Los tanteos exploratorios buscando algún conocimiento cierto respecto a mi yo, a mi mente y/o mi
cuerpo me han traído muchas más perplejidades que certezas. Pero al menos mis pocas certezas han dejado de
ser ingenuas rutinas irreflexivas, mientras que mis perplejidades son ahora dudas filosóficas, es decir, lo
suficientemente estimulantes como para que no corra prisa deshacerme de ellas. Lo más seguro que sé
respecto a mí es que soy un ser parlante, un ser que habla (¡consigo mismo, para empezar!), alguien que
posee un lenguaje y que por tanto debe tener semejantes. ¿Por qué? Porque yo no he inventado el lenguaje
que hablo -me lo han enseñado, inculcado- y porque todo lenguaje es público, sirve para objetivar y compartir
lo subjetivo, está necesariamente abierto a la comprensión de seres inteligentes... hechos a mi imagen y
semejanza. El lenguaje es el certificado de pertenencia de mi especie, el verdadero código genético de la
humanidad.
Calma, no nos embalemos, no queramos saber demasiado rápido. Volvamos otra vez a la cuestión inicial (la filosofía avanza en círculos, en espiral, está siempre dispuesta a reincidir una y otra vez sobre las
mismas preguntas pero tomadas una vuelta más allá): ¿qué o quién soy yo? Probemos otra respuesta: soy un
ser humano, un miembro de la especie humana. O, como aseguró el dramaturgo romano Terencio, «soy
humano y nada de lo humano me es ajeno». De acuerdo -provisionalmente, claro- pero entonces ¿qué
significa ser humano? ¿En qué consiste eso «humano» con lo que me identifico?
Unos quinientos años a. de C., el gran trágico griego Sófocles incluye en su obra Antígona una
reflexión coral sobre lo humano que merece ser citada en extenso: «Muchas cosas existen y, con todo, nada
más asombroso que el hombre. Él se dirige al otro lado del espumoso mar con la ayuda del tempestuoso
viento sur, bajo las rugientes olas avanzando, y a la más poderosa de las diosas, a la imperecedera e
infatigable Tierra, trabaja sin descanso, haciendo girar los arados año tras año, al ararla con mulos. El hombre
que es hábil da caza, envolviéndolos con los lazos de sus redes, a la especie de los aturdidos pájaros, y a los
rebaños de agrestes fieras, y a la familia de los seres marinos. Por sus mañas se apodera del animal del campo
que va a través de los montes, y unce al yugo que rodea la cerviz al caballo de espesas crines, así como al
incansable toro montaraz. Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento, así como las civilizadas
maneras de comportarse, y también, fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los
desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo porvenir le encuentra falto de recursos. Sólo
de la Muerte no tendrá escapatoria. De enfermedades que no tenían remedio ya ha discurrido posibles
evasiones. Poseyendo una habilidad superior a lo que se puede uno imaginar, la destreza para ingeniar
recursos la encamina unas veces al mal y otras al bien»12.
En esta célebre descripción se acumulan todos los rasgos distintivos de la especie humana: la
capacidad técnica de controlar las fuerzas naturales, poniéndolas a nuestro servicio (la navegación, la
agricultura y hoy añadiríamos los viajes interplanetarios, la energía eléctrica y nuclear, la televisión, los
computadores, etc.); la habilidad para cazar o domesticar a la mayoría de los demás seres vivientes (aún se
resisten algunos microbios y bacterias); la posesión de lenguaje y del pensamiento racional (Sófocles insiste
en que el lenguaje lo han inventado los propios humanos para comunicarse entre sí, no les viene de fuera
como regalo de ninguna divinidad); el ingenio para guarecerse de las inclemencias climáticas (con
habitaciones y vestidos); la previsión del porvenir y sus amenazas, preparando de antemano remedios contra
ellas; la cura de muchas enfermedades (aunque no de la muerte, para la que no tenemos escapatoria posible);
y sobre todo la facultad de utilizar bien o mal tantas destrezas (lo cual supone previamente disposición para
distinguir el bien y el mal en las acciones o propósitos, así como capacidad de opción entre ellos, es decir: la
libertad). Pero quizá lo verdaderamente más humano sea el propio asombro del coro sofoclíteo ante lo
humano, esa mezcla de admiración, de orgullo, de responsabilidad y hasta de temor que las hazañas y
fechorías humanas (a estas últimas Sófocles no se refiere aquí demasiado, justo es decirlo, pero no olvidemos
que el fragmento corresponde a la narración de una estremecedora tragedia) despiertan en los hombres. El
principal destino de los humanos parece ser asombrarnos -¡para bien y para mal!- los unos de los otros.
También esta condición pasmosa del hombre queda destacada, y con un tono aún más jubiloso, en la
Oratio pro hominis dignitate («Discurso sobre la dignidad humana») que compuso en el siglo xv el florentino
Giovanni Pico della Mirandola, y que algunos consideran algo así como el manifiesto humanista del
Renacimiento. Pero Pico no sólo confirma el punto de vista de Sófocles sino que cree haber encontrado la
auténtica raíz de por qué el hombre es tan portentoso: «Me parece haber entendido por qué el hombre es el ser
vivo más dichoso, el más digno por ello de admiración y cuál es aquella condición suya que le ha caído en
suerte en el conjunto del universo, capaz de despertar la envidia no sólo de los brutos, sino de los astros, de
las mismas inteligencias supramundanas. ¡Increíble y admirable!»13. ¿A qué capacidad portentosa se refiere
el entusiasmado humanista?
El punto de vista de Pico es ciertamente original. Hasta entonces, los filósofos aseguraban que el
mérito de los humanos provenía de nuestra condición racional, de que estamos hechos a imagen y semejanza
de Dios, de que somos capaces de avasallar al resto de los seres vivos y cosas parecidas. Es decir,
encumbraban al hombre porque es algo más que el resto del mundo. Pero según Giovanni Pico, la dignidad
de nuestra condición nos viene de que somos algo menos que los demás seres creados. En efecto, todo lo que
existe, desde el arcángel hasta la piedra -pasando por las bestias más o menos despiertas, las plantas, el agua,
el fuego, etc.-, tiene su lugar prefijado por Dios en el orden del universo, que debe ocupar siempre, sea alto o bajo. A las cosas de este mundo no les queda más remedio que ser lo que son, o sea lo que Dios que las ha
hecho ha querido que sean. Todas las cosas, todos los seres están así prefijados de antemano... menos el
hombre.
Cuando hubo dispuesto ordenadamente todo el universo, el Supremo Hacedor se dirigió al primer
hombre y -¡según Pico della Mirandola!- le habló así: «No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni
un oficio peculiar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen, y los empleos que desees para ti, ésos los tengas
y poseas por tu propia decisión y elección. Para los demás, una naturaleza constreñida dentro de ciertas leyes
que les hemos prescrito. Tú, no sometido a ningún cauce angosto, te la definirás según tu arbitrio, al que te
entregué. Te coloqué en el centro del mundo, para que volvieras más cómodamente la vista a tu alrededor y
miraras todo lo que existe. Ni celeste ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como
modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás
degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma
decisión»14.
De modo que, según Pico, lo asombroso del hombre es que se mantiene abierto e indeterminado en
un universo donde todo tiene su puesto y debe responder sin excentricidades a lo que marca su naturaleza.
Dios ha creado todo lo que existe pero al hombre le ha dejado, por así decirlo, a medio crear: le ha concedido
la posibilidad de concluir en sí mismo la obra divina, autocreándose. Así que el hombre es también un poco
Dios porque se le ha otorgado la facultad de crear, al menos aplicada a sí mismo. Puede hacer mal uso de esa
discrecionalidad y rebajarse hasta lo vegetal o lo pétreo; pero también puede alzarse hasta lo angélico, hasta
la mismísima inmortalidad. ¡No cabe duda de que Pico della Mirándola es bastante más optimista que
Sófocles respecto a las capacidades humanas! Más adelante (en los capítulos sexto y séptimo de este libro)
tendremos que volver a reflexionar sobre algunos de los problemas que plantea esta visión renacentista de lo
humano, tan decidida y hasta arrogantemente moderna. Pero de momento nos basta aquí con destacar la
aportación de Pico al planteamiento que había hecho en su día el coro de Antígona. Según el trágico griego,
lo admirable del hombre -para «admirable» utiliza un término que también puede leerse como
«estremecedor», «terrible»- es lo que el hombre puede llegar a hacer con el mundo, sea por medio de la
técnica, la astucia o el lenguaje racional; pero el humanista florentino destaca sobre todo lo que el hombre
puede hacer consigo mismo y según la elección divinamente libre de su arbitrio o voluntad. Y notemos de
paso que para Pico la dignidad del hombre viene de que es el ser más «dichoso» o «afortunado» de la
creación... ¡algo desde luego que Sófocles nunca se hubiera atrevido a asegurar!
En cualquier caso, parece que siempre se ha intentado definir lo humano por contraposición (y
también por comparación) con lo animal y con lo divino. Es humano quien no es ni animal ni dios. En
nuestros días resulta bastante evidente que desde luego dioses no somos, en parte por nuestras patentes
deficiencias y en parte también porque ahora se cree en los dioses o en Dios bastante menos que en otras
épocas. Pero en cambio hay serias dudas respecto a que no seamos animales, y ni siquiera animales tan
especiales o distintos de los demás como nos gustaría suponer. Que entre los animales y los seres humanos
existen semejanzas e incluso cierta forma de parentesco es cosa evidente, aunque no sea más que por el
derroche de elocuencia que se ha hecho a través de los siglos para dejar claro que no somos animales. Nadie
se ha molestado nunca en cambio en probar que no somos piedras o plantas... Por otra parte, en las fábulas
tradicionales de casi todos los países aparecen los animales ejemplificando ciertas virtudes que a los humanos
nos gustaría poseer: coraje, fidelidad, prudencia, astucia, etc., por ejemplo, el toro, el perro, el lince, el águila,
etc. Y también se muestra reprobación por los viciosos insultándoles con nombres de animales: al ignorante
se le llama «asno», al sucio o lascivo «cerdo», al cobarde «gallina» y a los enemigos «perros» o «ratas». Estas
comparaciones positivas o negativas son una forma de reconocer similitudes reveladoras (¡aunque en buena
parte imaginarias!), al tiempo que expresan el siempre latente temor a que se nos confunda con las demás
bestias.
Sin embargo, desde que Darwin hizo pública su teoría de la evolución humana a partir de otras
formas de vida animal, nuestra filiación zoológica se ha convertido en doctrina científica casi universalmente
acatada. Digo «casi» porque aún hay obstinados que por razones religiosas se niegan a asumir este origen
poco ilustre. Es curioso constatar que en la mayoría de las creencias religiosas se da siempre una mezcla de
humildad y orgullo: debemos someternos a Dios, pero esa sumisión nos vincula a la divinidad y nos eleva por
encima del resto de los seres naturales. En la época moderna los humanos hemos tenido que asumir tres
grandes humillaciones teóricas, las tres vinculadas a la ciencia y las tres frontalmente opuestas a dogmas religiosos. La primera tuvo lugar en los siglos XVI y XVII por obra de Copérnico, Kepler y Galileo: la Tierra,
el planeta humano, fue desplazada del centro del universo y perdió su majestuosa inmovilidad privilegiada
para ponerse a girar en torno al sol. La segunda ocurrió en el siglo XIX: Darwin demostró de manera bastante
convincente que nuestra especie es una más en el conjunto de los seres vivientes y que no hemos sido creados
directamente por ningún Dios a su imagen y semejanza sino que provenimos por mutaciones azarosas de una
larga serie genética de mamíferos antropoides. La tercera humillación nos la infligió Sigmund Freud, a finales
del siglo pasado y comienzos del nuestro, al convertir nuestra mismísima conciencia o alma en algo complejo
y nada transparente, traspasado por impulsos inconscientes de los que no somos dueños. En los tres casos
perdemos algún rasgo de excepcionalidad que nos enorgullecía y para el que se habían buscado fundamentos
teológicos: cada vez nos parecemos más a lo que no queremos ser...
Sin embargo, por mucho que aceptemos hoy la indudable continuidad entre lo animal y lo humano,
no por ello parecen haberse borrado ni mucho menos las diferencias fundamentales que justifican aún ese
«asombro» ante el hombre expresado por el coro de Sófocles o por Pico della Mirandola. Como señalamos en
el capítulo anterior, una cosa es decir que algo -una capacidad, un ser- provenga o emerja de otro algo -un
proceso fisiológico, un antropoide- y otra muy distinta asegurar que ambos son idénticos, que el primero no
es más que el segundo o se reduce a él. Que los seres humanos seamos también animales y que en cuanto
especie debamos buscar nuestros parientes entre las bestias y no entre dioses o ángeles (no hemos caído del
cielo, sino que hemos brotado del suelo, como ya algunas mitologías indicaron) no impide que constatemos
rasgos característicos en lo humano que determinan un auténtico salto cualitativo respecto a nuestros
antepasados zoológicos. Señalarlos con precisión es importante (¡aunque nada fácil!), no por afán de seguir
perpetuando así jirones de nuestra maltrecha superioridad excepcional del pasado sino para -bueno o malo-
comprender mejor lo que efectivamente somos. De modo que ahora las preguntas serán: si no basta
clasificarnos simplemente como animales, ¿qué más somos? ¿Hay algo que distinga radicalmente, en
profundidad, al animal humano del resto de los animales?
Tradicionalmente se ha hablado del ser humano como de un «animal racional». Es decir, el bicho
más inteligente de todos. No es sencillo precisar de forma elemental qué entendemos por razón (aunque algo
hemos intentado en el capítulo segundo), de una forma lo suficientemente amplia como para que los animales
no queden excluidos de ella de antemano. Como muy bien ha señalado el filósofo inglés Roger Scruton, «las
definiciones de la razón y de la racionalidad varían grandemente; varían tanto como para sugerir que,
mientras pretenden definir las diferencias entre hombres y animales en términos de razón, los filósofos están
en realidad definiendo la razón en términos de la diferencia entre hombres y animales»15. Digamos como
primera aproximación que la razón es la capacidad de encontrar los medios más eficaces para lograr los fines
que uno se propone. En este sentido resulta evidente que también los animales tienen sus propias razones y
desarrollan estrategias inteligentes para conservar sus vidas y reproducir su especie. Desde luego ningún
animal fabrica bombas atómicas ni maneja ordenadores, pero ¿es por falta de inteligencia o porque no los
necesitan?, ¿podemos decir que demuestra poca inteligencia hacer solamente lo imprescindible para vivir sin
buscarse mayores complicaciones? He aquí una primera diferencia entre la inteligencia de los animales y la
de los seres humanos: a los animales, la inteligencia les sirve para procurarse lo que necesitan; en cambio a
los humanos nos sirve para descubrirnos necesidades nuevas. El hombre es un animal insatisfecho, incapaz de
satisfacer unas necesidades sin ver cómo otras apuntan en el horizonte de su vida. Por decirlo de otro modo:
la razón animal busca los mejores medios para alcanzar ciertos fines estables y determinados, mientras que la
razón humana busca medios para lograr determinados fines y también nuevos fines, aún inciertos o
indeterminados. Quizá sea esta característica lo que apuntaba Pico della Mirandola en su descripción de la
dignidad humana...
En los animales la inteligencia parece estar exclusivamente al servicio de sus instintos, que son los
que les dirigen hacia sus necesidades o fines vitales básicos. Es decir que su conducta sólo responde a un
cuadro de situaciones que vuelven una y otra vez -necesidad de alimento, de apareamiento, de defensa, etc.-,
cuya importancia proviene de la vida de la especie y no de la elección de cada uno de los individuos. La
inteligencia al servicio de los instintos funciona con gran eficacia, pero nunca inventa nada nuevo. Sin duda
algunos primates descubren trucos ingeniosos para conseguir comida o protegerse del enemigo y hasta logran
difundirlos por su grupo. Pero la base de sus afanes se atiene invariablemente a la pauta instintiva elemental.
Los humanos, en cambio, utilizamos la inteligencia tanto para satisfacer nuestros instintos como para
interpretar las necesidades instintivas de nuevas formas: de la necesidad de alimento derivamos la diversidad gastronómica, del apareamiento llegamos al erotismo, del instinto defensivo desembocamos en la guerra, etc.
En los animales cuenta mucho la especie, el beneficio de la especie, la experiencia genéticamente acumulada
de la especie y muy poco o nada los objetivos particulares del individuo o su experiencia privada. Los
animales parecen nacer sabiendo ya mucho más de lo que aprenderán en su vida, mientras que los humanos
se diría que aprendemos casi todo y no sabemos casi nada en el momento de nacer. Para marcar esta
diferencia, algunos hablan de «conducta» animal (predeterminada) frente a «comportamiento» humano
(indeterminado, libre), aunque probablemente estos distingos terminológicos no sean demasiado
esclarecedores.
Lo cierto es que los animales aciertan con gran frecuencia en lo que hacen siempre que no se les
presenten excesivas novedades, mientras que los humanos tanteamos y nos equivocamos mucho más pero en
cambio sabemos responder mejor a cambios radicales en las circunstancias. Si a un animal particular le da
mal resultado el instinto de su especie, difícilmente logrará sustituirlo por algo que él mismo haya aprendido
o inventado. Lo ejemplifica con mucha gracia el humorista gallego Julio Camba al hablar de la pesca del
«lingueirón», un marisco parecido a la navaja. El lingueirón vive enterrado en la arena de las playas, dejando
un pequeño agujero como salida de su madriguera. Cuando sube la marea, sale de la arena para alimentarse.
Se le pesca poniendo un granito de sal en el agujero bajo el que espera, haciéndole creer así que ya está
cubierto por el agua de mar y provocando su salida. «Yo llegué -cuenta Julio Camba- a desconcertar de tal
modo a un pobre lingueirón a fuerza de pescarle durante todo el verano que, cuando subía la marea, el infeliz
se creía que yo le había puesto un grano de sal, y cuando yo le ponía un grano de sal se figuraba que había
subido la marea. Perdida la confianza en su instinto, aquel desdichado lingueirón se había convertido casi en
un ser pensante y no acertaba ni por casualidad16.» Bromas aparte, lo cierto es que -puesto en el difícil brete
de aquel lingueirón, para quien Camba fue una suerte de «genio maligno» cartesiano- un humano hubiera in-
ventado algo para verificar la subida de la marea... o se las habría arreglado para cambiar de hábitos y de régi-
men de alimentación.
Hasta aquí estamos comparando animales y humanos desde un punto de vista más bien
antropocéntrico. Pero ¿qué dicen los que consideran a unos y a otros desde una perspectiva zoológica?
Aunque nos ha gustado siempre autoelogiarnos, llamando a nuestra especie primero Homo habilis y luego
Homo sapiens, lo cierto es que no son nuestras habilidades técnicas ni nuestra sabiduría en lo que se fijan
como criterio diferencial quienes nos han estudiado como una variedad más de mamíferos superiores.
¡Después de todo, resulta que compartimos con los chimpancés el noventa y tantos por ciento de nuestra do-
tación cromosómica! En 1991 un equipo de primatólogos (es decir,, estudiosos de los primates) estableció
una serie de rasgos distintivos de los grupos humanos frente a los de nuestros más próximos allegados
zoológicos17. El primero de ellos es que, tanto si abandonan su grupo familiar como si no y sean machos o
hembras, los humanos adultos conservan a lo largo de toda su vida lazos afectivos con sus parientes más
próximos. Los demás primates, en cambio, sólo permanecen ligados a sus consanguíneos en tanto siguen
formando parte del mismo grupo y sólo con los que son de su mismo sexo. Entre los otros primates, la
organización social o bien está basada en la pareja monógama -es el caso de los gibones o los orangutanes- o
bien forman una banda en la que todas las hembras están monopolizadas por el macho que ocupa la jefatura,
como entre los gorilas (quizá la única excepción sean los inteligentes chimpancés bonobos, que según
cuentan logran desarrollar una vida tribal de envidiable promiscuidad sexual). Pero sólo los humanos hacen
compatible la monogamia con la vida en grupo, probablemente porque mantienen relaciones con sus hijos de
ambos sexos incluso después de alcanzada la madurez. También establecen relaciones de cooperación
intergrupal y de especialización en la búsqueda de alimentos, defensa, etc., desconocidas entre los demás
primates. Sobre todo lo más característico es que son los únicos capaces de conservar relaciones significativas
incluso en ausencia de aquellos con quienes se relacionan, es decir, más allá de los límites efectivos del grupo
o tribu. En una palabra, son capaces de acordarse socialmente de los otros incluso aunque no vivan con ellos.
¿Qué conclusiones podemos sacar de todo esto? Parece ser que los restantes primates -y mucho más
todavía otros animales- viven como incrustados o hundidos en el medio vital que les es propio (Georges
Bataille, en su Teoría de la religión, dice que están «como el agua en el agua»). Permanecen como
irremediablemente adheridos a los semejantes con que conviven y al objetivo de sus instintos, a lo que
necesitan buscar para sobrevivir y reproducirse. No son capaces de distanciarse de quienes les rodean ni de lo que forma parte de las necesidades de su especie. Constituyen un continuo con lo que necesitan y apetecen,
incluso con aquello de lo que huyen porque les amenaza: no pueden ver nada objetivamente, en sí mismo,
desgajado de los afanes propios de su especie. El biólogo Johannes von Uexküll decía que en el mundo de
una mosca encontramos sólo «cosas de mosca» y en el mundo de un erizo de mar sólo «cosas de erizo de
mar». En cambio los humanos parece que tenemos la capacidad de distanciarnos de las cosas, de despegarnos
biológicamente de ellas y verlas como objetos con sus propias cualidades, que muchas veces en nada se
refieren a nuestras necesidades o temores. Por eso algunos filósofos contemporáneos (Max Scheler, entre
otros, en su interesante e influyente libro El puesto del hombre en el cosmos) distinguen entre el medio propio
en el que habitan los animales y el mundo en el que vivimos los humanos (del que intentaremos ocuparnos
más en el próximo capítulo). En el medio animal no hay nada neutral, todo está a favor o en contra de lo que
pide la especie para perpetuarse; en el mundo humano en cambio cabe cualquier cosa, incluso lo que nada
tiene que ver con nosotros, o lo que ya no tiene que ver, lo que perdimos, lo que aún no hemos conseguido.
Es más, la posibilidad de ver las cosas objetivamente, como reales en sí mismas (un pensador español
contemporáneo, Xabier Zubiri, define al hombre como «un animal de realidades») se extiende hasta el punto
de objetivar nuestras propias necesidades y reinterpretar las exigencias biológicas de nuestra especie... ¡es
decir, hasta el punto de distanciarnos de nosotros mismos! Los humanos podemos estudiar las cosas del
mundo en sí mismas y nuestra propia condición objetiva como ingrediente del mundo real, mientras que no
parece que pueda haber animales zoólogos...
En algunos zoos hay una sección especial dedicada a los animales que desarrollan su actividad
durante la noche. En terrarios especialmente acondicionados se han recreado sus condiciones de vida y se ha
invertido por medio de juegos de luz el tiempo real, de modo que los bichos creen que es de día cuando es de
noche y viceversa. De ese modo los visitantes pueden observar a los murciélagos, búhos y otros seres
semejantes en acción. Pues bien, en un ensayo que ha adquirido cierta notoriedad, Thomas Nagel se pregunta
«cómo será eso de sentirse murciélago»18. Por supuesto, lo que intriga a Nagel no es qué sentiría él mismo, o
usted o yo, que somos humanos, volando velocísimamente a ciegas con la boca abierta, dirigiéndonos por un
radar de ultrasonidos, colgando cabeza abajo del techo sujetos por nuestros pies o alimentándonos con una
dieta de insectos. A esta pregunta trivial, la respuesta no menos obvia es que nos sentiríamos muy raros. Pero
esa extrañeza provendría de que no somos murciélagos y sin embargo actuaríamos como tales. Lo que Nagel
se pregunta no es qué puede sentir un humano convertido en murciélago, sino a qué se parece ser
murciélago... ¡para los murciélagos! (también podríamos preguntar, por ejemplo, qué se siente siendo
lingueirón, sobre todo antes de que llegue un Julio Camba y nos engañe). Es imposible dar respuesta a la
pregunta, porque para ello deberíamos tener no sólo la peculiar dotación sensorial de murciélagos o
lingueirones, sino también compartir su mismo medio ambiente. Y aunque estemos juntos, nuestros medios
son radicalmente distintos. Mejor dicho: nosotros estamos presentes en su medio como interferencias, sin
otra entidad que la repulsión o el obstáculo que suponemos para sus vidas, mientras que ellos habitan nuestro
mundo como seres independientes y por tanto distintos de las reacciones (miedo, agrado, etc.) que despiertan
en nosotros. Lo cierto en cualquier caso es que nos resultaría imposible reproducir en un zoológico
imaginario las condiciones de vida del Homo sapiens, su medio natural. Nuestro medio natural es el conjunto
de todos los medios, un mundo hecho con todo lo que hay y también con lo que ya no hay y con lo que aún
no hay. Un mundo que cambia además cada poco trecho. El modo de vida no sólo de los murciélagos y de los
lingueirones, sino incluso de los chimpancés y otros animales que se nos parecen mucho más, es
esencialmente el mismo aunque vivan separados por miles de kilómetros; en cambio, unos cuantos cientos de
metros bastan para cambiar de forma notabilísima los comportamientos de los grupos humanos, aunque todos
también pertenezcamos a la misma especie biológica. ¿Por qué?
Sobre todo, por la existencia del lenguaje. El lenguaje humano (cualquier lenguaje humano) es más
profundamente distinto de los llamados lenguajes animales que la propia fisiología humana de la de los
demás primates o mamíferos. Gracias al lenguaje cuentan para los humanos aquellas cosas que ya no existen,
o que todavía no existen... ¡incluso las que no pueden existir! Los llamados lenguajes animales se refieren
siempre a las finalidades biológicas de la especie: la gacela previene a sus semejantes de la cercanía del león
o de un incendio, los giros de la abeja informan a sus compañeras de panal de dónde y a qué distancia se
hallan las flores que deben libar, etc. Pero el lenguaje humano no tiene un contenido previamente definido,
sirve para hablar de cualquier tema -presente o futuro-, así como para inventar cosas que aún no han ocurrido
o referirse a la posibilidad o imposibilidad de que ocurran. Los significados del lenguaje humano son
abstracciones, no objetos materiales. En uno de sus viajes imaginarios, el Gulliver de Jonathan Swift
encuentra un pueblo cuyos habitantes quieren ser tan precisos que, en vez de hablar, llevan en un saco todas las cosas a las que quieren referirse y las van sacando frente a los otros para comunicar su pensamiento.
Procedimiento que no deja de presentar problemas porque, como señaló el gran lingüista contemporáneo Ro-
man Jakobson, supongamos que quien va a referirse a todas las ballenas del mundo logra transportar en su
saco a tantos cetáceos; aun entonces, ¿cómo logrará decir que son «todas»? En el terreno emocional, las difi-
cultades no son menores: el antílope que vigila en un rebaño puede alertar a los demás de la presencia temible
de un león, pero ¿cómo podría decirles en ausencia del depredador que él tiene miedo de los leones o que cree
que el león no es tan fiero como lo pintan?, ¿cómo podría gastarles la broma de anunciar un león que no
existe o recordar lo feroz que parecía el león de la semana pasada? Y sin embargo este tipo de reflexiones
forman parte esencial de lo que llamamos el «mundo» de los humanos.
Los llamados lenguajes animales (tan radicalmente distintos del nuestro que francamente parece
abusivo denominarlos también «lenguajes») mandan avisos o señales útiles para la supervivencia del grupo.
Sirven para decir lo que hay que decir, mientras que lo característico del lenguaje humano es que sirve para
decir lo que queremos decir, sea lo que fuere. Este «querer decir» es precisamente lo esencial de nuestro
lenguaje. Cuando oímos una frase en un idioma desconocido nos preguntamos qué querrá decir. Puede que
no sepamos esa lengua, pero lo que sabemos muy bien es que esos sonidos o esas letras escritas revelan una
voluntad de comunicación que las hermana con la lengua que nosotros mismos manejamos. El hecho de
compartir la posesión de un lenguaje (de un querer decir sin referencia vital clausurada, que puede hablar de
lo posible y de lo imposible, de lo actual, lo pretérito o lo porvenir, que puede tratar incluso del habla misma -
como estamos haciendo aquí, como ningún otro animal puede hacer- y sirve para debatir argumentos,
mientras que los animales avisan o amenazan pero no «discuten») es el rasgo específico más propio de
nuestra condición (junto al sabernos mortales): tiene mucha más importancia eso que nos asemeja a cualquier
otro ser humano, la capacidad de hablar, que lo que nos separa, el utilizar idiomas diferentes.
Ese «querer decir» es decisivo incluso en el aprendizaje del propio lenguaje. Los estudiosos que han
intentado enseñar a chimpancés rudimentos de comunicación lingüística por medio de cartulinas con dibujos
(a veces con resultados notables, como los obtenidos por los Premack con su famosa mona Sarah) señalan
siempre la falta de iniciativa simbólica de los primates y su desinterés por lo que se les fuerza laboriosamente
a aprender. Llegan a decir cosas a pesar de ellos mismos, estimulados por recompensas pero sin mostrar
ningún gusto personal por la habilidad adquirida. Lo que les interesa no es comunicarse sino lo que les dan
por comunicarse. Los niños, en cambio, se abalanzan sobre la posibilidad comunicativa que les abren las
palabras, no aprenden de forma meramente receptiva sino que participan activa y atropelladamente en su
propio adiestramiento verbal, como si estuviesen hirviendo ya de cosas que decir y les faltara tiempo para
saber cómo. A diferencia de leer o escribir, ningún niño se resiste a aprender a hablar ni hay que ofrecerle
premio alguno por llevar a cabo lo que bien mirado no es pequeña proeza. Tal parece que los niños aprenden
a hablar porque a las primeras de cambio se les despierta la intención de hablar, que es precisamente lo que
falta a los demás primates, por despiertos que sean.
Se diría que el ser humano tiene el propósito de comunicarse simbólicamente aun antes de disponer
de los medios. Quizá el único ejemplo relativamente en contra es el niño criado entre animales en el Aveyron
al que el pedagogo del siglo XVIII Jean Itard intentó enseñar a hablar, lo cual puede indicar que la primera
apetencia de comunicación humana la recibimos del crecer entre humanos. Nada indica mejor este
entusiasmo por el lenguaje de los niños en cuanto conocen el mundo comunicable que les abre la palabra que
los mismos errores cometidos en el aprendizaje, los cuales no demuestran falta de memoria o atención sino al
contrario una espontánea vehemencia que se adelanta a lo que se les enseña demasiado pausadamente.
Sánchez Ferlosio cuenta que cuando su hija era pequeña dijo al abrir una manzana taladrada por gusanos que
tenía «tuberías». Esta ingenuidad no revela una torpe equivocación sino la asociación fulgurante entre
significados que busca abrirse camino expresivo a mayor velocidad de la que se emplea en aprender el
vocabulario...
Como hemos apuntado, lo característico del lenguaje humano no es permitir expresar emociones
subjetivas -miedo, ira, gozo y otros movimientos anímicos que también suelen revelarse por gestos o
actitudes, como puede hacer cualquier animal- sino objetivar un mundo comunicable de realidades
determinadas en el que otros participan conjuntamente con nosotros. A veces se dice que una mueca o un
encogimiento de hombros pueden ser más expresivos que cualquier mensaje verbal. Quizá sean más
expresivos de lo que nos pasa interiormente pero nunca comunican mejor lo que hay en el exterior. La
principal tarea del lenguaje no es revelar al mundo mi yo sino ayudarme a comprender y participar en el
mundo.
Gracias al lenguaje, los humanos no habitamos simplemente un medio biológico sino un mundo de
realidades independientes y significativas incluso cuando no se hallan efectivamente presentes. Como ese
mundo que habitamos depende del lenguaje que hablamos, algunos lingüistas (Edward Sapir y Benjamin L.
Whorf son los más destacados) han supuesto que cada uno de los idiomas abre un mundo diferente, de lo cual deducen algunos relativistas actuales que cada grupo de hablantes tiene su propio universo, más o menos
cerrado para quien no conoce su lengua. Pero parece que exageran bastante. El antropólogo Rosch aportó a
este respecto un experimento interesante en sus trabajos sobre los dani de Nueva Guinea. Este pueblo habla
un idioma en el que no hay más que dos términos para el color: uno nombra los tonos intensos y cálidos, otro
los pálidos y fríos. Rosch les sometió a una prueba, consistente en identificar cuarenta muestras de tintes y
claridades diferentes, primero nombrando cada una de ellas y luego volviendo a identificarla entre las demás
después de un breve alejamiento. Los dani lo pasaron mal para nombrar cada uno de los matices que se les
ofrecían, pero no tuvieron mayores dificultades a la hora de volver a reconocerlos entre los otros. Y es que el
lenguaje -todo lenguaje, cualquier idioma- nos permite tener un mundo, pero una vez adquirido éste no lo
cierra a las aportaciones de nuestros sentidos ni mucho menos a la voluntad de comprender e intercambiar
comunicación con nuestros semejantes. Por eso lo más humano de un idioma es que lo esencial de sus
contenidos puede ser traducido a cualquier otro: no hay querer decir sin querer entender y hacerse entender...
Desde luego, el lenguaje humano está también rodeado de enigmas... ¡como todo lo que nos interesa
de verdad! El primero de ellos es el propio origen del lenguaje. Si lo distintivo de los humanos es la palabra,
¿cómo llegamos a obtenerla? ¿Inventaron los primeros humanos el lenguaje? Entonces es que ya eran
humanos desde antes de tenerlo, pero humanos sin lenguaje, lo cual contradice todo lo que sabemos hoy
sobre nuestra especie. ¿Fueron unos primates prehumanos los inventores del habla? ¿Pero cómo pudieron
esos animales desarrollar un mundo simbólico tan alejado de la animalidad como tal, hazaña que parece
requerir la inteligencia plenamente evolucionada que suponemos brotada precisamente del intercambio
lingüístico? En fin, que si es el lenguaje lo que nos hace humanos, los humanos no han podido inventar el
lenguaje... ¡pero aún nos resulta más increíble que lo inventasen otros animales, o que nos lo enseñaran unos
extraterrestres llegados hace milenios (¿cómo empezaron a hablar tales extraterrestres?) o unos dioses con
aficiones gramaticales! Lo más cuerdo -aunque tampoco demasiado clarificador- es suponer que se dio una
interacción entre comienzo del lenguaje y comienzo de la humanidad: ciertos gritos semianimales fueron
convirtiéndose en palabras y a la vez ciertos primates superiores fueron humanizándose cada vez más. Lo uno
influyó en lo otro y viceversa. A finales del siglo pasado, el gran lingüista Otto Jespersen supuso que al
principio lo que hubo fueron exclamaciones emotivas o quizá frases rítmicas, musicales, que expresaban
sentimientos o afanes colectivos (algo parecido había insinuado ya Juan-Jacobo Rousseau en el siglo XVIII):
el paso decisivo, dice Jespersen, fue cuando «la comunicación prevaleció sobre la exclamación». Cabría
preguntarle: «Y eso, ¿cómo ocurrió? Porque es precisamente lo que quisiéramos saber...».
En cualquier caso, resulta evidente que tenía razón Ernst Cassirer -otro de los pensadores
contemporáneos más destacados- cuando afirmó que «el hombre es un animal simbólico19
». ¿Qué es un
símbolo? Es un signo que representa una idea, una emoción, un deseo, una forma social. Y es un signo
convencional, acordado por miembros de la sociedad humana, no una señal natural que indica la existencia de
otra cosa como el humo señala dónde hay fuego o las huellas de una fiera apuntan a la fiera que ha pasado por
ahí. En los símbolos los hombres se ponen de acuerdo para referirse o comunicar algo, por eso deben ser
aprendidos y por eso también cambian de un lugar a otro (lo que no ocurre con señales como el humo o las
huellas). Las palabras o los números son los ejemplos más claros de símbolos pero en modo alguno los
únicos. También ciertos seres u objetos pueden ser cargados por los hombres con un valor simbólico: el árbol
de Gernika, por ejemplo, es una planta como otras y además el símbolo de los fueros del pueblo vasco; la luz
verde y la luz roja de un semáforo representan la autorización para cruzar la calle o la orden de esperar; la
difunta Lady Di se ha convertido en símbolo para muchos de diversas virtudes, etc. Cualquier cosa natural o
artificial puede ser un símbolo si nosotros queremos que lo sea, aunque no haya ninguna relación aparente ni
parecido directo entre lo que materialmente simboliza y lo que es simbolizado: que una flecha marque el
camino a seguir podría deducirlo quizá quien sabe cómo vuelan las flechas, pero nadie será capaz de adivinar
por sí solo que el negro es el color del luto (de hecho, en algunos países orientales es el blanco) o que
«perro», «chien» y «dog» son nombres para la misma especie animal. Los símbolos se refieren sólo
indirectamente a la realidad física y sin embargo apuntan directamente a una realidad mental, pensada,
imaginada, hecha de significados y de sentidos, en la que habitamos los humanos exclusivamente como
humanos y no como primates mejor o peor dotados. Los mitos, las religiones, la ciencia, el arte, la política, la
historia, desde luego también la filosofía... todo son sistemas simbólicos, basados en el sistema simbólico por
excelencia que es el lenguaje. La vida misma, que tanto apreciamos, o la muerte, que tanto tememos, no son
sólo sucesos fisiológicos sino también procesos simbólicos: por ello algunos están dispuestos a sacrificar su
vida física en defensa de sus símbolos vitales y hay muertes simbólicas a las que tememos aún más que al
mero fallecimiento de nuestro cuerpo. Como dijo un poeta, Charles Baudelaire, habitamos en fórets de
symboles: las selvas humanas por las que vagamos están hechas de símbolos.
Nuestra condición esencialmente simbólica es también la base de la importancia de la educación en
nuestras vidas. Hay cosas -v. gr.: que el fuego quema, que el agua moja- que podemos aprender por nosotros
mismos, pero los símbolos nos los tienen que enseñar otros humanos, nuestros semejantes. Quizá por eso
somos los primates con una infancia más prolongada, porque necesitamos mucho tiempo para hacernos con
todos los símbolos que después configurarán nuestro modo de existencia. En cierto modo, siempre seguimos
siendo niños porque nunca dejamos de aprender símbolos nuevos... Y el desarrollo de la imaginación
simbólica determina nuestra forma de mirarlo todo, hasta el punto de que a veces creemos descubrir símbolos
incluso allí donde no los ha podido establecer ningún acuerdo humano.
Como nuestra principal realidad es simbólica, experimentamos a veces la tentación de creer que todo
lo real es simbólico, que todas las cosas se refieren a un significado oculto que apenas podemos vislumbrar.
En Moby Dicky la obra maestra de Hermán Melville, cuando un miembro de su tripulación le reprocha al
capitán Ahab perseguir al cachalote blanco como si éste fuese el Mal encarnado, pese a que no se trata más
que de una mera bestia sin designio racional, Ahab le responde así: «Todos los objetos visibles, hombre, no
son más que máscaras de cartón. Pero en todo acontecimiento, en el hecho viviente, hay siempre algo
desconocido, aunque razonante, que proyecta su sombra desde detrás de las máscaras que no razonan. Si el
hombre quiere golpear ¡que golpee a través de la máscara! ¿Cómo puede el prisionero abrirse paso, si no es a
través de la pared? Para mí, el cachalote blanco es esa pared, traída ante mí. A veces pienso que es ella lo
único que existe...». A los oídos sensatos del contramaestre Starbuck, estas palabras de Ahab suenan como
una locura. Y aquí está el gran problema: ¿podemos llegar a saber nunca del todo lo que es simbólico y lo que
no lo es, hasta dónde llega la convención, dónde acaba lo que tiene significado interpretable y dónde empieza
lo que no puede alcanzar más que simple descripción o explicación? Porque en delimitar bien estos campos
puede irnos la diferencia entre lo cuerdo y lo demente o alucinado.
Hemos de volver más adelante por extenso sobre las cuestiones que plantea este animal simbólico a
cuya rara especie pertenecemos (en el caso de que tú, lector, seas también humano como yo, lo que deduzco
del hecho de que me estés ahora leyendo). Pero quizá antes sea preciso preguntarse por ese mundo mismo en
el que vivimos simbólicamente. Tras haber intentado responder dubitativamente a la pregunta «¿quién soy?,
¿quienes somos?», sobre las que tendremos que regresar., pasemos por un momento a otras interrogaciones:
¿dónde estamos?, ¿cómo hemos llegado aquí?, ¿qué es el mundo?
Da que pensar...
¿Por qué es el lenguaje la prueba de que no soy el único ser pensante que existe? ¿Qué quiero decir
al afirmar que pertenezco a la especie humana? ¿En qué sentido dice Sófocles que el hombre es lo más
admirable que existe sobre la tierra? ¿Le parece el hombre sólo algo estupendo o también algo temible y
trágico? ¿Cuál es la originalidad del humanismo de Pico della Mirandola? ¿Es el hombre grande por lo que
tiene de más o por lo que tiene de menos frente a otros seres vivientes? ¿Tememos los humanos que nos
confundan con los animales? ¿Cuáles son los argumentos que demuestran nuestro parentesco con ellos?
¿Basta la zoología para comprender lo humano? ¿En qué difiere nuestra inteligencia de la inteligencia de
los otros bichos? ¿Somos más listos que ellos? ¿Estamos más satisfechos que ellos con lo que obtenemos?
¿Hay diferencia entre «conducta» animal y «comportamiento» humano, entre habitar en un «medio
ambiente» y tener un «mundo»? ¿Podemos hacernos idea de lo que es ser un murciélago o un lingueirón? Si
en el medio animal no hay más que seres o cosas presentes, ¿caben en el mundo humano los seres y las cosas
ausentes, las probables, las imposibles? ¿En qué se diferencia el lenguaje humano de los lenguajes
animales? ¿Son uno y otros «lenguaje» en el mismo sentido de la palabra? ¿Por qué es más importante lo
que los humanos «quieren decir» que lo que dicen? ¿Qué caracteriza el aprendizaje por los niños del
lenguaje? ¿Por qué somos «animales simbólicos»? ¿Son naturales los símbolos o convencionales? ¿Es lo
mismo «símbolo» que «palabra»? ¿Sirve el lenguaje para expresarnos o para comunicarnos? ¿Tiene cada
lenguaje su mundo propio, incomprensible para los demás? ¿Podemos creer que quizá son símbolos todas
las realidades que existen en el mundo?
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Las preguntas de la Vida
Non-fictieFernando Savater Todos los derechos reservados a su autor