Dolor

2.4K 236 14
                                    


No podía dejar de pensar en él. A donde fuera, sentía el peso de sus ojos dorados sobre mí, como si me estuvieran buscando en cada sombra y rincón. Pero no era real, solo un eco de lo que había vivido. Habían pasado casi dos semanas y el vacío que dejó su partida seguía presente. No sabía nada de él. Dominik se había ido.

Mis manos temblaban mientras tomaba la nota que me dejó, sus palabras grabadas en mi mente como una herida que no terminaba de sanar. La volví a leer, con la esperanza de encontrar algo más en esas líneas.

"Detesto las despedidas, así que no diré adiós. No intentes buscarme, yo te encontraré."

Había leído esa nota una y otra vez, memorizando cada trazo de su letra. Era lo único que me quedaba de él, y de alguna manera, no quería perderlo, como si aterrarme a esas palabras pudiera traerlo de vuelta. La nota era un ancla en medio del caos que ahora sentía en mi interior, donde se mezclaban el anhelo y la incertidumbre.

Estaba tan sumida en mis pensamientos que no me di cuenta cuando Dorothea entró a mi habitación. Solo sentí su mano cálida acariciando mi rostro, devolviéndome a la realidad.

—Mi niña—susurró con ternura, sus ojos reflejaban una preocupación sincera— ¿Qué es lo que te pasa? —preguntó con suavidad, casi como si temiera la respuesta.

Suspiré, intentando despejar mi mente. — Nada, Dorothea... Solo estoy nerviosa por mañana —mentí, incapaz de confesarle que mi mente estaba atrapada en pensamientos de un hombre que apenas conocía. Era un completo extraño, y aun así, lo sentía como si hubiera formado parte de mi vida desde siempre. Tomé su mano con delicadeza, agradeciendo su presencia silenciosa. Ella siempre sabía cuándo estar, sin preguntar más de la cuenta.

—Mi niña, todo estará bien—sonrió, intentando iluminar la oscuridad que yo misma había creado—. Mañana es tu cumpleaños, todo será perfecto. Tú estarás perfecta-dijo con convicción, como si su fe en mí pudiera borrar mis miedos. Pero no quería celebraciones, no quería ser el centro de atención. Solo quería desaparecer por un rato, perderme en el silencio.

—No quiero una fiesta, Dorothea—dije casi en un susurro—. No tengo ánimos para una ceremonia... mucho menos para una celebración.

Ella me observó en silencio, con esa mirada que solo alguien que ha vivido mucho puede dar, esa que te desnuda el alma sin que te des cuenta. —¿Tiene algo que ver con el muchacho? —preguntó suavemente. Me conocía demasiado bien.

Antes de que pudiera responder, la puerta de mi habitación se abrió de golpe, interrumpiendo el momento. Mis padres llegaron.

—¿Dónde está mi pequeña princesa? —exclamó mi padre, abriendo los brazos.

Salté de la cama y corrí hacia él, buscando en su abrazo el consuelo que no había encontrado en semanas. Mamá se unió al abrazo, y por un momento, sentí que todo estaría bien. Los había extrañado más de lo que quería admitir. Estar en sus brazos me devolvía algo de la seguridad que había perdido.

—Los extrañé mucho —murmuré, aferrándome a ellos—. Estas dos semanas han sido interminables.

—Su majestad. Altezas —saludó Dorothea antes de retirarse con una leve inclinación, dejando espacio para lo que se avecinaba.

El abrazo de mamá se aflojó primero, y en su mirada noté algo más que cansancio. Preocupación. Algo había cambiado. ¿Acaso ya sabían lo que había pasado? El tono de su voz lo confirmó. —Nos alegra tanto que estés Elsa. Estuvimos realmente preocupados por ti —dijo mi madre, pero sus palabras no eran solo afecto; había algo más ahí, una sombra de reproche.

Mi padre, en cambio, no disimuló su ira. Su rostro estaba tenso, y en su voz, una mezcla de dolor y enojo. —Estoy feliz de verte, Elsa. De que estés a salvo. Pero estoy furioso. Desobedeciste mis órdenes. Hiciste lo único que te pedí que no hicieras—. Su voz se elevó, y por primera vez en mi vida, vi una dureza en sus ojos que nunca había conocido. Mama se retiró silenciosa, dejando que el peso de su enojo cayera solo sobre mí.

—Padre, yo... —intenté explicar, pero no me dio la oportunidad. Levantó la mano y antes de que pudiera reaccionar, la estrelló contra mi rostro.

El sonido del golpe resonó en la habitación como un trueno. Mi piel ardió al instante, y sentí un sabor metálico en la boca. Sangre. Me quedé inmóvil, aturdida. Mi padre... mi padre me había golpeado. La incredulidad se mezcló con el dolor. Llevé la mano a mi mejilla, intentando procesar lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo pudo?

No era solo el golpe físico lo que me dolía. Era la traición. Mi padre, el hombre que siempre me había protegido, acababa de herirme de una manera que nunca hubiera imaginado. Lo miré con los ojos llenos de lágrimas, buscando en su mirada alguna señal de arrepentimiento, pero lo único que encontré fue más furia.

—¡No me mires así! —rugió, su voz cargada de una rabia que no entendía—. ¡Te dije que no me desafiaras! —Su mano volvió a alzarse y esta vez el golpe fue más fuerte.

Caí al suelo. El dolor en mi mejilla era insoportable, pero no era solo el físico. El sabor de la sangre llenó mi boca, y el peso de la humillación me aplastaba. ¿Qué le había pasado a mi padre?

—No te atrevas a desobedecerme de nuevo, Elsa—advirtió con una frialdad que me heló hasta los huesos—. No querrás que esto vuelva a suceder. Porque será peor la próxima vez. Entiende que eres mi único hija, todo esto es por tu bien. — Con esas palabras dio media vuelta y se fue.

Ese hombre no era mi padre. No el que yo conocia. Mi padre nunca me hubiera hecho esto. Me sentí pequeña, insignificante, aplastada por una realidad que no quería aceptar. Intenté respirar, pero el aire no llegaba a mis pulmones. Las lágrimas empezaron a caer, calientes y amargas, mientras abrazaba mis rodillas con desesperación.

No quería que nadie me viera así. No quería que mi padre supiera cuánto me había lastimado, cuánto me había destruido en ese instante. Me quedé acurrucada, intentando desaparecer, deseando que todo esto fuera una pesadilla. Pero no lo era. El dolor en mi rostro era demasiado real.

Recordé la poción que había usado la noche que escapé. Me levanté con dificultad, sintiendo el temblor en mis piernas.

Busqué en el cajón junto a mi cama y la encontré. Sin pensarlo dos veces, vertí tres gotas en mi boca. Solo necesitaba escapar de la realidad, aunque fuera solo por unas horas.
El mareo llegó rápidamente, mi visión se nubló y lo último que vi antes de caer en la oscuridad fueron esos ojos dorados. Sus ojos. Y entonces, todo se apago.

—Tranquila, estoy aquí—. Fue lo último que escuché antes de rendirme por completo al sueño.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Sep 30 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

KINGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora