Se sentó en cuclillas y colocó la guitarra sobre sus rodillas. Le bastó con alargar un brazo para poner en funcionamiento el tocadiscos de color negro, de un negro más intenso todavía en la penumbra de su habitación. El plato, rodando a setenta y ocho revoluciones, arrastró en su giro el disco. Cuando depositó la aguja en los primeros surcos, un ruido, mitad zumbido, mitad crujir de miles de diminutos insectos, le envolvió.

Se concentró en su guitarra, hasta que por el altavoz el inconfundible sonido y magistral estilo de Django Reinhardt le obligó a moverse. Su mano izquierda hizo que cada dedo pinzase una cuerda en lo alto del mástil. La derecha las punteó más abajo, torpemente, sobre la caja acústica.

Una vez, dos.

Detuvo la aguja y volvió a colocarla al principio del disco. Esperó, con los ojos cerrados y las manos inmóviles, a oír por segunda vez el inicio del tema. Lo tarareó. Colocó una tercera vez la aguja al comienzo del disco, y luego una cuarta, quinta y una sexta. A la séptima intento de nuevo tocar lo que oía, sin sentido.

—Maldito compás –farfulló en un acceso de rabia.

Se olvidó del disco. Ahora lo tenía fresco en la memoria, igual que un pájaro atrapado al vuelo. Los dos primeros compases estaban asimilados. Fallaba el tercero y el rápido cambio. Otra cosa era sonar como Reinhardt. Lo importante seguía siendo captar la melodía. Puso el dedo anular en el último traste y probó con las tres primeras cuerdas. El sonido de la tercera le hizo saltar de alegría.

— ¡Ahí está!

Un momento. ¿Cómo eran los dos primeros? Dejó la mano izquierda inmóvil y punteó con la derecha. Uno, dos y tres. Uno, dos, y tres. Poco a poco, más rápido, aprendiendo el movimiento. Así: poco a poco, más rápido, uno, dos y tres, los ojos bien abiertos.

— ¡Mmmm, soy un genio!

Puso el disco, y dejó que la música sonase un poco más. Volvió a colocar la aguja al comienzo. Otra vez. Y otra. Y otra.

— ¡Johnny!

Casi lo tenía, estaba seguro. El grito de su tía le desconcertó un poco, pero no perdió la calma. Tocó el primer compás y descubrió maravillado que lograba enhebrarlo con el segundo, hasta el acorde final.

— ¡Johnny!

La última nota fue absolutamente disonante. Johnny arrugó el entrecejo y no reprimió la invasión de las furias.

— ¡John...!

— ¿Qué pasa, tía?

Fue un grito casi feroz. Mentalmente se imaginó a su tía bajando dos o tres escalones de golpe.

— ¿Qué le sucede a ese disco? ¿No habrás vuelto a estropear el aparato?

Su tía lo llamaba «aparato» o «fonógrafo».

— ¡Estoy practicando! –vociferó él–. Tengo que practicar, ¿no? Quiero decir que, si no puedo pagarme unas clases, lo menos que puedo hacer es tocar, y no se me ocurre ningún otro sistema para...

Tía Mimi demostró conocer sobradamente los ataques de lógica irrefutable de Johnny y su apasionada oratoria. Su voz logró imponerse a todos los sonidos y dijo en tono conciliador al otro lado de la puerta:

—Está bien, está bien, pero ¿Te importaría ponerlo un poco más bajo? Es francamente molesto estar oyendo todo el tiempo lo mismo, una y otra vez. Eres capaz de estar ahí toda la tarde y...

John no contestó, pero hizo caso de la invitación antes de que se convirtiera en orden terminante. Los pasos de su tía se alejaron. ¿Quién podía oír música en voz baja? Acabó suspirando resignado.

Y bajó el volumen del tocadiscos.

Mano izquierda en el mástil, sobres los trastes, cada dedo pulsando una cuerda. Ojos cerrados. Máxima concentración. La derecha sosteniendo la púa entre el pulgar y el índice. Las falanges al cien por cien de su sensibilidad.

Django Reinhardt.

O él.

Los dos compases saltaron al aire, como una limosna volando hacia el necesitado o un oasis golpeando la retina del sediento: limpios, suaves, casi brillantes, viscerales, aunque de una dudosa calidad. Una melodía abriéndose en la penumbra.

— ¡Perfecto! –dijo John entusiasmado.

Y volvió a poner el disco.

El joven LennonWhere stories live. Discover now