La muerte, con su urgencia, ha despertado mi apetito de saber cosas sobre la vida. Quiero dar respuesta a mil
preguntas sobre mí mismo, sobre los demás, sobre el mundo que nos rodea, sobre los otros seres vivos o inanimados,
sobre cómo vivir mejor: me pregunto qué significa todo este lío en que me veo metido -un lío necesariamente mortal- y
cómo me las puedo arreglar en él. Todas esas interrogaciones me asaltan una y otra vez; procuro sacudírmelas de
encima, reírme de ellas, aturdirme para no pensar, pero vuelven con insistencia tras breves momentos de tregua. ¡Y
menos mal que vuelven! Porque si no volviesen sería señal de que la noticia de mi muerte no ha servido más que para
asustarme, de que ya estoy muerto en cierto sentido, de que no soy capaz más que de esconder la cabeza bajo las sábanas
en lugar de utilizarla. Querer saber, querer pensar: eso equivale a querer estar verdaderamente vivo. Vivo frente a la
muerte, no atontado y anestesiado esperándola.
Bien, tengo muchas preguntas sobre la vida. Pero hay una previa a todas ellas, fundamental: la de
cómo contestarlas aunque sea de modo parcial. La pregunta previa a todas es: ¿cómo contestaré a las
preguntas que la vida me sugiere? Y si no puedo responderlas convincentemente, ¿cómo lograr entenderlas
mejor? A veces entender mejor lo que uno pregunta ya es casi una respuesta. Pregunto lo que no sé, lo que
aún no sé, lo que quizá nunca llegue a saber, incluso a veces ni siquiera sé del todo lo que pregunto. En una
palabra, la primera de todas las preguntas que debo intentar responder es ésta: ¿cómo llegaré a saber lo que no
sé? O quizá: ¿cómo puedo saber qué es lo que quiero saber?, ¿qué busco preguntando?, ¿de dónde puede
venirme alguna respuesta más o menos válida?
Para empezar, la pregunta nunca puede nacer de la pura ignorancia. Si no supiera nada o no creyese
al menos saber algo, ni siquiera podría hacer preguntas. Pregunto desde lo que sé o creo saber, porque me
parece insuficiente y dudoso. Imaginemos que bajo mi cama existe sin que yo lo sepa un pozo lleno de raras
maravillas: como no tengo ni idea de que haya tal escondrijo, es imposible que me pregunte jamás cuántas
maravillas hay, en qué consisten ni por qué son tan maravillosas. En cambio puedo preguntarme de qué están
hechas las sábanas de mi cama, cuántas almohadas tengo en ella, cómo se llama el carpintero que la fabricó,
cuál es la postura más cómoda para descansar en ese lecho y quizá si debo compartirlo con alguien o mejor
dormir solo. Soy capaz de plantearme estas cuestiones porque al menos parto de la base de que estoy en una
cama, con sábanas, almohadas, etc. Incluso podría asaltarme también la duda de si estoy realmente en una
cama y no en el interior de un cocodrilo gigante que me ha devorado mientras hacía la siesta. Todas estas
dudas sobre si estoy en una cama o cómo es mi cama sólo son posibles porque al menos creo saber apro ximadamente lo que es una cama. Acerca de lo que no sé absolutamente nada (como el supuesto agujero lleno
de maravillas bajo mi lecho) ni siquiera puedo dudar o hacer preguntas.
Así que debo empezar por someter a examen los conocimientos que ya creo tener. Y sobre ellos me
puedo hacer al menos otras tres preguntas:
a) ¿cómo los he obtenido? (¿cómo he llegado a saber lo que sé o creo saber?);
b) ¿hasta qué punto estoy seguro de ellos?;
c) ¿cómo puedo ampliarlos, mejorarlos o, en su caso, sustituirlos por otros más fiables?
Hay cosas que sé porque me las han dicho otros. Mis padres me enseñaron, por ejemplo, que es
bueno lavarse las manos antes de comer y que cuatro esquinitas tiene mi cama y cuatro angelitos que me la
guardan. Aprendí que las canicas de cristal valen más que las de barro porque me lo dijeron los niños de mi
clase en el patio de recreo. Un amigo muy ligón me reveló en la adolescencia que cuando te acercas a dos
chicas hay que hablar primero con la más fea para que la guapa se vaya fijando en ti. Más tarde otro amigo,
éste muy viajero, me informó de que el mejor restaurante de la mítica Nueva York se llama Four Seasons. Y
hoy he leído en el periódico que el presidente ruso Yeltsin es muy aficionado al vodka. La mayoría de mis
conocimientos provienen de fuentes semejantes a éstas.
Hay otras cosas que sé porque las he estudiado. De los borrosos recuerdos de la geografía de mi
infancia tengo la noticia de que la capital de Honduras se llama asombrosamente Tegucigalpa. Mis someros
estudios de geometría me convencieron de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos
mientras que las líneas paralelas sólo se juntan en el infinito. También creo recordar que la composición
química del agua es H^O. Como aprendí francés de pequeño puedo decir «j´ai perdu ma plume dans le jardin
de ma tante» para informar a un parisino de que he perdido mi pluma en el jardín de mi tía (cosa, por cierto,
que nunca me ha pasado). Lástima no haber sido nunca demasiado estudioso porque podría haber obtenido
muchos más conocimientos por el mismo método.
Pero también sé muchas cosas por experiencia propia. Así, he comprobado que el fuego quema y que
el agua moja, por ejemplo. También puedo distinguir los diferentes colores del arco iris, de modo que cuando
alguien dice «azul» yo me imagino cierto tono que a menudo he visto en el cielo o en el mar. He visitado la
plaza de San Marcos, en Venecia, y por tanto creo firmemente que es notablemente mayor que la entrañable
plaza de la Constitución de mi San Sebastián natal. Sé lo que es el dolor porque he tenido varios cólicos
nefríticos, lo que es el sufrimiento porque he visto morir a mi padre y lo que es el placer porque una vez
recibí un beso estupendo de una chica en cierta estación. Conozco el calor, el frío, el hambre, la sed y muchas
emociones, para algunas de las cuales ni siquiera tengo nombre. También conservo experiencia de los
cambios que produjo en mí el paso de la infancia a la edad adulta y de otros más alarmantes que voy
padeciendo al envejecer. Por experiencia sé también que cuando estoy dormido tengo sueños, sueños que se
parecen asombrosamente a las visiones y sensaciones que me asaltan diariamente durante la vigilia... De
modo que la experiencia me ha enseñado que puedo sentir, padecer, gozar, sufrir, dormir y tal vez soñar.
Ahora bien, ¿hasta qué punto estoy seguro de cada una de esas cosas; que sé? Desde luego, no todas
las creo con el mismo grado de certeza ni me parecen conocimientos igualmente fiables. Pensándolo bien,
cualquiera de ellas puede suscitarme dudas. Creerme algo sólo porque otros me lo han dicho no es demasiado
prudente. Podrían estar ellos mismos equivocados o querer engañarme: quizá mis padres me amaban
demasiado para decirme siempre la verdad, quizá mi amigo viajero sabe poco de gastronomía o el ligón
nunca fue un verdadero experto en psicología femenina... De las noticias que leo en los periódicos, para qué
hablar; no hay más que comparar lo que se escribe en unos con lo que cuentan otros para ponerlo todo como
poco en entredicho. Aunque ofrezcan mayores garantías, tampoco las materias de estudio son absolutamente
fiables. Muchas cosas que estudié de joven hoy se explican de otra manera, las capitales de los países
cambian de un día para otro (¿sigue siendo Tegucigalpa la capital de Honduras?) y las ciencias actuales
descartan numerosas teorías de los siglos pasados: ¿quién puede asegurarme que lo hoy tenido por cierto no
será también descartado mañana? Ni siquiera lo que yo mismo puedo experimentar es fuente segura de
conocimiento: cuando introduzco un palo en el agua me parece verlo quebrarse bajo la superficie aunque el
tacto desmiente tal impresión y casi juraría que el sol se mueve a lo largo del día o que no es mucho mayor
que un balón de fútbol (¡si me tumbo en el suelo puedo taparlo con sólo alzar un pie!), mientras que la
astronomía me da noticias muy distintas al respecto. Además también he sufrido a veces alucinaciones y
espejismos, sobre todo después de haber bebido demasiado o estando muy cansado...
¿Quiere todo esto decir que nunca debo fiarme de lo que me dicen, de lo que estudio o de lo que
experimento? De ningún modo. Pero parece imprescindible revisar de vez en cuando algunas cosas que creo
saber, compararlas con otros de mis conocimientos, someterlas a examen crítico, debatirlas con otras personas que puedan ayudarme a entender mejor. En una palabra, buscar argumentos para asumirlas o
refutarlas. A este ejercicio de buscar y sopesar argumentos antes de aceptar como bueno lo que creo saber es
a lo que en términos generales se le suele llamar utilizar la razón. Desde luego, la razón no es algo simple, no
es una especie de faro luminoso que tenemos en nuestro interior para alumbrar la realidad ni cosa parecida.
Se parece más bien a un conjunto de hábitos deductivos, tanteos y cautelas, en parte dictados por la
experiencia y en parte basados en las pautas de la lógica. La combinación de todos ellos constituye «una fa-
cultad capaz -al menos en parte- de establecer o captar las relaciones que hacen que las cosas dependan unas
de otras, y estén constituidas de una determinada forma y no de otra» (le plagio esta definición -
modificándola a mi gusto- a un filósofo del siglo XVII, Leibniz). En ocasiones puedo alcanzar algunas
certezas racionales que me servirán como criterio para fundar mis conocimientos: por ejemplo, que dos cosas
iguales a una tercera son iguales entre sí o que algo no puede ser y no ser a la vez en un mismo respecto (una
cosa puede ser blanca o negra, blanquinegra, gris, pero no al mismo tiempo totalmente blanca y totalmente
negra). En muchos otros casos debo conformarme con establecer racionalmente lo más probable o verosímil:
dados los numerosos testimonios que coinciden en afirmarlo, puedo aceptar que en Australia hay canguros;
no parece insensato asumir que el aparato con que caliento las pizzas en mi cocina es un horno microondas y
no una nave alienígena; puedo tener cierta confianza en que el portero de mi casa (que se llama Juan como
ayer, tiene el mismo aspecto y la misma voz que ayer, me saluda como ayer, etc.) es efectivamente la misma
persona que vi ayer en la portería. Aunque no espero que ningún acontecimiento altere mi creencia racional
en los principios de la lógica o de la matemática, debo admitir en cambio -también por cautela racional- que
en otros campos lo que hoy me resulta verosímil o aún probable siempre puede estar sujeto a revisión...
De modo que la razón no es algo que me cuentan los demás, ni el fruto de mis estudios o de mi
experiencia, sino un procedimiento intelectual crítico que utilizo para organizar las noticias que recibo, los
estudios que realizo o las experiencias que tengo, aceptando unas cosas (al menos provisionalmente, en
espera de mejores argumentos) y descartando otras, intentando siempre vincular mis creencias entre sí con
cierta armonía. Y lo primero que la razón intenta armonizar es mi punto de vista meramente personal o
subjetivo con un punto de vista más objetivo o intersubjetivo, el punto de vista desde el que cualquier otro ser
racional puede considerar la realidad. Si una creencia mía se apoya en argumentos racionales, no pueden ser
racionales sólo para mí. Lo característico de la razón es que nunca es exclusivamente mi razón. De aquí
proviene la esencial universalidad de la razón, en la que los grandes filósofos como Platón o Descartes siem-
pre han insistido. Esa universalidad significa, primero, que la razón es universal en el sentido de que todos los
hombres la poseen, incluso los que la usan peor (los más tontos, para entendernos), de modo que con atención
y paciencia todos podríamos convenir en los mismos argumentos sobre algunas cuestiones; y segundo, que la
fuerza de convicción de los razonamientos es comprensible para cualquiera, con tal de que se decida a seguir
el método racional, de modo que la razón puede servir de árbitro para zanjar muchas disputas entre los
hombres. Esa facultad (¿ese conjunto de facultades?) llamado razón es precisamente lo que todos los
humanos tenemos en común y en ello se funda nuestra humanidad compartida. Por eso Sócrates previene al
joven Fedón contra dejarse invadir por el odio a los razonamientos «como algunos llegan a odiar a los
hombres. Porque no existe un mal mayor que caer presa de ese odio de los razonamientos» {Fedón, 890-9 ib).
Detestar la razón es detestar a la humanidad, tanto a la propia como a la ajena, y enfrentarse a ella sin
remedio como enemigo suicida...
El objetivo del método racional es establecer la verdad, es decir, la mayor concordancia posible entre
lo que creemos y lo que efectivamente se da en la realidad de la que formamos parte. «Verdad» y «razón»
comparten la misma vocación universalista, el mismo propósito de validez tanto para mí mismo como para el
resto de mis semejantes, los humanos. Lo expresó concisamente muy bien Antonio Machado en estos versos:
Tu verdad, no: la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela.
Buscar la verdad por medio del examen racional de nuestros conocimientos consiste en intentar
aproximarnos más a lo real: ser racionalmente veraces debería equivaler a llegar a ser lo más realistas
posible. Pero no todas las verdades son del mismo género porque la realidad abarca dimensiones muy
diversas. Si por ejemplo le digo a mi novia «soy tu pichoncito del alma» y al amigo en el bar «soy ingeniero
de caminos» puedo afirmar la verdad en ambos casos, aunque haya pocos pichones que hayan llegado a
ingenieros. Las ciudades medievales solían tener en sus afueras una explanada llamada «campo de la verdad»
donde se libraban los combates que dirimían agravios y litigios: se suponía que el ganador de la riña estaba en
posesión de la verdad de acuerdo con el veredicto de la ordalía o juicio de Dios. Pues bien, una de las
primeras misiones de la razón es delimitar los diversos campos de la verdad que se reparten la realidad de la
que formamos parte. Consideremos por ejemplo el sol: de él podemos decir que es una estrella de mediana
magnitud, un dios o el rey del firmamento. Cada una de estas afirmaciones responde a un campo distinto de
verdad, la astronomía en el primer caso, la mitología en el segundo o la expresión poética en el tercero. Cada
una en su campo, las tres afirmaciones sobre el sol son razonablemente verdaderas pero el engaño o ilusión
proviene de mezclar los campos (dando la respuesta propia para un campo en otro campo distinto) o, aún peor, no distinguir los campos, creer que no hay más que un solo campo para todo tipo de verdades. Hace
tiempo escuché a un catedrático de física explicar con la mejor voluntad divulgadora a unos periodistas la
compleja teoría del big bang como origen físico del universo. Impaciente, uno de ellos le interrumpió: «De
acuerdo, muy bien, pero... ¿existe o no existe el Dios creador?». He aquí un caso flagrante de confusión entre
campos de verdad distintos, porque Dios no es un principio físico.
También los tipos de veracidad a que puede aspirarse varían según los campos de la realidad que se
pretenden conocer. En matemáticas, por ejemplo, debemos exigir exactitud en los cálculos, mientras que el
rigor en los razonamientos es todo lo que podemos esperar en cuestiones éticas o políticas (según indicó con
tino Aristóteles al comienzo de su Ética para Nicómaco). Si nos movemos en la poesía tendremos que
intentar alcanzar la expresividad emotiva (!aunque sea tan modesta como la de proclamarnos «pichoncitos»
para nuestra amada!) o una verosimilitud bien fundada si intentamos comprender lo que ocurrió en un período
histórico. Hay verdades meramente convencionales (como la de que el fuego haya de llamarse «fuego»,
«fire» o «feu») y otras que provienen de nuestras impresiones sensoriales (como la de que el fuego quema, se
llame como se llame): muchas verdades convencionales cambiarán si nos mudamos de país, pero las otras no.
A veces la fiabilidad necesaria y suficiente en un campo de verdad es imposible en otro, incluso es
intelectualmente perjudicial exigirla allí. Después de todo, nuestra vida abarca formas de realidad muy
distintas y la razón debe servirnos para pasar convenientemente de unas a otras.
Ortega y Gasset distinguió entre ideas y creencias: son ideas nuestras construcciones intelectuales -
por ejemplo, la función fanerógama de ciertas plantas o la teoría de la relatividad-, mientras que constituyen
nuestras creencias esas certezas que damos por descontadas hasta el punto de no pensar siquiera en ellas (por
ejemplo que al cruzar nuestro portal saldremos a una calle conocida y no a un paisaje lunar o que el autobús
que vemos de frente lleva otro par de ruedas en su parte posterior). Tenemos tales o cuales ideas, pero en
cambio estamos en tales o cuales creencias. Quizá la extraña tarea de la filosofía sea cuestionar de vez en
cuando nuestras creencias (¡de ahí la desazón que nos causan a menudo las preguntas filosóficas!) y tratar de
sustituirlas por ideas argumentalmente sostenidas. Por eso Aristóteles dijo que el comienzo de la filosofía es
el asombro, es decir la capacidad de maravillarnos ante lo que todos a nuestro alrededor consideran obvio y
seguro. Sin embargo, incluso el más empecinado filósofo necesita para vivir cotidianamente apoyarse en
útiles creencias de sentido común (¡lo cual no quiere decir que sean irrefutablemente verdaderas!) sin
ponerlas constantemente en entredicho...
De acuerdo: la razón nos sirve para examinar nuestros supuestos conocimientos, rescatar de ellos la
parte que tengan de verdad y a partir de esa base tantear hacia nuevas verdades. Pasamos así de unas
creencias tradicionales, semiinadvertidas, a otras racionalmente contrastadas. Pero ¿y la creencia en la razón
misma, a la que algunos han considerado «una vieja hembra engañadora», como Nietzsche decía de la
gramática? ¿Y la creencia en la verdad? ¿No podrían ser también acaso ilusiones nada fiables y fuentes de
otras ilusiones perniciosas? Muchos filósofos se han hecho estas preguntas: lejos de ser todos ellos decididos
racionalistas, es decir creyentes en la eficacia de la razón, abundan los que han planteado serias dudas sobre
ella y sobre la noción misma de verdad que pretende alcanzar. Algunos son escépticos, es decir que ponen en
cuestión o niegan rotundamente la capacidad de la razón para establecer verdades concluyentes; otros son
relativistas, o sea, creen que no hay verdades absolutas sino sólo relativas según la etnia, el sexo, la posición
social o los intereses de cada cual y que por tanto ninguna forma universal de razón puede ser válida para
todos; los hay también que desestiman la razón por su avance laborioso, lleno de errores y tanteos, para
declararse partidarios de una forma de conocimiento superior, mucho más intuitiva o directa, que no deduce o
concluye la verdad sino que la descubre por revelación o visión inmediata. Antes de ir más adelante debemos
considerar sucintamente las objeciones de estos disidentes.
Empecemos por el escepticismo que pone en duda todos y cada uno de los conocimientos humanos;
más aún, que duda incluso de la capacidad humana de llegar a tener algún conocimiento digno de ese nombre.
¿Por qué la razón no puede dar cuenta ni darse cuenta de cómo es la realidad? Supongamos que estamos
oyendo una sinfonía de Beethoven y que, con papel y lápiz, intentamos dibujar la armonía que escuchamos.
Pintaremos diversos trazos, quizá a modo de picos cuando la música es más intensa y líneas hacia abajo
cuando se suaviza, círculos cuando nos envuelve de modo grato y dientes de sierra cuando nos desasosiega,
florecitas para indicar que suena líricamente y botas militares al tronar la trompetería, etc. Después, muy
satisfechos, consideraremos que en ese papel está la «verdad» de la sinfonía. Pero ¿habrá alguien capaz de
enterarse realmente de lo que la sinfonía es sin otra ayuda que tales garabatos? Pues del mismo modo quizá la
razón humana fracasa al intentar reproducir y captar la realidad, de cuyo registro está tan alejada como el
dibujo de la música... Para el escéptico, todo supuesto conocimiento humano es cuando menos dudoso y a fin
de cuentas nos descubre poco o nada de lo que pretendemos saber. No hay conocimiento verdaderamente
seguro ni siquiera fiable cuando se lo examina a fondo.
La primera respuesta al escepticismo resulta obvia: ¿tiene el escéptico por segura y fiable al menos su creencia en el escepticismo? Quien dice «sólo sé que no sé nada», ¿no acepta al menos que conoce una
verdad, la de su no saber? Si nada es verdad, ¿no resulta ser verdad al menos que nada es verdad? En una
palabra, se le reprocha al escepticismo ser contradictorio consigo mismo: si es verdad que no conocemos la
verdad, al menos ya conocemos una verdad... luego no es verdad que no conozcamos la verdad. (A esta
objeción el escéptico podría responder que no duda de la verdad, sino de que podamos distinguirla siempre
fiablemente de lo falso...) Otra contradicción: el escéptico puede dar buenos argumentos contra la posibilidad
de conocimiento racional pero para ello necesita utilizar la razón argumentativa: tiene que razonar para
convencernos (¡y convencerse a sí mismo!) de que razonar no sirve para nada. Por lo visto, ni siquiera se
puede descartar la razón sin utilizarla. Tercera duda frente a la duda: podemos sostener que cada una de
nuestras creencias concretas es falible (ayer creíamos que la Tierra era plana, hoy que es redonda y mañana...
¡quién sabe!) pero si nos equivocamos debe entenderse que podríamos acertar, porque si no hay posibilidad
de acierto -es decir, de conocimiento verdadero, aunque todavía nunca se haya dado-, tampoco hay
posibilidad de error. Lo peor del escepticismo no es que nos impida afirmar algo verdadero sino que incluso
nos veda decir nada falso. Cuarta refutación, de lo más grosero: quien no cree en la verdad de ninguna de
nuestras creencias no debería tener demasiado inconveniente en sentarse en la vía del tren a la espera del
próximo expreso o saltar desde un séptimo piso, pues puede que el temor inspirado por tales conductas se
base en simples malentendidos. Se trata de un golpe bajo, ya lo sé.
De todas formas, el escepticismo señala una cuestión muy inquietante: ¿cómo puede ser que
conozcamos algo de la realidad, sea poco o mucho? Nosotros los humanos, con nuestros toscos medios
sensoriales e intelectuales... ¿cómo podemos alcanzar lo que la realidad verdaderamente es? ¡Resulta
chocante que un simple mamífero pueda poseer alguna clave para interpretar el universo! El físico Albert
Einstein, quizá el científico más grande del siglo XX, comentó una vez: «Lo más incomprensible de la
naturaleza es que nosotros podamos al menos en parte comprenderla». Y Einstein no dudaba de que la com-
prendemos al menos en parte. ¿A qué se debe este milagro? ¿Será porque hay en nosotros una chispa divina,
porque tenemos algo de dioses, aunque sea de serie Z? Pero quizá no sea nuestro parentesco con los dioses lo
que nos permita conocer, sino nuestra pertenencia a aquello mismo que aspiramos a que sea conocido: somos
capaces -al menos parcialmente- de comprender la realidad porque formamos parte de ella y estamos hechos
de acuerdo a principios semejantes. Nuestros sentidos y nuestra mente son reales y por eso logran mejor o
peor reflejar el resto de la realidad.
Quizá la respuesta más perspicaz dada hasta la fecha al problema del conocimiento la brindó
Immanuel Kant a finales del siglo XVIII en su Crítica de la razón pura. Según Kant, lo que llamamos
«conocimiento» es una combinación de cuanto aporta la realidad con las formas de nuestra sensibilidad y las
categorías de nuestro entendimiento. No podemos captar las cosas en sí mismas sino sólo tal como las
descubrimos por medio de nuestros sentidos y de la inteligencia que ordena los datos brindados por ellos. O
sea, que no conocemos la realidad pura sino sólo cómo es lo real para nosotros. Nuestro conocimiento es
verdadero pero no llega más que hasta donde lo permiten nuestras facultades. De aquello de lo que no
recibimos información suficiente a través de los sentidos -que son los encargados de aportar la materia prima
de nuestro conocimiento- no podemos saber realmente nada, y cuando la razón especula en el vacío sobre
absolutos como Dios, el alma, el Universo, etc., se aturulla en contradicciones insalvables. El pensamiento es
abstracto, o sea que procede a base de síntesis sucesivas a partir de nuestros datos sensoriales: sintetizamos
todas las ciudades que conocemos para obtener el concepto «ciudad» o de las mil formas imaginables de
sufrimiento llegamos a obtener la noción de «dolor», agrupando los rasgos intelectualmente relevantes de lo
diverso. Pensar consiste luego en volver a descender desde la síntesis más lejana a los particulares datos
concretos hasta los casos individuales y viceversa, sin perder nunca el contacto con lo experimentado ni
limitarnos solamente a la abrumadora dispersión de sus anécdotas. Tal explicación está de alguna manera
presente ya en Aristóteles y, sobre todo, en Locke. Desde luego, la respuesta de Kant es muchísimo más
compleja de lo aquí esbozado, pero lo destacable de su esfuerzo genial es que intenta salvar a la vez los rece-
los del escepticismo y la realidad efectiva de nuestros conocimientos tal como se manifiestan en la ciencia
moderna, que para él representaba el gran Newton.
También el relativismo pone en cuestión que seamos alguna vez capaces de alcanzar la verdad por
medio de razonamientos. Como ya ha quedado dicho, en la argumentación racional debe conciliarse el punto
de vista subjetivo y personal con el objetivo o universal (siendo este último el punto de vista de cualquier otro
ser humano que por así decir «mirase por encima de mi hombro» mientras estoy razonando). Pues bien, los
relativistas opinan que tal cosa es imposible y que mis condicionamientos subjetivos siempre se imponen a
cualquier pretensión de objetividad universal. A la hora de razonar., cada cual lo hace según su etnia, su sexo,
su clase social, sus intereses económicos o políticos, incluso su carácter. Cada cultura tiene su lógica
diferente y cada cual su forma de pensar idiosincrásica e intransferible. Por tanto hay tantas verdades como
culturas, como sexos, como clases sociales, como intereses... ¡como caracteres individuales! Quienes no
hablan de verdades sino de la verdad y sostienen la pertinencia de los versos de Antonio Machado que antes citábamos suelen ser considerados por los relativistas diversas cosas feas: etnocéntricos, logocéntricos,
falocéntricos y en general concéntricos en torno a sí mismos; es decir gente despistada o abusona que toma su
propio punto de vista por la perspectiva de la razón universal.
Resulta imposible (y sin duda indeseable) negar la importancia de nuestros condicionamientos
socioculturales o psicológicos cuando nos ponemos a razonar pero... ¿puede asegurarse que invaliden
totalmente el alcance universal de ciertas verdades alcanzadas a partir de ellos y a pesar de ellos? Los
hallazgos científicos de la única mujer ganadora de dos premios Nobel, Madame Curie, ¿son válidos sólo
para las madames y no también para los monsieurs? ¿Deben desconfiar los japoneses del siglo XX del valor
que tenga para ellos la ley de gravitación descubierta por un inglés empelucado del siglo XVII llamado
Newton? ¿Se equivocaron nuestros antepasados renacentistas europeos al cambiar la numeración romana, tan
propia de su identidad cultural, por los mucho más operativos guarismos árabes? ¿Utilizaron una lógica y una
observación experimental de la naturaleza muy distinta a la nuestra los indígenas peruanos que descubrieron
las propiedades febrífugas de la quinina siglos antes que los europeos? ¿Invalida los análisis de Marx sobre el
proletariado el hecho indudable de que él mismo perteneciese a la pequeña burguesía? ¿Debería Martín
Luther King por ser negro haber renunciado a reclamar los derechos de ciudadanía iguales para todos
establecidos por los padres fundadores de la constitución estadounidense, los cuales fueron blancos sin
excepción? Por último: ¿es una verdad racional universal y objetiva la de que no existen o no pueden ser
alcanzadas por los humanos las verdades universales racionalmente objetivas?
Parece evidente que el peso de los condicionamientos subjetivos varía grandemente según el «campo
de la verdad» que en cada caso estemos considerando: si de lo que hablamos es de mitología, de gastronomía
o de expresión poética, el peso de nuestra cultura o nuestra idiosincrasia personal es mucho más concluyente
que cuando nos referimos a ciencias de la naturaleza o a los principios de la convivencia humana. En
cualquier caso, también para determinar hasta qué punto nuestros conocimientos están teñidos de
subjetivismo necesitamos un punto de vista objetivo desde el que compararlos unos con otros... ¡y todos con
una cierta realidad más allá de ellos a la que se refieren! En fin, hasta para desconfiar de los criterios
universales de razón y de verdad necesitamos algo así como una razón y una verdad que sirvan de criterio
universal. Sin embargo, la aportación más valiosa del relativismo consiste en subrayar la imposibilidad de
establecer una fuente última y absoluta de la que provenga todo conocimiento verdadero. Y ello no se debe a
las insuficiencias accidentales de nuestra sabiduría que el progreso científico podría remediar, sino a la
naturaleza misma de nuestra capacidad de conocer. Quizá por eso un teórico importante de nuestro siglo, Karl
R. Popper, ha insistido en que no existe ningún criterio para establecer que se ha alcanzado la verdad, sin
dejar al tiempo de conservar para la epistemología un criterio último y definitivo de verdad (la noción
tarskiana7
de verdad). Lo único que está a nuestro alcance en la mayoría de los casos, según Popper, es
descubrir los sucesivos errores que existen en nuestros planteamientos y purgarnos de ellos. De este modo, la
tarea de la razón resultaría ser más bien negativa (señalar las múltiples equivocaciones e inconsistencias en
nuestro saber) que afirmativa (establecer la autoridad definitiva de la que proviene toda verdad).
Seamos modestos: decir que algo «es verdad» significa que es «más verdad» que otras afirmaciones
concurrentes sobre el mismo tema, aunque no represente la verdad absoluta. Por ejemplo, es «verdad» que
Colón descubrió el continente americano a los europeos (aunque sin duda navegantes vikingos llegaron antes,
pero sin dar la misma publicidad a su logro ni intentar la colonización) y es «verdad» que el vino de Rioja es
un alimento más sano que el arsénico (aunque bebido en dosis excesivas también puede ser letal, mientras
que pequeñas cantidades de arsénico se utilizan en la farmacopea para fabricar medicinas). Etcétera. Como
resumió muy bien otro gran filósofo contemporáneo, George Santayana: «La posesión de la verdad absoluta
no se halla tan sólo por accidente más allá de las mentes particulares; es incompatible con el estar vivo,
porque excluye toda situación, órgano, interés o fecha de investigación particulares: la verdad absoluta no
puede descubrirse justo porque no es una perspectiva»8
. Pero que toda verdad que alcanzamos racionalmente
responda a cierta perspectiva no la invalida como verdad, sino que sólo la identifica como «humana».
El último grupo de adversarios de la razón (o, más bien, del razonar argumentalmente) no lo son
también de la verdad, como ocurría en los dos casos anteriores. Al contrario, éstos creen en la verdad, incluso
en la Verdad con mayúscula, eterna, resplandeciente, sin nada que ver con las construcciones trabajosas que
mediatizan el conocimiento humano: en una palabra, esta Verdad absoluta e indiscutible no nos debe nada.
Tampoco piensan que puede llegar hasta ella por el laborioso y vacilante método racional sino que es una
Verdad que se nos revela, bien sea porque nos la descubran algunos maestros sobrehumanos (dioses, ancestros inspirados, etcétera), porque se nos manifieste en alguna forma privilegiada de visión o porque sólo
sea alcanzable a través de intuiciones no racionales, sentimientos, pasiones, etc. Es curioso que los partidarios
de estos atajos sublimes hacia el conocimiento suelan fustigar el «orgullo» de los racionalistas (cuando
precisamente la racionalidad se caracteriza por la humilde desconfianza de sí misma y de ahí sus tanteos, sus
laboriosas deliberaciones, sus pruebas y contrapruebas) o ridiculicen su fe en «la omnipotencia de la razón»,
disparate irracional en el que jamás ha creído ningún racionalista en su sano juicio. Desde luego la Verdad así
revelada -la Verdad visionaria- es irrefutable, porque cualquier intento de cuestionarla demuestra precisamen-
te que el incrédulo carece de la iluminación requerida para su disfrute, bien sea por su impiedad ante los
Maestros adecuados o por el embotamiento de las emociones necesarias para intuirla.
Y en ello mismo estriba sin embargo la principal objeción que puede hacérsele. Porque esta forma de
acceso a la Verdad mayúscula es algo así como un privilegio de unos cuantos, que los menos afortunados
sólo lograrían compartir indirectamente por obediencia intelectual ante los iniciados o quedando a la espera
de una revelación semejante. Pero en ningún caso pueden repetir por sí mismos el camino del conocimiento,
que se presenta como inefable y repentino. La Verdad así alcanzada debe ser aceptada en bloque,
incuestionada, no sometida al proceso de dudas y objeciones que son fruto del ejercicio racional. El método
de la razón en cambio es totalmente diferente. Para empezar, está abierto a cualquiera y no hace distingos
entre las personas: en el diálogo Menón, Sócrates demuestra que también un joven esclavo sin instrucción
ninguna puede llegar por sus propias deducciones a avanzar en el campo de la geometría. La razón no exige
nada especial para funcionar, ni fe, ni preparación espiritual, ni pureza de alma o de sentimientos, ni perte-
necer a un determinado linaje o a determinada etnia: sólo pide ser usada. La revelación elige a unos cuantos;
la razón puede ser elegida por cualquiera, por todos. Es lo común de la condición humana. Se puede fingir
una revelación sublime o una intuición emotiva pero no se puede fingir el ejercicio racional, porque
cualquiera puede repetirlo con nosotros o en nuestro lugar: no hay conclusión racional si otro (cualquier otro
con voluntad de razonar) no está facultado para seguir al menos nuestro razonamiento y compartirlo o señalar
sus errores. Frente a tantos vehículos privados, supuestamente velocísimos pero que quizá no se mueven de
donde están, la razón es un servicio público intelectual: un ómnibus.
En este sentido, la razón no sólo es un instrumento para conocer sino que tiene relevantes
consecuencias políticas. El proceso de razonamiento -argumentos, datos, dudas, pruebas, contrapruebas,
preguntas capciosas, refutaciones, etc.- está tomado del método que seguimos para discutir con nuestros
semejantes los temas que nos interesan. Es decir, todo razonamiento es social porque reproduce el
procedimiento de preguntas y respuestas que empleamos para el debate con los demás. Tal es precisamente el
origen de la razón, si hemos de hacer caso a Giorgio Colli: «Muchas generaciones de dialécticos elaboraron
en Grecia un sistema de la razón, del logos, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral. Evidentemente,
el carácter oral de la discusión es esencial en ella: una discusión escrita, traducida a obra literaria, como la
que encontramos en Platón, es un pálido subrogado del fenómeno originario, ya sea porque carece de la más
mínima inmediatez, de la presencia de los interlocutores, de la inflexión de sus voces, de la alusión de sus
miradas, o bien porque describe una emulación pensada por un solo hombre y exclusivamente pensada, por lo
que carece del arbitrio, de la novedad, de lo imprevisto, que pueden surgir únicamente del encuentro verbal
de dos individuos de carne y hueso»9
. Razonar no es algo que se aprende en soledad sino que se inventa al
comunicarse y confrontarse con los semejantes: toda razón es fundamentalmente conversación. A veces los
filósofos modernos parecen olvidar este aspecto esencial de la cuestión.
«Conversar» no es lo mismo que escuchar sermones o atender voces de mando. Sólo se conversa -
sobre todo, sólo se discute- entre iguales. Por eso el hábito filosófico de razonar nace en Grecia junto con las
instituciones políticas de la democracia. Nadie puede discutir con Asurbanipal o con Nerón, ni nadie puede
conversar abiertamente en una sociedad en la que existen castas sociales inamovibles. Desde luego la Grecia
clásica no fue una sociedad plenamente igualitaria (¿lo ha sido alguna, habrá alguna que lo sea alguna vez?) y
las mujeres o los esclavos no tenían los mismos derechos de ciudadanía que los varones libres: pero en el
Banquete platónico interviene Diotima como interlocutora y en Menón Sócrates ayuda a razonar al esclavo. Y
es que razonar consecuentemente exige la universalidad humana de la razón, el no excluir a nadie del diálogo
donde se argumenta. De modo que la razón fue por delante en Grecia de su propio sistema social y va
siempre por delante de los sistemas sociales desiguales que conocemos, hacia la verdadera comunidad de
todos los seres pensantes. A fin de cuentas, la disposición a filosofar consiste en decidirse a tratar a los demás
como si fueran también filósofos: ofreciéndoles razones, escuchando las suyas y construyendo la verdad,
siempre en tela de juicio, a partir del encuentro entre unas y otras.
Actualmente se ha extendido una versión que me parece errónea de la relación entre la capacidad de
argumentación y la igualdad democrática. Se da por supuesto que cada cual tiene derecho a sus propias
opiniones y que intentar buscar la verdad (no la tuya ni la mía) es una pretensión dogmática, casi totalitaria.
En el fondo, no hay planteamiento más directamente antidemocrático que éste. La democracia se basa en el
supuesto de que no hay hombres que nazcan para mandar ni otros nacen para obedecer, sino que todos
nacemos con la capacidad de pensar y por tanto con el derecho político de intervenir en la gestión de la
comunidad de la que formamos parte. Pero para que los ciudadanos puedan ser políticamente iguales es
imprescindible que en cambio no todas sus opiniones lo sean: debe haber algún medio de jerarquizar las ideas
en la sociedad no jerárquica, potenciando las más adecuadas y desechando las erróneas o dañinas. En una
palabra, buscando la verdad. Tal es precisamente la misión de la razón cuyo uso todos compartimos (antaño
las verdades sociales las establecían los dioses, la tradición, los soberanos absolutos, etcétera). En la sociedad
democrática, las opiniones de cada cual no son fortalezas o castillos donde encerrarse como forma de
autoafirmación personal: «tener» una opinión no es «tener» una propiedad que nadie tiene derecho a
arrebatarnos. Ofrecemos nuestra opinión a los demás para que la debatan y en su caso la acepten o la refuten,
no simplemente para que sepan «dónde estamos y quiénes somos». Y desde luego no todas las opiniones son
igualmente válidas: valen más las que tienen mejores argumentos a su favor y las que mejor resisten la prueba
de fuego del debate con las objeciones que se les plantean.
Si no queremos que sean los dioses o ciertos hombres privilegiados los que usurpen la autoridad
social (es decir., quienes decidan cuál es la verdad que conviene a la comunidad) no queda otra alternativa
que someternos a la autoridad de la razón como vía hacia la verdad. Pero la razón no está situada como un
árbitro semidivino por encima de nosotros para zanjar nuestras disputas sino que funciona dentro de nosotros
y entre nosotros. No sólo tenemos que ser capaces de ejercer la razón en nuestras argumentaciones sino
también -y esto es muy importante y quizá aún más difícil- debemos desarrollar la capacidad de ser
convencidos por las mejores razones, vengan de quien vengan. No acata la autoridad democrática de la razón
quien sólo sabe manejarla a favor de sus tesis pero considera humillante ser persuadido por razones opuestas.
No basta con ser racional, es decir, aplicar argumentos racionales a cosas o hechos, sino que resulta no
menos imprescindible ser razonable, o sea acoger en nuestros razonamientos el peso argumental de otras
subjetividades que también se expresan racionalmente. Desde la perspectiva racionalista, la verdad buscada
es siempre resultado, no punto de partida: y esa búsqueda incluye la conversación entre iguales, la polémica,
el debate, la controversia. No como afirmación de la propia subjetividad sino como vía para alcanzar una
verdad objetiva a través de las múltiples subjetividades. Si sabemos argumentar pero no sabemos dejarnos
persuadir hará falta un jefe, un Dios o un Gran Experto que finalmente decida qué es lo verdadero para todos.
Probablemente tendremos que volver más adelante sobre esta cuestión de lo racional y lo razonable.
De momento, creo que basta lo dicho. Recapitulemos. Acosados por la muerte, debemos pensar la
vida. Pensarla, es decir: conocerla mejor a ella, a cuanto contiene y a cuanto significa. Tenemos múltiples
fuentes de conocimiento, pero todas han de pasar la criba crítica de la razón, que verifica, organiza y busca la
coherencia en lo que sabemos... aunque sea provisionalmente. Pero la vida está llena de preguntas. ¿Por cuál
empezar, tras habernos preguntado cómo responderlas? La primera de todas bien puede ser ésta: ¿quién soy
yo? O quizá: ¿qué soy yo?
Da que pensar...
¿Cuál es la pregunta previa a las restantes preguntas de la vida? ¿De dónde nos viene lo que
creemos saber? ¿Podemos estar medianamente seguros de tales conocimientos? ¿A qué llamamos razón?
¿Cuál es la relación entre la razón y la verdad? ¿Cuánto hay en la razón de subjetivo y cuánto de objetivo?
¿Se puede compartir la razón y la verdad con otros, quizá con todos? ¿Cuáles son los argumentos de los
escépticos y cómo se les puede responder? ¿En qué consiste el relativismo? Si todo es relativo, ¿será el
relativismo relativo también? ¿Podrá llegarse a la Verdad sin utilizar la razón, por fe o por intuición, quizá
por una corazonada? ¿Por qué no puede haber una razón muda y qué tiene que ver «conversar» con
«razonar»? ¿Tiene implicaciones políticas el método racional de llegar a la verdad? Para utilizar
correctamente la razón ¿basta con ser racional o hay que ser también razonable? Puedo ser racional contra
mi prójimo pero ¿puedo ser razonable contra los demás? ¿Consiste la democracia en el derecho a defender
públicamente las propias opiniones o en la obligación de tenerlas a todas por igualmente válidas? ¿Es
irracional o humillante dejarse convencer por los argumentos racionales?
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Las preguntas de la Vida
No FicciónFernando Savater Todos los derechos reservados a su autor