El hombre habita en el mundo. «Habitar» no es lo mismo que estar incluido en el repertorio de seres
que hay en el mundo, no es simplemente estar «dentro» del mundo como un par de zapatos están dentro de su
caja, ni siquiera poseer un mundo biológico propio como el murciélago o cualquier otro animal. Para nosotros
los humanos, el mundo no es sencillamente el entramado total de los efectos y las causas sino la palestra llena
de significado en la que actuamos. «Habitar» el mundo es «actuar» en el mundo; y actuar en el mundo no es
solamente estar en el mundo, ni moverse por el mundo, ni reaccionar a los estímulos del mundo. El
murciélago o cualquier otro animal responde a su mundo de acuerdo con un programa genético propio de las
necesidades evolutivas de su especie. Los humanos no sólo respondemos al mundo que habitamos sino que
también lo vamos inventando y transformando de una manera no prevista por ninguna pauta genética (por eso
las acciones de los aborígenes australianos no son iguales a las de los aztecas o a las de los vikingos). Nuestra
especie no está «cerrada» por el determinismo biológico sino que permanece «abierta» y creándose sin cesar
a sí misma, como anunció Pico della Mirandola. Cuando hablo de «crear» no me estoy refiriendo a «sacar
algo de la nada», como un prestidigitador saca un conejo del sombrero aparentemente vacío (digo
«aparentemente» porque se trata de un truco, un engaño: ilusionismo), sino que me refiero a «actuar» en el
mundo y a partir de las cosas del mundo... ¡pero cambiando en cierta medida el mundo!
La cuestión importante ahora es determinar qué es la acción y qué significa actuar. No es ni mucho
menos lo mismo un movimiento corporal que una acción: no es lo mismo «estar andando» que «salir a dar un
paseo». De modo que las preguntas vitales que a continuación tenemos que intentar contestar son: ¿qué
significa «actuar»?, ¿qué es una acción humana y cómo se diferencia de otros movimientos que hacen los
demás seres, así como de otros gestos que también hacemos los humanos?, ¿no será una ilusión o un prejuicio
imaginar que somos capaces de verdaderas acciones y no de simples reacciones ante lo que nos rodea, nos
influye y nos constituye?
Supongamos que he tomado el tren y pago mi billete correspondiente. Durante el trayecto voy
distraído, pensando en mis cosas, sin darme cuenta de que jugueteo con el pedacito de cartón, lo enrollo y
desenrollo, hasta que finalmente lo tiro descuidadamente por la abierta ventanilla. Entonces aparece el revisor
y me pide el billete: ¡desolación! Y probable multa. Sólo puedo murmurar para disculparme: «Lo he tirado...
sin darme cuenta». El revisor, que es también un poco filósofo, comenta: «Bueno, si no se daba cuenta de lo
que hacía, no puede decirse que lo haya tirado. Es como si se le hubiera caído». Pero yo no estoy dispuesto a
aceptar esa coartada: «Perdone, pero una cosa es que se me caiga el billete y otra haberlo tirado, aunque lo
haya hecho inadvertidamente». Al revisor parece divertirle más esta discusión que ponerme el multazo:
«Mire usted, “tirar” el billete es una acción, algo distinto a que se nos caiga, que es sólo una de esas cosas que
pasan. Cuando uno hace una acción es porque quiere hacerla, ¿no? Pero en cambio las cosas le pasan a uno
sin querer. De modo que, como usted no quería tirar el billete, podemos decir que en realidad se le ha caído».
Me rebelo contra esta interpretación mecanicista: «¡No y no! Podríamos decir que se me había caído el billete
si me hubiese quedado dormido, por ejemplo. O incluso si una ráfaga de viento me lo hubiera arrebatado de
la mano. Pero yo estaba bien despierto, no había viento y lo que ocurre es que he tirado el billete sin
proponérmelo». «¡Aja! -dice el revisor, golpeando su cuaderno con el lápiz-. Y si no se lo proponía, ¿cómo
sabe entonces que es usted, precisamente usted, quién lo ha tirado? Porque "tirar” una cosa es hacer algo y
uno no puede hacer algo si no se propone hacerlo.» «Pues ¿sabe lo que le digo? ¡Que he tirado el puñetero
billete porque me ha dado la realísima gana!» Multa al canto.
La verdad es que hay una diferencia entre lo que meramente me pasa (vuelco un vaso de un manotazo
en la mesa al ir a coger la sal), lo que hago sin darme cuenta y sin querer (¡el dichoso billete arrojado por la
ventanilla!), lo que hago sin darme cuenta pero según una rutina adquirida voluntariamente (meter los pies en
las zapatillas al levantarme medio dormido de la cama) y lo que hago dándome cuenta y queriendo (tirar al
revisor por la ventanilla para que vaya a buscar el billete de las narices). Parece que la palabra «acción» es un término que sólo conviene a la última de estas posibilidades. Claro que aún hay otros gestos difíciles de
clasificar pero que desde luego parecen cualquier cosa menos «acciones»: por ejemplo, cerrar los ojos y
levantar el brazo cuando alguien me lanza algo a la cara o buscar un asidero donde agarrarme cuando me
estoy cayendo. No, decididamente una «acción» es sólo lo que yo no hubiera hecho si no hubiera querido
hacerlo: llamo acción a un acto voluntario. El «difunto» revisor tenía pues razón...
Pero ¿cómo saber si un acto es voluntario o no? Porque quizá antes de llevarlo a cabo delibero entre
varias posibilidades y finalmente me decido por una de ellas. Claro que no es lo mismo «decidirme a hacer
algo» que «hacerlo». «Decidirse» es poner fin a una deliberación mental sobre qué quiero realmente hacer.
Pero una vez decidido, todavía tengo que hacerlo. Lo que decido es el objetivo o fin de mi acción, pero quizá
no la acción misma. Por ejemplo: decido coger el vaso y extiendo el brazo para cogerlo. ¿Qué es lo que he
decidido realmente hacer: coger el vaso o extender el brazo? ¿Mi deliberación tenía que ver con el vaso o con
mi brazo? ¿Y cuál es la verdadera acción: coger el vaso o extender el brazo? Si extiendo el brazo y tiro el
vaso, ¿puedo decir que he actuado o no? ¿O he actuado «a medias»?
Tampoco la noción de «voluntario» es tan clara como parece. En su Ética para Nicómaco Aristóteles
imagina el caso de un capitán de navío que debe llevar cierto cargamento de un puerto a otro. En medio de la
travesía se levanta una gran tempestad. El capitán llega a la conclusión de que no puede salvar el barco y la
vida de sus tripulantes más que arrojando la carga por la borda para equilibrar la embarcación. De modo que
la arroja al agua. Ahora bien, ¿la ha tirado porque ha querido? Evidentemente sí, porque hubiera podido no
librarse de ella y arriesgarse a perecer. Pero evidentemente no, porque lo que él quería era llevarla hasta su
destino final: ¡de otro modo, se hubiera quedado tan ricamente en casa sin zarpar! De modo que la ha tirado
queriendo... pero sin querer. No podemos decir que la haya tirado involuntariamente, pero tampoco que tirarla
fuese su voluntad. A veces se diría que actuamos voluntariamente... contra nuestra voluntad.
Volvamos por un momento al gesto sencillísimo del que hablábamos antes: muevo mi brazo. Lo
muevo voluntariamente, es decir que no lo agito en sueños ni tampoco lo alzo para protegerme la cara en un
gesto reflejo al ver venir una piedra contra mí. Por el contrario, anuncio a quien desee oírme: «Voy a levantar
el brazo dentro de cinco segundos». Y cinco segundos después levanto en efecto el brazo. Pero ¿qué he hecho
para levantarlo? Pues me he limitado a querer levantarlo y, ya ves, lo he levantado. Supongamos que entonces
usted me dice: «Le he oído decir que iba a levantar el brazo y luego he visto efectivamente el brazo en alto,
pero eso sólo demuestra que es usted capaz de acertar cuándo se va a levantar el brazo, no que lo haya
levantado voluntariamente». Yo insistiré en que sé muy bien que he querido levantarlo y que por eso se ha
levantado el brazo. Pero la verdad es que pensándolo mejor no sé lo que he hecho para mover mi brazo:
sencillamente lo he movido y ya está. Digo que he «querido» moverlo y luego se ha movido, de modo que
parece que he hecho dos cosas: una, querer mover el brazo; dos, moverlo. Pero ¿en qué se diferencia «querer»
mover el brazo de «moverlo»? Si yo no estoy atado ni soy paralítico ¿es imaginable que quisiera mover mi
brazo y el brazo no se moviese? ¿Tendría sentido decir «estoy deseando con todas mis fuerzas mover el
brazo, de modo que dentro de poco espero que mi brazo acabe por moverse»? En una palabra, ya que nada
me impide externa o fisiológicamente mover el brazo, ¿no es lo mismo querer mover el brazo y moverlo
efectivamente? ¿Son dos cosas o una sola? A algo así se refiere Wittgenstein en sus Investigaciones
filosóficas (§ 621) cuando se pregunta: «Éste es el problema: ¿qué quedaría si sustraigo el hecho de que mi
brazo se levanta del hecho de que yo levanto el brazo?». ¿Dónde está mi «querer-levantar-el brazo» salvo en
ese brazo mismo levantado? ¿Hay algo más?
Vuelvo a considerar el asunto, un poco más cautelosamente esta vez, y concluyo que sí, que hay algo
más: cuando aseguro que mi brazo se mueve voluntariamente, porque yo quiero, lo que indico es que podría
también no haberlo movido. No sé cómo muevo el brazo cuando quiero, no sé si hay diferencia entre querer
mover mi brazo y moverlo efectivamente, pero sé en cambio que si no hubiera querido moverlo, no se habría
movido. Los especialistas en las relaciones entre el sistema nervioso y el sistema muscular pueden explicar
cómo sucede que yo mueva el brazo cuando decido moverlo, pero lo que cuenta fundamentalmente para mí -
lo que convierte ese gesto trivial en una verdadera «acción»- es que tan capaz soy de moverlo como de no
moverlo. De modo que «he hecho voluntariamente tal o cual cosa» significa: sin mi permiso, tal o cual cosa
no habría ocurrido. Es acción mía todo lo que no ocurriría si yo no quisiera que ocurriese. A esa posibilidad
de hacer o de no hacer, de dar el «sí» o el «no» a ciertos actos que dependen de mí, es a lo que podemos
llamar libertad. Y desde luego llegando a la libertad no hemos resuelto todos nuestros problemas sino que
tropezamos con interrogantes aún más difíciles.
Para empezar, podemos sospechar que eso de la «libertad» quizá resulte ser sencillamente una ilusión
que me hago sobre mis posibilidades reales. Después de todo, cuanto ocurre tiene su causa determinante de
acuerdo con las leyes de la naturaleza. Abro un poco el grifo del agua y veo salir de él unas cuantas gotas: si
yo hubiera sabido de antemano dónde estaban esas gotas en la cañería y teniendo en cuenta la ley de la
gravedad, las pautas que sigue siempre el movimiento de los líquidos, la posición del orificio del grifo, etc., habría podido seguramente determinar qué gota debía salir en primer lugar y cuál en cuarto. Lo mismo ocurre
con todos los sucesos que observo a mi alrededor e incluso con la mayoría de los que le pasan a mi cuerpo
(respiración, circulación sanguínea, tropezón con la piedra que no he visto, etc.). En cada caso puedo
remontarme a una situación anterior que hace inevitable lo que pasó luego. Sólo mi ignorancia de cómo están
las cosas en el momento A justifica que me sorprenda de lo que pasa luego en el momento B. La doctrina
determinista (uno de los más antiguos y persistentes puntos de vista filosóficos) establece que si yo supiese
cómo están dispuestas todas las piezas del mundo ahora y conociera exhaustivamente todas las leyes físicas,
podría describir sin error cuanto va a ocurrir en el mundo dentro de un minuto o dentro de cien años. Como
yo también soy una parte del universo, debo estar sometido a la misma determinación causal que lo demás.
¿Dónde queda entonces el «sí o no» de la libertad? ¿No sería el acto libre aquel que no puedo prever ni
siquiera conociendo por completo la situación anterior del universo, es decir un acto que inventaría su propia
causa y no dependería de ninguna precedente?
Dejemos de lado ahora la cuestión de si una doctrina «determinista» estricta es realmente compatible
con los planteamientos de la física cuántica contemporánea. El principio de incertidumbre de Heisenberg
parece implicar una visión mucho más abierta de las determinaciones causales en el universo material... o al
menos de la forma en que nosotros podemos estudiarlo. El premio Nobel de física Ilya Prigogine y el gran
matemático Rene Thom polemizaron hace algunos años sobre este asunto, el primero abogando por un cierto
indeterminismo y el segundo sosteniendo cierto determinismo más semejante al tradicional. Carezco de la
más leve competencia para intervenir en el debate, pero creo posible al menos asegurar que ni el
determinismo «fuerte» de un Laplace hace doscientos años ni el indeterminismo relativo de Heisenberg o
Prigogine hoy pueden responder a la pregunta sobre la libertad humana. Porque la cuestión de la libertad no
se plantea en el terreno de la causalidad física -nadie supone que los actos humanos carecen de causas que
puedan explicar las leyes de la ciencia experimental, por ejemplo la neurofisiología- sino en el de la acción
humana en cuanto tal, que no puede ser vista solamente desde fuera como secuencia de sucesos sino que debe
también ser considerada desde dentro haciendo intervenir variables tan difíciles de manejar como la
«voluntad», la «intención», los «motivos», la «previsión», etc.
La mera indeterminación científica no equivale a la «libertad»: los electrones pueden ser
imprevisibles, pero no «libres» en ningún sentido relevante de la palabra. Y también al revés: lo física o
fisiológicamente determinado no tiene por qué excluir la emergencia de la acción libre. Si nadie discute que
la vida proviene de lo que no está vivo y la conciencia de lo que carece de ella, ¿por qué la libertad no podría
provenir de aquellas formas materiales estrictamente determinadas?
Intentemos precisar algo mejor la noción que se nos ha convertido en problemática (lo cual por cierto
ha de ser siempre el primer paso de cualquier análisis filosófico que no quiere deslumbrar o sorprender sino
entender, es decir, de la filosofía honrada). Para empezar digamos que la libertad no parece suponer un acto
sin causa previa, un milagro que interrumpe la cadena de los efectos y sus causas (según la expresión de
Spinoza, un nuevo «imperio dentro del imperio general» del mundo) sino otro tipo de causa que también debe
ser considerado junto al resto. Hablar de libertad no implica renunciar a la causación sino ampliarla y
profundizar en ella. La «acción» es libre porque su causa es un sujeto capaz de querer, de elegir y de poner en
práctica proyectos, es decir, de realizar intenciones. En este sentido, el simple acto de levantar el brazo que
antes hemos comentado difícilmente puede ser considerado una «acción» salvo que venga encuadrado en un
marco intencional más amplio: levanto el brazo para pedir la palabra en una asamblea, para llamar al timbre,
o a un taxi..., ¡o incluso para probar en una discusión filosófica que soy libre dueño de mis actos! Por otro
lado, los deseos o proyectos de ese sujeto capaz de actuar intencionalmente sin duda tienen también sus
propias causas antecedentes, sean «apetitos», «motivos» o «razones». Volveremos sobre ello. Baste ahora
dejar sentado que la libertad no es una ruptura en la cadena de la causalidad sino una nueva línea de
consideración práctica que la enriquece. Decir «he hecho libremente esta acción» no equivale a «esta acción
no es efecto de ninguna causa» sino más bien a «la causa de esta acción soy yo en cuanto sujeto».
El término «libertad» suele recibir tres usos distintos que a menudo se confunden en los debates sobre
el tema y que convendría intentar distinguir al menos en la medida de lo posible.
a) La libertad como disponibilidad para actuar de acuerdo con los propios deseos o proyectos. Es el
sentido más común de la palabra, al que nos referimos la mayoría de las veces que aparece el tema en nuestra
conversación. Alude a cuando carecemos de impedimentos físicos, psicológicos o legales para obrar tal como
queremos. Según esta acepción, es libre (de moverse, de ir y venir) quien no está atado o encarcelado ni
padece algún tipo de parálisis; es libre (de hablar o callar, de mentir o decir la verdad) quien no se halla
amenazado, sometido a torturas o drogado; también es libre (de participar en la vida pública, de aspirar a
cargos políticos) quien no esté marginado ni excluido por leyes discriminatorias, quien no padezca los
excesos atroces de la miseria o la ignorancia, etc. A mi juicio, esta perspectiva de la libertad implica no sólo
poder intentar lo que se quiere sino también una cierta probabilidad de lograrlo. Si no hay perspectiva nin guna de éxito, tampoco diríamos que hay libertad: ante lo imposible nadie es realmente libre.
b) La libertad de querer lo que quiero y no sólo de hacer o intentar hacer lo que quiero. Se trata de un
nivel más sutil y menos obvio del concepto «libertad». Por muy atado y encarcelado que esté, nadie podrá
impedirme querer realizar determinado viaje: sólo me pueden impedir realizarlo efectivamente. Si yo no
quiero, nadie puede obligarme a odiar a mi torturador ni a creer los dogmas que trata de imponerme por la
fuerza. La espontaneidad de mi querer es libre aunque las circunstancias hagan que la posibilidad de ponerlo
en práctica sean nulas. Los sabios estoicos insistieron orgullosamente en esta invulnerable libertad de la
voluntad humana. El curso de los acontecimientos no está en mi mano (una simple piedra en el zapato puede
interrumpir mi camino) pero la rectitud de mi intención (¡o su perversidad!) desafía a las leyes de la física y
del estado. Un ejemplo entre mil nos lo brinda el estoico Catón, en la Roma antigua, cuando apoyó a los
republicanos sublevados contra César. Después de que los rebeldes fueron derrotados comentó, según
Plutarco: «La causa de los vencidos desagradó a los dioses pero fue del agrado de Catón». Los dioses (la
necesidad, la historia, lo irremediable) pueden vencer a los propósitos humanos pero no pueden impedir que
los humanos tengan esos propósitos y no otros.
c) La libertad de querer lo que no queremos y de no querer lo que de hecho queremos. Sin duda la
más extraña y difícil tanto de explicar como de comprender. Para aproximarnos a ella señalemos que los
humanos no sólo sentimos deseos sino también deseos sobre los deseos que tenemos; no sólo tenemos
intenciones, sino que quisiéramos tener ciertas intenciones... ¡aunque de hecho no las tengamos! Supongamos
que paso junto a una casa en llamas y oigo llorar dentro a un niño; no quiero entrar a intentar salvarle (me da
miedo, es muy peligroso, para eso están los bomberos...) pero a la vez quisiera querer entrar a salvarle,
porque me gustaría no tener tanto miedo al peligro y vivir en un mundo en el que los adultos ayudasen a los
niños en caso de incendio. Soy lo que quiero ser pero a la vez quisiera ser de otra forma, querer otras cosas,
querer mejor. Cualquiera puede huir del peligro, pero nadie quiere ser cobarde; a veces me apetece o me
interesa mentir, pero no quisiera considerarme un mentiroso; me gusta beber pero no quiero convertirme en
alcohólico. No es idéntico lo que yo «quiero hacer ahora» y lo que yo «quiero ser». Cuando me preguntan
qué quiero hacer expreso mi querer inmediato, directo, pero cuando me preguntan qué quiero ser (o cómo
quiero ser) respondo expresando lo que quisiera querer, lo que creo que me convendría querer, lo que me
haría no sólo «querer» libremente sino también «ser» libremente. El poeta latino Ovidio expresó esta
contradicción entre formas de querer en un verso: «Video meliora proboque, deteriora sequor» (veo lo que es
mejor y lo apruebo, pero sigo haciendo lo peor: es decir, sigo queriendo lo que no me gustaría querer). Este
tipo de libertad nos acerca a un vértigo infinito: porque yo podría querer querer lo que no quiero, querer
querer lo que no quiero querer, querer querer querer lo que quiero o no quiero efectivamente querer, etc.
¿Dónde establecer la última frontera del querer, es decir de mi voluntad libre como sujeto?
Un gran pensador moderno de la voluntad, Arthur Schopenhauer, negó a comienzos del pasado siglo
la existencia de libertad en la tercera acepción señalada del término. Según él, los humanos -como el resto de
los seres, en uno u otro grado- estamos formados básicamente de voluntad, de «querer» (querer vivir, querer
devorar o poseer, etc.). Para él, literalmente, somos lo que queremos no en el sentido de habernos configurado
según nuestros deseos sino de estar íntimamente constituidos por ellos. De modo que sin duda puede
asegurarse que poseemos «libertad» en el segundo de los sentidos antes explicados. Nada puede impedirme
«querer» lo que quiero como nada puede vetarme «ser lo que soy», puesto que soy precisamente lo que
quiero (no el objetivo resultante de mis deseos -infinitos, inaplacables según Schopenhauer- sino el conjunto
mismo de tales deseos, su incesante actividad). Pero tampoco puedo realmente querer o dejar de querer lo que
quiero. Es decir, soy lo que quiero pero inevitablemente también quiero lo que soy, quiero los quereres que
me hacen ser. Puedo elegir lo que quiero hacer a partir de mi voluntad (concebida como mi «carácter», como
el modelo de individuo que soy, que siempre se inclinará ante un tipo de motivos y rechazará otros, etc.) pero
no es posible elegir mi voluntad misma ni modificarla a mi arbitrio. No puedo optar sobre lo que me permite
querer. De modo que, según Schopenhauer, es compatible la más radical de las libertades («soy lo que quiero
ser») con el más estricto determinismo («no tengo más remedio que ser lo que soy»). Uno se puede hacer
ilusiones sobre lo que le gustaría ser hasta que un motivo irresistible nos demuestra lo que realmente somos y
lo que queremos. Por eso, señala Schopenhauer, rogamos en la oración del padrenuestro «no nos caer en la
tentación, no nos induzca a la tentación: ¡Dios mío, no permitas que conozca lo peor de lo que quiero
libremente hacer, es decir no me reveles cómo soy!». ¿Hará falta decir que Sigmund Freud, inventor del
psicoanálisis, compartió desde su doctrina del inconsciente gran parte de la perspectiva schopenhaueriana?
En cambio en el siglo XX el francés Jean-Paul Sartre acunó toda una metafísica radical de la libertad
según la tercera acepción del concepto. Fue llamada «existencialismo» puesto que según él lo primordial en
el hombre es el hecho de que existe y que debe inventarse a sí mismo, sin estar predeterminado por ningún
tipo de esencia o carácter inmutable. El lema que mejor condensa el pensamiento de Sartre es una frase
tomada de Hegel -un contemporáneo de Schopenhauer especialmente odiado por éste- según la cual «el
hombre no es lo que es y es lo que no es». Este aparente trabalenguas puede ser razonablemente aclarado: los humanos no somos algo dado previamente de una vez por todas, algo «programado» de antemano, ni siquiera
ese «algo» que cada cual pretendemos establecer como nuestra verdadera identidad -nuestra profesión,
nuestra nacionalidad, nuestra religión, etc.-, sino que somos lo que no somos, lo que aún no somos o lo que
anhelamos ser, nuestra capacidad de inventarnos permanentemente, de transgredir nuestros límites, la
capacidad de desmentir lo que previamente hemos sido. Para Sartre, el hombre no es nada sino la disposición
permanente a elegir y revocar lo que quiere llegar a ser. Nada nos determina a ser tal o cual cosa, ni desde
fuera ni desde dentro de nosotros mismos. A pesar de que a veces intentamos refugiarnos en lo que hemos
elegido ser como si constituyera un destino irremediable -«soy ingeniero, español, monógamo, cristiano,
etc.»-, lo cierto es que siempre estamos abiertos a transformarnos o a cambiar de camino. Si no cambiamos
no es porque «tengamos» que elegir como elegimos y ser lo que somos sino porque «queremos» ser de tal o
cual manera y no de otra.
Pero ¿y las determinaciones que provienen de nuestra situación histórica, de nuestra clase social o de
nuestras condiciones físicas y psíquicas? ¿Y los obstáculos que la realidad opone a nuestros proyectos? Para
Sartre, tampoco nada de esto impide el ejercicio de la libertad porque siempre se es libre «dentro de un estado
de cosas y frente a ese estado de cosas». Soy yo quien elijo resignarme a mi condición social o rebelarme
contra ella y transformarla, soy yo quien descubre las adversidades de mi cuerpo o de la realidad al
proponerme objetivos que las desafían. ¡Hasta los obstáculos que bloquean el ejercicio de mi libertad
provienen de mi determinación de ser libre y de serlo de tal o cual manera que nada me impone! La
tartamudez sólo era un impedimento para Demóstenes porque éste libremente había decidido convertirse en
orador... La libertad humana, entendida en el sentido radical que le otorga Sartre, es la vocación de negar
todo lo que nos rodea en la realidad y de proyectar otra realidad alternativa a partir de nuestros deseos y pa-
siones libremente asumidos. Podemos fracasar en el intento (de hecho, siempre fracasamos, siempre nos
estrellamos de alguna manera contra lo real, «el hombre es una pasión inútil»),pero no podemos dejar de
intentarlo ni renunciar a tal empeño pretextando la necesidad invencible de las cosas. Lo único que los
humanos no podemos elegir es entre ser o no ser libres: estamos condenados a la libertad, por paradójica que
pueda sonar esta fórmula sartriana, ya que es la libertad lo que nos define en cuanto humanos.
La noción de «libertad» tiene una amplia gama de aplicaciones teóricas y uno puede muy bien
aceptarla en uno de sus sentidos y rechazarla en otros. En todas sus formas, reconocernos «libres» supone
admitir que los humanos orientamos nuestra actividad de acuerdo a «intenciones» que agrupan una serie de
acciones concatenadas. Por ejemplo, tengo intención esta mañana de coger el tren: con tal fin, pongo la noche
antes el despertador a una hora determinada, me levanto temprano, me lavo, me visto, bajo en ascensor hasta
la calle, busco un taxi, le pido que me lleve a la estación, etc. ¿Dónde está el peso de mi acción libre, en la
intención de tomar el tren o en cada uno de los pasos necesarios para ese fin? Algunos filósofos, como
Donaid Davidson, sostienen que las únicas verdaderas acciones que existen son las más simples y primitivas,
es decir los movimientos corporales voluntarios. Esos gestos pueden ser «narrados» de acuerdo a diversas
historias, algunas de las cuales estarán centradas en mis proyectos o intenciones y otras en lógicas narrativas
distintas (por ejemplo, las que incluyan los efectos no deseados de mis acciones intencionalmente deseadas).
Por otra parte, salvo algún sartriano ultrarradical no creo que nadie niegue que los humanos tenemos
apetitos instintivos que nos impulsan en muchas ocasiones a actuar. Pero también parece evidente que no
somos simplemente arrastrados por los objetos de nuestro instinto sino que a la vez permanecemos en
nosotros mismos, sabiéndonos agentes y estilizando las satisfacciones instintivas de acuerdo a diferentes
proyectos vitales. Aunque algunos de nuestros fines sean irremediables y no elegidos (nutrición, sexo,
autoconservación, etcétera) intentamos cumplirlos de modos no irremediables, optativos. De ahí que además
de apetitos podamos señalar también como causas de nuestras acciones «motivos» a más largo plazo e incluso
«razones», es decir consideraciones que buscan ser compartidas por nuestros semejantes. Recuérdese lo que
dijimos en el capítulo segundo sobre lo «racional», la búsqueda de los mejores instrumentos para vérnoslas
con los objetos, y lo «razonable», el procedimiento de tratar con sujetos a los que suponemos tan dotados de
intenciones respetables como nosotros mismos. Sin considerar ambos tipos de motivos racionales es difícil,
por no decir imposible, comprender verdaderamente la acción humana. Los instintos y el resto de las fuerzas
de la naturaleza bastan para explicar los acontecimientos protagonizados por humanos, tal como puede
explicarse el comportamiento de los animales, el crecimiento de las plantas o la caída de los sólidos hacia el
planeta que los atrae. Pero la comprensión total de la actividad humana exige además una perspectiva interna
al sujeto agente que reconozca las conexiones entre lo que pensamos y lo que hacemos, entre nuestro
universo simbólico y nuestro desempeño vital en el mundo físico.
En cualquier caso, ¿por qué es tan importante para nosotros la cuestión de la libertad, sea para
afirmarla con arrobo entusiasmado y orgulloso o para negarla con no menor energía? El escéptico David
Hume, que era fundamentalmente determinista, sostuvo que la idea de libertad es compatible con el
determinismo porque no se refiere a la causalidad física sino a la causalidad social. Necesitamos creer en
cierta medida en la libertad para poder atribuir cada uno de los sucesos protagonizados por humanos a un sujeto responsable, que pueda ser elogiado o censurado -y castigado, llegado el caso- por su acción. La
libertad es imprescindible para establecer responsabilidades, porque sin responsabilidad no se puede articular
la convivencia en ningún tipo de sociedad. Por eso ser libre no sólo es un motivo de orgullo sino también de
zozobra y hasta de angustia. Asumir nuestra libertad supone aceptar nuestra responsabilidad por lo que
hacemos, incluso por lo que intentamos hacer o por algunas consecuencias indeseables de nuestros actos.
Ser libre no es responder victorioso «¡yo he sido!» a la hora del reparto de premios, sino también
admitir «¡he sido yo!» cuando se busca al culpable de una fechoría. Para lo primero siempre hay voluntarios,
pero en el segundo caso lo usual es refugiarse en el peso abrumador de las circunstancias: el estafador de
viudas achacará sus delitos al temprano abandono de sus padres, a las tentaciones de la sociedad de consumo
o a los malos ejemplos de la televisión... mientras que quien recibe el premio Nobel sólo hablará de su
esfuerzo frente al destino adverso y de sus méritos. Nadie quiere ser resumido simplemente en el catálogo de
sus malas acciones: a quien nos reprocha un atropello le respondemos «no pude evitarlo, quisiera haberte
visto en mi lugar, yo no soy así, etcétera», intentando a la vez trasladar la culpa a la sociedad en que vivimos
o al sistema capitalista pero conservando abierta la posibilidad de ser limpios, desinteresados, valientes,
mejores. Por eso la libertad no es algo así como un galardón sino también una carga y muchas personas
dudosamente maduras -es decir, poco autónomas, poco conscientes de sí mismas- prefieren renunciar a ella y
traspasarla a un líder social que a la vez tome las decisiones y soporte el peso de las culpas. El psicoanalista
Erich Fromm escribió un libro titulado Miedo a la libertad en el que analizaba desde esta óptica los fervores
masivos que el totalitarismo nazi o bolchevique han despertado en nuestro siglo.
Pero la cuestión de la «responsabilidad» proviene de mucho antes. En la tragedia griega, por ejemplo,
la responsabilidad se convierte a veces en el destino ineluctable del personaje, que -como le ocurre a Edipo en
las tragedias de Sófocles Edipo Rey y Edipo en Colonno-tiene que cumplir aun sin querer ni saber aquellas
acciones a las que está predestinado pero sin dejar a la vez de comprender los dispositivos voluntarios que le
enredan en esa maquinaria fatal. Nuestro querer nos arrastra a lo irremediable pero luego lo irremediable debe
ser asumido como la parte ciega de nuestro querer: aceptar que debíamos ser culpables nos abre los ojos sobre
lo que somos y así purifica lo que podemos llegar a ser. Los griegos no conocieron la noción de «libertad» en
el segundo y tercero de los sentidos antes explicados, por tanto tampoco tuvieron una noción de
responsabilidad realmente «personalizada», es decir ligada a la intención subjetiva del agente y no a la
objetividad del hecho realizado. La maldición del culpable cae sobre Edipo por crímenes que ignora haber
cometido (matar a su padre, acostarse con su madre) y que después debe asumir como parte del destino que le
pertenece... y al que pertenece. Según Sófocles, lo que nos hace responsables no es lo que proyectamos hacer
ni tampoco lo que hacemos efectivamente sino la reflexión sobre lo que hemos hecho.
A comienzos de la modernidad, es sin duda otro gran trágico -Shakespeare- quien mejor ha
desmenuzado los entresijos contradictorios de la libertad en acción. Sus personajes son lúcida y terriblemente
conscientes del vértigo en el que oscila quien desea lo que la acción promete pero tiembla ante la cadena
culpabilizadora con la que nos amarra. Así por ejemplo Macbeth, cuando vacila en la noche atroz antes de
asesinar al rey Duncan -lo que le otorgará la corona que desea- sopesando estremecido la responsabilidad
ineludible que caerá sobre él: «¡Si con hacerlo quedara hecho!... Lo mejor entonces sería hacerlo sin tardanza.
¡Si el asesinato zanjara todas las consecuencias y con su cesación se asegurase el éxito!... ¡Si este golpe fuera
el todo, sólo el todo, sobre el banco de arena y el bajío de este mundo saltaríamos a la vida futura! Pero en
estos casos se nos juzga aquí mismo; damos simplemente lecciones sangrientas que, aprendidas, se vuelven
para atormentar a su inventor» (acto I escena VII. Trad. de Astrana Marín). Macbeth quiere la acción (el
asesinato de Duncan) y quiere lo que conseguirá por medio de esa acción (el trono), pero no quisiera quedar
vinculado para siempre a la acción, tener que responsabilizarse de ella ante los que le pidan cuentas o saquen
la atroz lección de su crimen. Si se tratase simplemente de hacerlo y eso fuese todo, lo haría sin remilgos;
pero la responsabilidad es la contrapartida necesaria de la libertad, su reverso, quizá -como apunta Hume- el
fundamento mismo de la exigencia de libertad: las acciones deben ser libres para que alguien responda de
cada una de ellas. El sujeto es libre para hacerlas aunque no para desprenderse de sus consecuencias...
Sófocles o Shakespeare suelen hablar de una responsabilidad «culpable» y no simplemente por gusto
sensa-cionalista: el lazo entre libertad y responsabilidad se hace más evidente cuando la primera nos apetece
y la segunda nos asusta. O sea, cuando nos hallamos ante una tentación. En nuestra época abundan las teorías
que pretenden disculparnos del peso responsable de la libertad en cuanto se nos hace fastidioso: el mérito
positivo de mis acciones es mío, pero mi culpabilidad puedo repartirla con mis padres, con la genética, con la
educación recibida, con la situación histórica, con el sistema económico, con cualquiera de las circunstancias
que no está en mi mano controlar. Todos somos culpables de todo, luego nadie es culpable principal de nada.
En mis clases de ética suelo poner el siguiente caso práctico, que adorno según mi inspiración ese día.
Supongamos una mujer cuyo marido emprende un largo viaje; la mujer aprovecha esa ausencia para reunirse
con un amante; de un día para otro, el marido desconfiado anuncia su vuelta y exige la presencia de su esposa
en el aeropuerto para recibirle. Para llegar hasta el aeropuerto, la mujer debe atravesar un bosque donde se oculta un temible asesino. Asustada, pide a su amante que la acompañe pero éste se niega porque no desea
enfrentarse con el marido; solicita entonces su protección al único guardia que hay en el pueblo, el cual
también le dice que no puede ir con ella, ya que debe atender con idéntico celo al resto de los ciudadanos;
acude a diversos vecinos y vecinas no obteniendo más que rechazos, unos por miedo y otros por comodidad.
Finalmente emprende el viaje sola y es asesinada por el criminal del bosque. Pregunta: ¿quién es el
responsable de su muerte? Suelo obtener respuestas para todos los gustos, según la personalidad del
interrogado o la interrogada. Los hay que culpan a la intransigencia del marido, a la cobardía del amante, a la
poca profesionalidad del guardia, al mal funcionamiento de las instituciones que nos prometen seguridad, a la
insolidaridad de los vecinos, incluso a la mala conciencia de la propia asesinada... Pocos suelen responder lo
obvio: que el Culpable (con mayúscula de responsable principal del crimen) es el asesino mismo que la mata.
Sin duda en la responsabilidad de cada acción intervienen numerosas circunstancias que pueden servir de
atenuantes y a veces diluir al máximo la culpa en cuanto tal, pero nunca hasta el punto de «desligar»
totalmente del acto al agente que intencionalmente lo realiza. Comprender todos los aspectos de una acción
puede llevar a perdonarla pero nunca a borrar por completo la responsabilidad del sujeto libre: en caso
contrario, ya no se trataría de una acción sino de un accidente fatal. Aunque ¿no será precisamente la libertad
misma el accidente fatal de la vida humana en sociedad?
Una de las reflexiones más enigmáticamente sugestivas sobre la vinculación entre acción y
responsabilidad es la planteada en el «Bhagavad Gita» o «Canción del Señor», un largo poema dialogado
compuesto probablemente en el siglo ni a. de C., incluido en el Mahabharata^ la gran epopeya hindú. El
héroe Arjuna avanza en su carro de guerra hacia las tropas enemigas y dispone las flechas con las que ha de
exterminar a cuantos pueda. Pero entre los adversarios a los que debe intentar matar distingue a varios
parientes y amigos (se trata de una guerra civil, fratricida) y ello le angustia hasta el punto de plantearse seria-
mente abandonar el combate. Entonces el auriga que conduce su carro de combate y que no es otro que el
dios Krisna manifiesta su identidad, aleccionándole sobre su deber. Según Krisna, el escrúpulo ante la tarea
de matar de la acción -que no es un mero prejuicio occidental, puesto que Arjuna lo experimenta cuando está
a punto de masacrar a sus parientes ni más ni menos que Macbeth antes de decidirse al asesinato de Duncan-
se alivia con el chocante razonamiento de que hay que perpetrar lo evitable como si fuese inevitable. En el
fondo, actuar «conscientemente» no es sino comprender de qué modo todos somos actuados por lo aparente y
reconocer nuestra identidad con lo que siempre es pero nunca hace. Podemos encontrar paralelismos entre
esta perspectiva oriental y la forma de pensar de los estoicos o de Spinoza, aunque premisas semejantes
desembocan en reglas prácticas muy distintas: en el pensamiento occidental, la consideración objetiva del
entramado causal dentro del que actuamos permite «entender» mejor la acción pero nunca «desentendernos»
de ella, es decir de sus objetivos y consecuencias. Así pueden comprenderse mejor los respetuosos reproches
que un gran admirador de la sabiduría hindú como Octavio Paz formula (en su libro Vislumbres de la India}
contra esta doctrina del Bhagavad Gita: «El desprendimiento de Arjuna, es un acto íntimo, una renuncia a sí
mismo y a sus apetitos, un acto de heroísmo espiritual y que, sin embargo, no revela amor al prójimo. Arjuna
no salva a nadie excepto a sí mismo... lo menos que se puede decir es que Krisna predica un desinterés sin
filantropía».
Ser libre es responder por nuestros actos y siempre se responde ante los otros, con los otros como
víctimas, como testigos y como jueces. Sin embargo, todos parece que buscamos «algo» que nos aligere la
gravosa carga de la libertad. ¿No podemos suponer que nuestra naturaleza humana es libre pero que dentro de
esa «necesaria» libertad actuamos tan inocentemente como crecen las plantas o se desenvuelven los
animales? Si somos libres «por naturaleza», ¿no marcará la propia naturaleza el ámbito de eficacia de nuestra
libertad? ¿ En qué se distingue lo irremediablemente libre de nuestra condición natural de lo simplemente
irremediable de otros seres naturales? Quizá un indicio de respuesta nos lo brinde este hermoso poema de la
polaca Wistiawa Szymborska:
El águila ratonera no suele reprocharse nada.
Carece de escrúpulos la pantera negra.
Las pirañas no dudan de la honradez de sus actos.
Y el crótalo a la autoaprobación constante se entrega.
El chacal autocrítico está aún por nacer.
La langosta, el caimán, la triquina y el tábano
viven satisfechos de ser como son.
[...] En el tercer planeta del sol, la conciencia limpia y tranquila
es un síntoma primordial de animalidad24.
El hombre parece ser el único animal que puede estar descontento de sí mismo: el arrepentimiento es
una de las posibilidades siempre abiertas a la autoconciencia del agente libre. Pero, si somos naturalmente
libres, ¿cómo podemos arrepentimos de aquello que hacemos con nuestra libertad natural? ¿Cómo puede
traernos conflictos íntimos el desarrollo de lo que naturalmente somos? Debemos entonces dilucidar ahora
cuál es nuestra naturaleza y qué sentido tiene la noción de «naturaleza» para nosotros, los animales capaces
de mala conciencia.
Da que pensar...
¿Qué significa «habitar» el mundo? ¿Se trata simplemente de estar contenidos en él o de formar parte de
él? ¿Qué es «actuar»? ¿Es lo mismo «hacer algo» que «ejecutar una acción»? ¿Puede haber acciones
«involuntarias»? ¿Cómo sabemos que hacemos algo voluntariamente? ¿Hay cosas que hacemos
voluntariamente pero también «sin querer»? ¿Es lo mismo «decidir hacer algo» que «hacerlo»? «Querer
mover mi brazo» y «moverlo» ¿son dos acciones o una sola? ¿Cuándo se puede decir que actúo libremente?
Si no lo hago libremente ¿se puede decir que «actúo»? ¿Qué dice la teoría determinista? ¿Pueden resultar
compatibles cierto determinismo y cierto tipo de libertad? ¿Es la física contemporánea «determinista» en el
mismo sentido en que lo fue la física clásica? ¿Tiene algo -mucho o poco- que ver el determinismo de la
física con el problema de la libertad humana? ¿Cuáles son los diferentes usos que recibe la noción de
«libertad»? ¿Podemos aceptar ser libres en uno de ellos pero no en otro u otros? ¿Cómo se relaciona la li-
bertad con las exigencias de la vida en sociedad? ¿Qué significa «ser responsable» o «hacerse responsable»
de una acción? ¿Puede haber acciones de las que seamos responsables todos o de las que no sea nadie
responsable? ¿Cómo entiende la responsabilidad de la acción la tragedia griega, Shakespeare y el Bhagavad
Gita? ¿Podríamos arrepentimos de lo que hacemos si no fuésemos libres de hacerlo o no hacerlo? Si somos
libres por naturaleza, ¿es antinatural tener mala conciencia por lo que libremente hemos hecho?
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Las preguntas de la Vida
Phi Hư CấuFernando Savater Todos los derechos reservados a su autor