijo, intentando suavizar la situación.

Mis padres son los reyes de las cuatro naciones y debían viajar a la Nación del Fuego para tratar asuntos con el gobernador. Estarían fuera durante dos semanas, justo hasta el día de mi cumpleaños. Los extrañaría más de lo que podría expresar.

Los abracé a ambos, hundiendo mi rostro entre ellos para que no vieran la lágrima que se deslizaba por mi mejilla.

—Te amamos, pequeña. —dijeron al unísono, mientras yo sonreía, aferrándome a ellos por unos minutos más, como si no quisiera soltarlos.

Al anochecer...

—¿Les gustaría un poco de té de jazmín? —les ofrecí con una sonrisa cálida a Cohen y Allen, mis guardianes. Ellos siempre vigilaban mi puerta, asegurándose de que nadie entrara ni saliera de mi habitación. Aunque esta vez, el té llevaba un ingrediente secreto.

—Qué amable, princesa Elsa —respondió Cohen con una sonrisa.

—Con unos panecillos, sería perfecto —bromeó Allen. Sonreí levemente y me retiré a mi habitación, esperando a que la poción surtiera efecto.

"¿Ya estarán dormidos?" pensé con nerviosismo. Hoy era el día.

—Cohen, Allen, ¿están ahí? —No hubo respuesta. La poción había funcionado. "Que la buena suerte me acompañe", murmuré para mí misma.

Saqué del armario una cuerda improvisada que había hecho con sábanas, asegurándome de que los nudos estuvieran firmes. La até a uno de los soportes del balcón y me la anudé a la cintura.

Con el corazón acelerado, me senté en el borde del balcón. Estaba lista. Comencé a descender, paso a paso, hasta que mis pies tocaron el suelo. Libertad. Después de 17 largos años, por fin estaba fuera del palacio.

Lo había logrado.

Sin perder tiempo, me dirigí al bosque. Ir a las ciudades no era una opción, ya que los guardias me reconocerían. Estaba cansada de vivir bajo las mismas reglas, sin libertad. Este era mi momento, mi oportunidad de explorar el mundo más allá de los muros que me protegían, pero también me aprisionaban.

Los árboles eran tan altos y oscuros que bloqueaban la luz de la luna, pero seguí avanzando. Sabía que el bosque era peligroso, pero la emoción de estar libre me empujaba a continuar, a explorar lo desconocido. La humedad en el aire hacía que la tierra bajo mis pies se sintiera más resbaladiza, pero no me detuve. Quería ir más lejos.

Sin embargo, cuanto más me adentraba, más sentía una presencia extraña a mi alrededor, como si alguien o algo me estuviera observando.

¿Qué fue eso?

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