Capítulo Quinto EL UNIVERSO Y SUS ALREDEDORES

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Al hombre no le basta con formar parte de la realidad: necesita además saber que está en un mundo y
se pregunta inmediatamente cómo será ese mundo en el que no sólo habita sino del que también forma parte.
Porque en cierto sentido ese mundo me pertenece (es mi mundo) pero también yo le pertenezco, la especie
humana entera le pertenece y ha brotado de él como cualquier otro de sus componentes. ¿Qué es un «mundo»? Un entorno de sentido, un marco dentro del cual todo guarda cierta relación y resulta relevante de
modo explicable. Para empezar, la idea de «mundo» tiene varios niveles, desde el más próximo y
aparentemente trivial hasta el más abrumador y cósmico. En el peldaño más bajo está lo que cada uno
solemos llamar coloquialmente «mi mundo» o incluso «mi mundillo», es decir el ámbito de la familia, el
grupo de amigos, el lugar de trabajo y los de diversión, los rincones que nos son más usuales o más queridos,
el hogar. Un escalón después está mi ambiente social y cultural, los que son «como yo» aunque yo apenas les
conozca o no les conozca en absoluto. Sigo subiendo y paso por mi país, la comunidad nacional a la que
pertenezco, el área internacional en la que mi comunidad se integra, la humanidad incluso cuya condición
simbólica comparto, el mundo de lo humano. Luego salgo ya del mundo afectivo, sociológico,
específicamente humanista y paso a la escala planetaria: mi «mundo» es esta Tierra en la que nacemos y
morimos, el planeta azul de mares y selvas en el que convivimos con tantos otros seres vivientes o ina-
nimados, lo que el bueno de E. T. hubiera llamado (en el caso de ser «T.» y no «E. T.») conmovedoramente
«¡mi casa!». Y más allá también es nuestro mundo el sistema solar, ya parcialmente visitado por exploradores
o instrumentos humanos, y la Vía Láctea a la que nuestro sol está adscrito. Después el mundo sigue
desbordándose hacia lo gigantesco, lo remoto y lo desconocido, se carga de nuevas estrellas, galaxias,
nebulosas, agujeros negros, materia y antimateria... hasta que deja ya de ser «mundo» y se convierte en
universo. El lugar en el que están todos los lugares, el ámbito que abarca cuanto existe, sobre la inmensa
mayoría de lo cual por cierto nada sabemos.
¿No es vertiginosa esta sucesión de «mundos» cada uno de los cuales está dentro de otro más amplio
como las muñecas rusas o las cajas chinas? ¡De mi cuarto de estar o la cafetería donde desayuno hasta los
confines del espacio sideral, cuyo supuesto silencio espantaba a Pascal, según confesó este atormentado
pensador del siglo XVII! ¡De mi «mundillo» al universo de todos y de todo! Y lo más notable de esta
sucesión de mundos, dicho sea de paso, es que los más estrechos y reducidos son sin embargo los que
vitalmente más me importan. Me preocupa mucho más el escape de gas en mi vivienda o el terremoto en mi
país que las colosales conflagraciones de los astros cuyo resplandor tardará siglos en llegar hasta los
observatorios de la Tierra... ¡si es que llega alguna vez! Pero a pesar de esta perspectiva irremediablemente
provinciana, no dejo de ser consciente también de que formo parte del Universo con mayúscula. Y no menos
irremediablemente me pregunto cosas sobre él: ¿de qué está hecho?, ¿es finito o infinito?, ¿cómo empezó?,
¿acabará alguna vez?, ¿estaba previsto que nosotros, los humanos y por tanto yo mismo, apareciésemos un
día en tan fabuloso decorado? Etc., etc.
Los interrogantes acerca del universo son sin duda los primeros que se hicieron los filósofos más
antiguos (¡que todavía ni siquiera sabían en qué consistía eso de ser «filósofo»!). Seguramente ellos no
comenzaron preguntándose por su «yo». como se ha hecho en este librito culpablemente moderno, por la
misma razón que los niños empiezan preguntando cuánta agua hay en el mar o por qué no se caen las
estrellas, nunca «¿quién soy yo?». La asombrada curiosidad, que según Aristóteles es el primer acicate para
filosofar, la despierta antes el mundo que la cuestión de qué diablos pinto yo en él. En los viejos tiempos, las
explicaciones sobre el universo venían siempre en forma de mitos: los astros eran dioses, la Tierra también y
los volcanes, los mares o los animales provenían siempre de seres fabulosos. El trueno de los cielos era un
gong tañido por un gigante invisible... No creamos que tales respuestas legendarias a preguntas concretas
indican solamente una lamentable superstición, incapaz de raciocinio. Las divinidades y los ancestros míticos
representaban también ideas, en el sentido que son definidas por Spinoza en sus Pensamientos metafísicas:
«Las ideas no son otra cosa que narraciones mentales de la naturaleza». Y tales ideas míticas son a veces
profundas, muy sugestivas y sin duda capaces de ayudarnos a tomar mejor en cuenta lo que el mundo
significa mentalmente para nosotros. Lo que hicieron los primeros filósofos es cambiar esas ideas míticas por
otra forma de narración mental de la naturaleza. Sus ideas fueron menos antropomórficas y acudieron a
elementos impersonales para explicar la realidad. Cuando Tales de Mileto quiso señalar que la realidad
universal es básicamente húmeda y fluida no habló de Océano o Tetis -las divinidades acuáticas- sino que
dijo «todo está hecho de agua». Una afirmación literalmente «desmitificadora» y de consecuencias
revolucionarias. ¿Por qué?
Desde luego, no porque sea mucho más verdadera que las historias contadas por los mitos. Si
queremos ponernos puntillosos, tan falso es que el mundo esté hecho de agua como que lo fabricase Caos,
hijo rebelde de Cronos, etc. Además, ya en el capítulo segundo hablamos de que existen diversos campos de
verdad, cada uno de ellos aceptable dentro de sus propios límites. Pero, a pesar de todo, las ideas filosóficas
tienen una serie de ventajas sobre las ideas míticas. Para empezar, no son meras repeticiones de una tradición
sino que proponen un punto de vista personal sobre lo existente: digamos que las ideas filosóficas tienen
firma, sea la de Tales, la de Heráclito o la de Anaximandro. En segundo lugar, acuden por lo común a
elementos materiales no antropomórficos o a formas intelectuales despersonalizadas (la Inteligencia cósmica
propuesta por Anaxágoras carece de amoríos y otras peripecias biográficas como las que cuentan de Afrodita
o Zeus). Nótese la paradoja: los mitos son anónimos pero cuentan el mundo a través de nombres propios y figuras personales, mientras que las ideas filosóficas son impersonales (el agua, el fuego, el ápeiron, los
átomos...), aunque están ligadas a la personalidad de quienes las sostuvieron (Diógenes Laercio escribió su
Vida de los filósofos más ilustres mientras que nadie sabe nada de quienes inventaron los mitos). De aquí
proviene, en tercer lugar, la mayor objetividad o realismo de la filosofía, si por tal entendemos aceptar que el
mundo no está hecho por seres que al menos se nos parecen espiritualmente en sus pasiones, luchas y
ocupaciones (aunque sean inmortales y de escala sobrehumana) sino por principios ajenos a lo subjetivo y
que tienen poco que ver con nuestros afanes característicos. En cuarto lugar, las propuestas filosóficas
siempre hacen una distinción fundamental entre las apariencias brindadas por los sentidos y la realidad que
sustenta esas apariencias, la cual sólo puede ser descubierta utilizando la razón o «escuchando a logos», como
dijo el presocrático Heráclito.
Pero sobre todo y por último, los mitos tienen que ser aceptados o rechazados colectivamente pero no
admiten ser argumentados o debatidos por quienes los asumen. A un mito no se le pueden poner objeciones,
hay que concederle crédito sin límites. Por eso, fuera de la comunidad cultural en que nacen resultan
arbitrarios o absurdos. El griego que habla de la diosa Gaia y el babilonio que cuenta la historia de Tiamat
tienen poco que discutir entre sí. Lo más que puede pedírseles es que concedan que el mundo griego viene de
Gaia mientras que el mundo babilonio de Tiamat y aquí paz y después gloria. En cambio las ideas filosóficas
nacen por y para la controversia. La mayoría de los griegos aceptaba la idea de un universo finito, pero
Arquitas de Tarento, contemporáneo de Platón, planteó la siguiente duda: «Si yo me encontrase en el límite
extremo del cielo, ¿podría extender hacia afuera la mano o un bastón? Ciertamente sería absurdo que no
pudiese hacerlo; pero si lo logro, eso debe implicar que hay algo fuera, sea un cuerpo o un lugar». De modo
que lo finito debe ser menos finito de lo que parece... ¿o no? Sería ridículo ponerle una pega semejante a un
mito (lo mismo que no parece oportuno reprocharle a Cervantes los disparates cometidos por don Quijote)
pero en cambio es perfectamente razonable la objeción cuando se trata de una idea filosófica o científica, que
están ahí para ser discutidas, no para ser reverenciadas o disfrutadas sin más.
Y da igual que los implicados pertenezcan a comunidades culturales distintas, porque «razonar
filosóficamente» consiste en intentar tender puentes dialécticos entre los que piensan otra cosa o de otro
modo... pero piensan. Cuenta Bertrand Russell el caso de un gurú indio que dio una charla en Oxford sobre el
universo. Aseguraba que el mundo está sostenido por un gran elefante que apoya sus patas sobre el lomo de
una enorme tortuga. Una señora de la audiencia le preguntó cómo se sostenía la tortuga y el sabio aclaró que
se apoya sobre una ciclópea araña. Insistió la señora indagando el sostén de la araña y el gurú -algo
mosqueado- afirmó que se mantiene firme sobre una roca colosal. Naturalmente la señora volvió a cuestionar
el sostén del pedrusco y el exasperado sabio repuso a gritos: «¡Señora, le aseguro que hay rocas hasta
abajo!». El problema no era que el gurú fuese indio y la señora preguntona inglesa, sino que uno hablaba el
lenguaje del mito (en el cual se «narran» las cosas pero no se «piensan» argumentadamente) y la otra tenía
auténtica e impertinente curiosidad filosófica, de modo que ambos debieron salir muy irritados de la reu-
nión...
Los filósofos y los científicos se han planteado a lo largo de los siglos tantas preguntas sobre el
universo (es decir, sobre el conjunto de la realidad, desde la que nos es más próxima y conocida hasta la más
lejana e ignota) como la enormidad del tema se merece. Algunas cuestiones concretas, por ejemplo la
composición química del agua o la órbita de la Tierra en torno al sol, han recibido respuestas suficientemente
válidas pero otras más generales siguen abiertas pese a lo que suelen creer algunos científicos tan despistados
como optimistas. Me refiero a las preguntas cosmológicas, aquellas que intentan desentrañar el qué, cómo y
para qué del universo en su conjunto. A riesgo de simplificar, creo que son principalmente tres, aunque cada
una de ellas puede subdividirse en muchas otras:
a) ¿Qué es el universo?
b) ¿Tiene el universo algún orden o designio?
c) ¿Cuál es el origen del universo?
Ni que decir tiene que carezco de respuesta definitiva (¡o incluso provisional!) para ninguna de ellas,
pero en cambio me atreveré a intentar un análisis de las preguntas mismas.
¿Qué es el universo? La tarea de responder a esta pregunta debería comenzar por aclarar qué
entendemos por «universo». Digamos que hay dos sentidos del término, el uno heavy y el otro más bien light.
Según el primero de ellos, el universo es una totalidad nítidamente perfilada y distinta al agregado de sus
diferentes partes, acerca de la cual cabe plantearse interrogantes específicos. Según el segundo, no es más que
el nombre que damos al conjunto o colección indeterminada de todo lo existente, una especie de abreviatura
semántica para la acumulación innumerable e interminable de cosas grandes y pequeñas, sin ninguna entidad
especial sobre la que podamos teorizar aisladamente. El primer concepto de universo es el que parece contar con nuestro mayor apoyo intuitivo: si existen partes o ingredientes, ¿cómo puede no haber un todo definido
en el que encuentren de un modo u otro su acomodo? La mayor parte de los filósofos griegos creyeron en un
universo de este tipo, un gran Objeto del que todos los demás objetos no son más que componentes y que
reciben de él su coordinación. Claro está que para ellos tal objeto debía ser finito (¿acaso podemos imaginar
algún objeto infinito?; y si es infinito ¿cómo podemos saber que es uno? o ¿cómo podría servir tal infinitud
para relacionar entre sí inteligiblemente las partes finitas?) pero sin embargo de una finitud tan especial que
no dejara nada fuera de ella misma. Esta paradoja de la finitud sin exterior es la que quiso poner de relieve
Arquitas de Tarento sacando -imaginariamente- su mano al exterior del universo, como quien quiere
averiguar si llueve o no llueve... ¡fuera del cosmos! Porque si bien aceptamos intuitivamente que todos los
objetos deben ser finitos, también debemos aceptar entonces que todos los objetos tienen un exterior. Si hay
un objeto que no tiene exterior, ¿por qué decimos que es finito? Si no es finito, ¿por qué decimos qué es un
objeto?
La dificultad que aquí se plantea -la misma que se les planteó a los griegos y después a todos sus
herederos intelectuales- está vinculada con la tendencia a formular sobre lo inmenso las mismas preguntas
que tienen sentido a una escala más reducida... ¡y quizá sólo a esa escala! Por ejemplo: sabemos que cada
cosa ocupa un lugar y por tanto podemos tener la tentación de preguntarnos «¿qué lugar ocupará entonces el
conjunto de todas las cosas?». Sabemos que una película empieza a una hora determinada y acaba tantos
minutos más tarde, lo que nos lleva a suponer que el universo -que es sin duda una superproducción bastante
mayor que Lo que el viento se llevó- también hubo de comenzar en cierto momento y que deberá acabar en
otro. Pero como observó Bertrand Russell, aunque cada ser humano tenga madre, eso no autoriza a suponer
que la humanidad entera esté obligada a tener madre también.
Vemos que todos los objetos que conocemos están formados de partes y que ellos mismos son partes
de objetos mayores (piedras, tierra y vegetación forman una montaña, la cual a su vez está integrada en una
cordillera, la cual es parte de un continente que a su vez forma parte de nuestro planeta, etcétera) por lo cual
nos parece plausible suponer un objeto colosal formado por todos los objetos habidos y por haber. Y sobre él
comenzamos a hacernos las mismas preguntas que estamos acostumbrados a formular sobre las cosas que nos
rodean, pero con resultados profundamente desconcertantes. Empezando por los líos que trae concebirlo sea
como finito o sea como infinito y que ya estudió el sabio Kant al final de su Crítica de la razón pura.
¿Y si no hubiera tal cosa como la supercosa-universo? ¿Y si sólo hubiera cosas, innumerables cosas
que se suceden unas a otras, se juntan y se separan, acaban y empiezan, pero no hubiera ninguna gran Cosa
formada por todas las cosas? ¿Por qué entonces sentimos casi la necesidad de creer en tal cosa universal? El
poeta portugués Fernando Pessoa, que también fue filósofo, aventura una explicación digna de tenerse en
cuenta: «La materia está constituida por objetos, cosas... La conciencia no lo está. Sólo el conjunto (por así
decirlo) de la conciencia es “real”; en la materia el conjunto no es real, no hay conjunto; hay partes, objetos
solamente. La idea de que hay un Universo, un conjunto de la materia, es una aplicación a la materia de lo
característico de la conciencia»20. Cada cual nos consideramos uno, un sujeto: quizá por eso necesitamos
unificar nuestra experiencia de la realidad en objetos y a todos los objetos en un único gran Objeto que los
reúna por completo frente a la conciencia.
Desde la antigüedad, la negación del universo como objeto único está ligada a la filosofía
materialista, expuesta inmejorablemente por Lucrecio en su largo poema cosmológico De Rerum Natura. Por
supuesto, el materialismo filosófico nada tiene que ver con ciertos usos vulgares de la palabra, según los
cuales ser «materialista» significa afán de riqueza y de excesos sensuales junto a carencia de ideales o de
generosidad. En filosofía, el materialismo es una perspectiva caracterizada básicamente por dos principios
complementarios: primero, no existe un Universo sino una infinita pluralidad de mundos, objetos o cosas que
nunca se pueden concebir o considerar bajo el concepto de unidad; segundo, todos los objetos o cosas que
percibimos están compuestas de partes y antes o después se descompondrán en partes. A las últimas partes
imperceptibles de todo lo real los materialistas clásicos les llaman «átomos», es decir lo que ya no puede ser
dividido en partes menores. Pero se trata de una suposición metafísica, no de una observación física (¡no hay
que confundir los átomos de Leucipo, Demócrito o Lucrecio con los de la física contemporánea!).
¿Tiene el universo algún orden o designio? Tanto si aceptamos que existe el universo en su sentido
«fuerte», como un objeto único del que todo forma parte, como si no lo tomamos más que en la acepción más
«ligera» del término, como abreviatura para referirnos a todas las cosas reales, resulta inevitable preguntarse
si hay en él alguna forma de orden que nuestra razón pueda comprender. De hecho, tanto en griego como en
latín las palabras que lo nombran indican ordenamiento y armonía: el cosmos es lo bien organizado y dispuesto (de ahí la palabra «cosmética», que apunta al arreglo adecuado de la propia apariencia), lo mismo
que mundus en latín, cuyo opuesto es lo llamado «inmundo» por sucio y desarreglado. Pero según la
mitología griega tal como la narra Hesiodo en su Teogonia, el origen de todos los dioses, así como los
mortales, está en una divinidad primigenia llamada Caos, el Abismo, el gran Bostezo, lo sin forma y por
siempre ininteligible desde pautas ordenadas. Y quien fue quizá el más enigmático y profundo de los
primeros filósofos, Heráclito, asegura en uno de los fragmentos aforísticos que de él se conservan: «Tal como
un revoltijo de desperdicios arrojados al azar es el orden más hermoso, así también el cosmos» (fr. 124 Diels-
Kranz). Cabe pues preguntarse si en el principio era el orden -el cosmos- o más bien el desorden caótico. ¿O
quizá -como parece sugerir irónicamente Heráclito- el orden cósmico se parezca más bien al de un montón de
cosas azarosamente acumuladas y coincida así precisamente con lo que otros llaman «caos»?
Tendríamos que intentar antes de ir más lejos aclarar qué entendemos como «orden», una noción
filosóficamente crucial pero nada obvia. Ahora mismo, sobre la mesa en la que escribo se amontonan papeles,
apuntes, fichas, clips, llaves y otro sinfín de pequeñeces que forman un amontonamiento aparentemente tan
azaroso como el que mencionaba Heráclito. Pero si alguna mano bienintencionada, con intención de
ayudarme, empieza a agrupar en paquetitos simétricos los papeles, guarda las llaves en el cajón y cambia los
clips de sitio, sin duda pondré el grito en el cielo: «¿Quién ha revuelto mi mesa? ¡Ahora no consigo encontrar
nada!». En el aparente desorden anterior yo me movía con familiaridad, localizando casi sin mirar lo que
necesitaba en cada ocasión; ahora, el orden ajeno que me han impuesto me priva de mis puntos de referencia
acostumbrados y se convierte para mí en un auténtico caos. Mi impertinente benefactor (¡o benefactora!)
argüirá con paciencia sus motivos para la nueva disposición de las cosas: las fichas deben estar con las fichas,
los apuntes no deben mezclarse con los clips, es mejor que las llaves no rueden de acá para allá, ahora en la
mesa queda mucho más espacio libre, etc. Y yo seguiré protestando que a mí todo eso me da igual, que el que
debe arreglárselas con esas cosas soy yo y que me trae sin cuidado el aspecto de mi escritorio mientras en-
cuentre en él lo que busco. Las fichas estaban desparramadas pero yo tenía cerca de mí las que utilizaba en
ese momento y un poco más lejos las que iba a manejar después, sabía muy bien que bajo las fichas estaban
tales o cuales apuntes y las llaves me servían de pisapapeles para que no se me volase una nota importante,
etc. Moraleja: mi desorden estaba bien ordenado para mis fines pero me pierdo en el orden actual. Entonces,
¿cuándo puedo decir que realmente está ordenada mi mesa, antes o ahora? Te lo pregunto a ti, lector, que eres
neutral.
Volvamos al espacio sideral. En la clara noche de verano descubro las estrellas de la Osa Mayor y
también identifico algunas otras constelaciones, Casiopea, etc. Como tantos millones de hombres a través de
los siglos, observo y reverencio el orden majestuoso de los cielos. Pero si hablo con uno de mis amigos,
astrónomo profesional, se burlará de mi ignorancia. Esos agrupamientos estelares son meramente
caprichosos, por no hablar de las supuestas formas que configuran, y no hay Osa ni Mayor ni Menor que
valga. La costumbre aliada con la fantasía son las únicas apoyaturas de ese ordenamiento del cielo en
constelaciones, que sólo sirve para dar pábulo a los cuchicheos de los enamorados y las supercherías de los
astrólogos. Si me acompañas al observatorio, dice mi amigo, te enseñaré el perfil de nuestra galaxia y de otras
que nos circundan, te señalaré los principales sistemas estelares y verás -algo nebulosamente, eso sí- las
nebulosas, te explicaré lo que es un agujero negro y por qué estimamos que el 95% de la masa de nuestro uni-
verso es inivisible, en una palabra, te harás una idea más justa del verdadero orden cósmico.
Y yo le acompaño al observatorio, le agradezco su generosa lección y no me atrevo a formularle mi
sospecha: ¿no será también el orden que ahora me revelan una cierta forma de ver el complejo sideral, como
lo es el ingenuo y tradicional reparto en constelaciones, otra forma de ver que sirve a ciertos intereses teóricos
pero que no puede aspirar a descubrir la verdad astral «en sí misma», si es que hay tal cosa? Sin duda la
perspectiva científica suele ser más rica y a la larga más sugestiva en muchos aspectos que el punto de vista
común, pero quizá no es el espejo necesario del orden del mundo sino otro ordenamiento más entre los
muchos posibles de una realidad en sí misma bastante caótica. El enamorado que quiere disfrutar con su
amada de la noche clara de verano ordena las estrellas en arbitrarias figuras de leyenda y quizá su cosmos no
es peor para él que el diseñado por el astrofísico. Ciertamente el zoólogo tiene buenas razones para clasificar
a la ballena entre los mamíferos y no entre los peces, pero también las tiene el marino que la considera el
mayor de los peces y no otra cosa: ¿por qué respirar con pulmones y no con agallas es mejor criterio ordena-
dor que el ser un animal que vive en el mar?
El concepto de «orden» es siempre un intento de poner unidad y articular relaciones en una
multiplicidad de elementos, sea tal unidad inherente a las cosas mismas o bien provenga de nuestra forma de
pensar. Pero no resulta fácil señalar una unidad inherente a las cosas que nada tenga que ver con nuestra
forma de pensar. Según expuso Kant en su Crítica de la razón pura, «somos nosotros mismos los que
introducimos el orden y la regularidad en los fenómenos que llamamos Naturaleza... el entendimiento mismo
(humano) es la legislación para la Naturaleza... sin entendimiento no habría en ninguna parte Naturaleza, es
decir unidad sintética de los diversos fenómenos siguiendo reglas». Es decir, llamamos «orden del mundo» a nuestra forma de conocer el mundo y de disponer de él, lo mismo que yo llamo «orden» al caos que reina en
mi escritorio y considero «bien ordenadas» a las estrellas en las viejas constelaciones que deleitan a mi fan-
tástico capricho. Ahora bien, ¿qué alcance objetivo podemos darle a los rasgos de ese «orden» cuyo principio
subjetivo resulta inocultable? Sin duda existen regularidades observables en los procesos del universo y los
científicos pueden hacer previsiones sobre ellos que se cumplen de modo satisfactorio, sea cuales fueren los
intereses o caprichos subjetivos de los observadores. Casi estamos tentados de sugerir que la objetividad del
orden cósmico se demuestra por la validez de un mismo determinismo causal en todo lo que alcanzamos a
conocer de él.
Pero ¿son tales leyes causales de alcance universal normas establecidas por Dios «como un rey
establece las leyes de su reino» -según opinó Descartes- o simples pactos o alianzas episódicos (foedera)
surgidos al azar como supuso Lucrecio? Este determinismo menos rígido y con un componente aleatorio
parece coincidir mejor con lo que dice la física cuántica en nuestro siglo, según un Werner Heisenberg o un
Niels Bohr... Aunque pudiera ser que la incertidumbre causal de tal planteamiento estuviese solamente en
nuestra nueva forma de observar la naturaleza de acuerdo con esa física y no en la naturaleza misma.
Atrevámonos a ir un paso más allá en nuestras perplejidades. ¿Podemos estar seguros de que todo el
universo está ordenado del mismo modo que la porción de él en la que nos encontramos y que alcanzan
nuestros medios de conocimiento? ¿No podría ser que vivamos en un fragmento cósmico ordenado por azar
de forma que nos es accesible, mientras que otras muchas de sus provincias desarrollan fórmulas distintas que
nos estarán vedadas para siempre y que para nosotros serían mero caos? ¿No podría ocurrir que el orden que
comprobamos a nuestro alrededor es precisamente lo que nos ha permitido existir, y que los demás órdenes o
desórdenes posibles nos excluyen no sólo intelectual sino también físicamente como especie? Esta
vinculación intrínseca entre nuestra forma de conocer y nuestra posibilidad de existir es lo que ha llevado a
algunos astrofísicos actuales a formular lo que denominan el principio antrópico (el principio que apunta o se
encamina hacia el hombre) del cosmos, que admite dos formulaciones, una más cautelosa y otra mucho más
«fuerte». La primera, de comienzos de los años sesenta, se debe a Robert Dicke (más tarde fue suscrita
también por Stephen Hawking en su Breve historia del tiempo) y dice aproximadamente algo así: «Puesto que
hay observadores en el universo, éste debe poseer las propiedades que permiten la existencia de tales
observadores». Planteada así, la cosa resulta bastante perogrullesca: como hay observadores en el cosmos,
eso quiere decir sin duda que en el cosmos puede haber observadores. Pero lo que señala este aparente
truismo es que las regularidades causales que observamos en el universo tienen que estar ligadas a nuestra
propia aparición en él en tanto estudiosos de lo real. Como ya apuntamos en el capítulo segundo, si somos
capaces de reflejar en cierta medida con objetividad cómo es el mundo (o al menos cómo es la parte del mun-
do que nos «corresponde») es porque formamos parte de él... ¡y porque si fuésemos incompatibles del todo
con su comprensión, no lo sabríamos porque ni siquiera hubiéramos tenido ocasión de existir!
Años más tarde. Branden Carter replanteó el principio antrópico de una manera mucho más
comprometedora aunque sin duda también más sugestiva: «El universo debe estar constituido de tal forma en
sus leyes y en su organización que no podía dejar de producir alguna vez un observador». Aquí ya parece que
las cosas se llevan descaradamente demasiado lejos. Resulta indudable que la existencia del hombre en el
universo es posible (¡porque de hecho existe!) pero suponer que tan fastuoso acontecimiento era ineludible
encierra un exceso de autocomplacencia. A no ser que sostengamos que las posibilidades cuando se cumplen
se conviertan obligatoriamente en necesidades.... Esta convicción megalómana nos pone a un paso de
halagarnos suponiendo que el fruto maduro que se ha propuesto el universo en su desarrollo somos
precisamente -¡oh casualidad!- nosotros. No es que las condiciones cósmicas sean tales que permitan nuestra
aparición (y, una vez aparecidos, nos permitan entenderlo en parte objetivamente) sino que serían tales a fin
de que apareciésemos. Pero la modestia (¡y la cordura!) nos deberían prohibir aspirar a tanto.
Suponer que el diseño universal exige nuestra aparición como especie implica que este infinito
decorado está hecho (al menos en buena medida) para nuestra complacencia. En versos elocuentes de su De
Rerum Natura (en el libro V,195 a 234), Lucrecio acumula argumentos contra tal suposición. Y Michel de
Montaigne rechaza también vigorosamente esa pretensión: «¿Quién le ha hecho creer (al hombre) que este
admirable movimiento de la bóveda celeste, la luz eterna de esas luminarias que giran tan por encima de su
cabeza, los movimientos admirables y terribles del océano infinito, han sido establecidos y se prosiguen a
través de tantas edades para su servicio y conveniencia? ¿Se puede imaginar algo más ridículo que esta
miserable y frágil criatura, quien, lejos de ser dueña de sí misma, se halla sometida a la injuria de todas las
cosas, se llame a sí misma dueña y emperatriz del mundo, cuando carece de poder para conocer la parte más
ínfima y no digamos para gobernar el conjunto?»21. Aunque poseamos la capacidad de conocer en cierto modo algunas partes del cosmos e incluso aunque renunciemos a la pretensión de gobernarlo, ¿no resulta
exorbitante creer que somos su objetivo (o uno de sus objetivos) necesarios?
¿Cuál es el origen del universo? La tercera gran pregunta se refiere a la causa inicial de esa realidad
universal, sea una y finita o infinitamente plural, tanto si está ordenada en sí misma como si sólo lo está en
parte o somos nosotros quienes la ordenamos a nuestro modo al observarla. De nuevo en este caso vuelven a
darse las paradojas que acarrea formular sobre conjuntos enormes o sobre lo infinito las preguntas que
resultan perfectamente asumibles a menor escala. Estamos acostumbrados a preguntar la causa o causas
originarias de los seres que nos rodean y responder de modo bastante aceptable: el origen causal de Las
meninas es Velázquez, este árbol proviene de la semilla que yo planté hace años, la mesa la hizo el carpintero
y yo mismo he sido engendrado por la fecundación de un óvulo de mi madre por un espermatozoide de mi
padre. La pregunta por el origen causal de algo podría transcribirse groseramente así: ¿de dónde viene eso
que está ahí? Lo que queremos saber es a partir de qué ha llegado a ser lo que antes no era: buscamos ese
objeto o ser anterior sin cuya intervención nunca se hubiera dado lo que ahora tenemos ante nosotros. Damos
por supuesto que todo debe tener una «razón suficiente» para llegar a existir, por decirlo con la terminología
de Leibniz. Ahora bien, si todo tiene su causa, ¿no debería también haber una Causa de Todo? Si suena
sensato preguntarse el porqué de la existencia de cada cosa, ¿no será también sensato indagar el porqué
conjunto de la existencia universal de cosas? O, por decirlo al modo en que Heidegger lo ha planteado en
nuestro siglo, ¿por qué existe algo y no más bien nada. ¿Cuál es la causa de la existencia en general?
Como en otras ocasiones en que formulamos sobre el Todo la pregunta que estamos acostumbrados a
responder sin mayores dificultades sobre la parte, la búsqueda de la Causa de todas las causas nos sume de
inmediato en el vértigo intelectual. Solemos considerar que, por definición, las causas tienen que ser distintas
a sus efectos y anteriores a ellos. De modo que la Primera Causa del universo tiene que ser distinta del
universo y anterior a él. Ahora bien, precisamente lo que entendemos por universo es el conjunto de todo lo
que existe en la realidad. Si la Causa Primera existe en la realidad, debe formar parte del universo (y por tanto
cabe preguntarse también respecto a ella: ¿cuál es su causa?); si no existe en la realidad, ¿cómo puede actuar?
Claro que tampoco renunciar a una causa primera nos deja del todo teóricamente satisfechos. Podemos
razonablemente asumir que el universo (es decir, el encadenamiento perpetuo de causas y efectos) ha existido
siempre y por tanto no ha comenzado nunca. A la pregunta ¿por qué existe «algo» y no más bien «nada»?
responderemos tranquilamente: ¿y por qué debería estar la «nada» antes del «algo»?, ¿acaso conocemos
alguna ocasión en la que haya habido «nada»?, ¿de dónde sacamos que pudo cierta vez no haber «nada»? En
los inicios de la filosofía el griego Parménides compuso un poema que sigue siendo quizá la reflexión más
profunda y enigmática de la que guardamos noticia. Allí dice que siempre hay algo, lo ha habido y lo habrá,
es decir que el «hay» es único para todo lo que existe y ni se hace ni se destruye, a diferencia de las cosas que
hay, todas las cuales -grandes o pequeñas- aparecen y desaparecen. Ese «hay» (traducido por los comentaris-
tas como «ser» o «el ser») no es ninguna de las cosas que hay ni puede pensarse sin ellas sino que permite
pensar a cada una porque es lo que todas tienen en común: un perpetuo aparecer y desaparecer que nunca ha
desaparecido ni desaparecerá. El ser no es nada sin las cosas pero las cosas no «son» sin el ser. Las
implicaciones e interpretaciones del poema de Parménides han ocupado a todos los metafísicos desde
entonces hasta nuestros días... y seguro que seguirá haciéndolo mientras los hombres sigan siendo capaces de
reflexionar. Pero tal reflexión no desvanece sino que agrava nuestras perplejidades. Porque si cada cosa
existente tiene su origen en otra y a su vez es causa de otras más en un proceso infinito, es decir que no tiene
comienzo, ¿cómo puede haber llegado hasta nosotros? ¿Cómo puede tener efectos ahora una serie causal que
no ha comenzado propiamente jamás? ¿Somos capaces de concebir el tiempo sucesivo de la causalidad
«menor» que conocemos dentro de la duración infinita de la causalidad universal que ni empieza ni acaba?
En nuestra tradición cristiana, la respuesta más popular a este embrollo es recurrir a un Dios creador.
Dejando aparte la respetable piedad de cada cual, se trata de intentar explicar algo que entendemos poco por
medio de lo que no entendemos nada. El universo y su origen son dificilísimos de comprender, ¡pero anda
que Dios...! La eternidad y la infinitud de Dios provocan el mismo desconcierto que la eternidad y la infinitud
del universo: si a la pregunta de por qué hay universo respondemos diciendo que lo ha hecho Dios, la
siguiente pregunta inevitable es por qué hay Dios o quién ha hecho a Dios. Si vamos a aceptar que Dios no
tiene causa, también podríamos haber aceptado antes que el universo no tiene causa y ahorrarnos ese viaje.
Algunos teólogos sostienen que Dios es causa sui, es decir una causa que se causa a sí misma, lo cual
contraviene los dos rasgos definitorios de lo que entendemos normalmente por causa: no es distinta sino
idéntica a su efecto y no es anterior sino simultánea con él. ¿Podemos entonces seguir llamando «causa» a
algo opuesto por definición a lo que habitualmente tenemos por «causa»?
El argumento intuitivo más común a favor de un Dios creador es el orden del cosmos, el cual
suponemos que sólo puede provenir de una Inteligencia ordenadora. En el apartado anterior ya hemos
indicado que tal «orden» bien puede provenir de la inteligencia del observador y no de un creador. Desde el
siglo XVIII se ha repetido muchas veces la metáfora del reloj: si encontramos al salir de casa un reloj,
suponemos que no se habrá hecho por casualidad sino que debe haber sido fabricado por un relojero; del
mismo modo, al comprobar los asombrosos engranajes de la maquinaria universal, tenemos que suponer que
ha sido fabricado por un hacedor de mundos, de inteligencia semejante a la humana aunque infinitamente
superior. Pero lo cierto es que tenemos experiencia de que los relojes los hace una inteligencia semejante a la
nuestra, mientras que carecemos de experiencia alguna de nadie que haga árboles, mares ni mucho menos
mundos. Por eso es irrefutable la protesta de David Hume en sus magníficos Diálogos sobre la religión
natural: «¿Me va a decir a mí alguien en serio que un universo ordenado tiene que provenir de algún
pensamiento y algún arte semejantes a los del hombre porque tenemos experiencia de ello? Para confirmar
este razonamiento se requeriría que tuviéramos experiencia del origen de los mundos, y desde luego no es
suficiente que hayamos visto que los barcos y las ciudades proceden del arte y la invención humanas»22. Y
otro pensador del siglo de las luces, Lichtenberg, también se indigna elocuentemente contra esta suposición:
«En las interpretaciones comunes sobre el Creador del mundo con frecuencia se entromete la insensatez
santurrona y afilosófica. El grito "¡cómo será quien creó todo esto!", no es muy superior al de "¡cómo será la
mina donde se encontró la luna!", pues por principio de cuentas habría que preguntarse si el mundo fue hecho
alguna vez, y después si el ser que lo hizo estaría en condiciones de construir un reloj de repetición con
hojalata... creo que no, esto sólo puede hacerlo un hombre. [...]. Si nuestro mundo fue creado alguna vez, lo
hizo un ser tan semejante al hombre como la ballena a las alondras. En consecuencia, no deja de asombrarme
que hombres famosos digan que un ala de mosca encierra más sabiduría que un reloj. La frase no dice más
que esto: la manera de hacer relojes no sirve para hacer un ala de mosquito; pero la forma de hacer alas de
mosquito tampoco sirve para hacer relojes de repetición»23.
Decir «Dios creó el mundo de la nada» es tan explicativo como afirmar «no sabemos quién hizo el
mundo, ni sabemos cómo pudo hacerlo». Pero cuando se refieren al tema del origen, los científicos suelen
incurrir en paradojas no muy distintas de las teológicas. Según la teoría del big bang, por ejemplo, el universo
se expande a partir de una explosión inicial, una singularidad irrepetible que no se dio en un punto del espacio
y un momento del tiempo sino a partir de la cual comenzó a abrirse el espacio y a correr el tiempo. Bueno,
pues tampoco resulta demasiado claro. Para que haya una explosión inicial, por metafórica que sea, algo debe
explotar en ella; quizá la explosión de ese «algo» sea el origen de las nebulosas, galaxias, agujeros negros y
demás objetos que mejor o peor conocemos (incluyéndonos nosotros mismos en el lote), pero entonces, ¿de
dónde salió ese «algo»?; si siempre estuvo ahí (es decir, en ninguna parte), ¿por qué ese «algo» explotó
cuando lo hizo y no antes o después? Etc., etc. Vistos los resultados de estas indagaciones, ¿no será mejor que
dejemos de hacernos tales preguntas o volvamos a los mitos para responderlas poéticamente? Pero ¿es que
acaso podemos dejar de hacérnoslas?
En su novela El resto es silencio el escritor guatemalteco Augusto Monterroso crea el perfil
humorístico de un pensador dado a las más graves meditaciones. Una de ellas dice así: «¡Pocas cosas como el
universo!». En efecto, lo único que parece evidente es que si hay tal cosa como una Cosa-Universo es
sumamente singular entre el resto de las cosas. Pero sin duda es precisamente ahí, en el universo, donde los
humanos somos y actuamos. Quizá debamos descender de lo cósmico y volver a ocuparnos de nuestros
pequeños quehaceres entre el cero y el infinito...
Da que pensar...
¿Por qué los humanos necesitamos un «mundo» en el que vivir y no sólo la realidad? ¿Cuáles son
los diferentes tipos de «mundo» en los que habitamos? ¿Cómo se asciende de uno a otro? ¿Cuáles fueron las
primeras respuestas dadas a la cuestión acerca del «universo» y de lo que en él existe? ¿Son los mitos meras
supersticiones ignorantes? ¿En qué se parecen los mitos a los principios propuestos por los primeros
filósofos? ¿Qué características ventajosas presenta la narración filosófica frente a la narración mítica?
¿Cuáles son las tres grandes preguntas básicas acerca del universo que se hacen los filósofos? ¿Cuáles son
las dos acepciones principales del concepto de «universo»? ¿Qué dificultades teóricas presenta cada una de
ellas? ¿Qué paradojas encierra plantear sobre lo inmenso las preguntas que hacemos sobre aquello que
podemos abarcar? ¿En qué consiste el «materialismo» filosóficamente comprendido? El universo ¿es ante
todo «cosmos» o «caos»? ¿Existe un «orden» en el universo? ¿Podemos desligar el concepto de «orden» de nuestras necesidades e intereses? ¿Puede estar lo que llamamos «orden» del universo determinado por
nuestra forma de conocer o incluso por nuestra forma de existir? ¿Qué es el «principio antrópico» y cuáles
son sus dos formulaciones? ¿Puede la causalidad que nos dice de dónde proviene cada objeto a nuestro
alcance aplicarse al universo
entero? ¿Es inexplicable que haya «algo» y no más bien «nada»? ¿Resuelve acudir a Dios nuestras
inquietudes teóricas sobre el origen de la realidad universal? ¿Es el universo semejante a un reloj, que
necesita su relojero? ¿Zanjan el big bang o las demás respuestas de los astrofísicos el problema del origen
del universo? Si el universo es una gran Cosa, ¿por qué no puede ser como el resto de las cosas que
conocemos?

Las preguntas de la VidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora