02. Los primeros pasos

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Todos los habitantes de Weinxu no paraban de hablar del nacimiento de la princesa. Era algo nunca antes visto: una criatura mitad humana y mitad demonio. Lucinda Drango, princesa de los demonios. Muchos le llevaron al Rey y a la Reina sus regalos a la puerta del castillo, ya siendo joyas o prendas de ropa. Pero su alegría era tan inmensa que no pudieron evitar hacer fiestas por todas partes. Tal fue la celebración que se hizo un festival en nombre de la pequeña. Esta festividad se convertiría en una costumbre durante los siguientes años que los demonios harían para no solo festejar el cumpleaños de la pequeña, sino también para alabar a los reyes y la grandeza de su raza.

Azazel y Nina recibía a sus invitados de la fiesta. Tenían una pequeña cuna en medio del salón del trono donde la gente podía ver a la princesa. Se turnaban para cargar a la bebé, quien llevaba un vestidito rosa, y no paraba de reír y de tirar de cuernos y cachetes. Cuando Favaro la cargó evidentemente le tiró de los cabellos de su afro.

Favaro había llegado no hace poco al pueblo, pero desde hace años que Nina no lo veía. Le había crecido un poco más la barba, y tenía un mechón blanco de canas en su gran afro rojo. A pesar de tener casi cuarenta años, todavía conservaba la energía y salud de un joven de veinte años. Algunos demonios lo miraban mal sobre el hombro. Aunque era claro que iban a estar un poco recentidos con los de su raza.

Desde hace un par de años que los humanos están tratando de invadir su reino. Incluso en la noche que la princesa nació, esos animales se habían atrevido a ir ocultos en su bosque para atacarlos por sorpresa. Es por eso que Kaisar no se hallaba presente. Es más, ni si quiera estaba enterado del embarazo de Nina. Los grandes mandatarios de Anatea lo habían mantenido ocupado durante todo este tiempo. Debido a la enemistad entre estos dos reinos, el Capitán de los Caballeros de Orleans había tenido que cortar de manera forzosa cualquier relación con sus amigos. Incluyendo a Rita.

Sin embargo, Mugaro y Bacchus la pasaban bien. Usualmente los demonios de Weinxu no le hubiera dejado el ingreso de los dioses a su querida ciudad, si es que estos no fueran Weindirus o sus amigos. Bacchus, al ser el padre adoptivo de esta, estaba más que claro que podía pasar. Y mucho más a Mugaro, el mejor amigo del Rey.

Mugaro había crecido mucho desde la batalla en Anatea. Ya tenía más de veinte años, en la flor de su juventud. Era bastante atractivo, y el trabajo del campo lo había ayudado bastante. Había vivido muchos años en el campo con su madre, hasta que su ella se había enamorado de un ex-soldado de los caballeros del Rey. A Mugaro no le importó mucho aceptarlo como un padre, ya que nunca antes había tenido uno. Se mudaron a una ciudad pesquera muy lejos de la capital, al campo abierto. Su nuevo padre se encargaba de la pesca y ganaba bastante vendiendo su mercancía. Eran muy felices.

Pero quien se hallaba más feliz en esa sala era Azazel, y su esposa le seguía. Todavía no podían creer que después de tantos años estaban casi todos reunidos por una ocasión tan especial. Nina cargaba a su pequeña, que chupaba un collar que su tía Rita le había regalado, mientras Azazel las abrazaba cariñosamente. Favaro miraba con cierto cariño y orgullo a su alumna, igual que Bacchus y Weindirus. La pequeña mitad demonio empezó a reír cuando Mugaro le hizo un par de cosquillas, jugando con ella. Era una escena tierna.

Pero lamentosamente los bebés no son tiernos para siempre. Pocos días después de las fiestas y las risas, los llantos empezaron. Igual que los pañales sucios. Y las noches de insomnio. En otras palabras, era muy difícil de cuidar a Lucinda.

Azazel ya de por sí estaba cansado por organizar su pequeño reino y crear las barreras protectoras contra los ataques de los humanos, igual que Nina, que se encargaba de organizar las cosechas y de asegurarse que cada ciudadano tuviera lo suficiente para vivir feliz. Pero que encima los llantos de un bebé te mantenga despierto toda la noche, hora tras hora sin parar, ya siendo por un pañal sucio o un poco de hambre, o solo porque estaba aburrida... sí, Lucinda era uno de esos bebés. Era tan escandalosa que sus llantos se escuchaba por todo el castillo. Muchas veces los reyes terminaban en la madrugada desparramados en la cama como sea, con grandes ojeras y la saliva que les salía por la boca, roncando. Y en medio de los dos dormía plácidamente la princesa, toda bien acurrucada, recién alimentada y con un pañal limpio. Y apenas el sol saliera, la rutina empezaría: llanto, desayuno, llanto, pañales, papeleo, más papeleo, llanto, y así hasta la madrugada.

Lucinda, hija de AzazelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora