En el capítulo cuarto planteamos un esbozo genérico del hombre como «animal simbólico»,
señalando los rasgos característicos que le definen frente a otros seres vivos con los cuales -por lo demás-
guarda también un parentesco indudable. Los símbolos son convencionales, por tanto el hombre es un animal
«convencional», un ser vivo capaz de establecer, aprender y practicar acuerdos de significado con sus
semejantes. Pero ahora deberíamos preguntarnos si existe una naturaleza humana, si los humanos estamos
formados por la naturaleza y formamos parte de ella, si somos también «seres naturales» además de -¿a pesar
de?- ser «convencionales», si hay contradicción o incompatibilidad entre lo uno y lo otro. Nos interesan estas
preguntas porque quizá conocer nuestra naturaleza o nuestra relación con la naturaleza nos pueda orientar
respecto a cómo actuar y cómo emplear convenientemente nuestra libertad. Después de todo, cuando
queremos aprobar o disculpar un comportamiento solemos decir que es «natural» actuar así; y también
reprobamos algunas conductas diciendo que son «antinaturales» o contrarias a la naturaleza. ¿Qué queremos
decir cuando hacemos tales comentarios?
En nuestra época se oye hablar mucho de la «naturaleza». Las actitudes ecologistas nos previenen
contra ciertas formas de obrar que representan amenazas contra lo «natural», ya que ponen en peligro a la
«naturaleza» por medio de abusos técnicos, polución industrial, sobreexplotación de los recursos,
aniquilación de especies vivientes, manipulaciones genéticas, etcétera. Algunos sostienen que muchos de
nuestros males provienen de haberle vuelto la espalda a lo «natural» y recomiendan volver a la «naturaleza»,
considerarnos parte de ella y no sus dueños tiránicos, dejarnos en cierto modo guiar por ella. Deberíamos,
según este punto de vista bastante extendido, manejar fuentes de energía y consumir productos «naturales».
Otros creen que tales actitudes nos devuelven a la barbarie, a épocas primitivas, nos hacen desandar el
camino del progreso científico al que nada puede ni debe detener. Señalan que la supuesta norma de lo
«natural» también sirve para descalificar represivamente como «antinaturales» ciertas reivindicaciones
sociales, por ejemplo las del feminismo o las de los homosexuales. Preguntemos de nuevo: ¿de qué estamos hablando tan apasionadamente?
Como ya he indicado en varias ocasiones a lo largo de los capítulos anteriores, nuestra primera tarea
filosófica -¡aunque desde luego no la única!- tendrá que consistir en precisar lo más posible los usos de la
noción sobre la que se establece la controversia, en este caso «naturaleza» o «natural». Sólo la mala filosofía
empieza inventando nuevos términos rimbombantes que nadie entiende en lugar de proponerse aclarar qué
entendemos por medio de las palabras comunes que habitualmente utilizamos. Evidentemente no parece que
nos estemos refiriendo a lo mismo cuando decimos que la gravitación es una ley de la Naturaleza descubierta
por Newton, que es natural que las madres quieran a sus hijos, que la naturaleza es muy hermosa, que
naturalmente el agredido reacciona contra su agresor, que los seres humanos somos iguales por naturaleza y
que lo más natural es bajar por la escalera o por el ascensor, no saltar desde un sexto piso a la calle. Miremos
todo esto un poco más detenidamente.
¿Cuáles son los principales usos del término «naturaleza»? El primero de ellos es el que recibe en el
título del famoso poema de Lucrecio, «De Rerum Natura» o «De la naturaleza de las cosas». Cada una de las
cosas que existen en el universo tiene su propia naturaleza, es decir su propia forma de ser. El siglo pasado,
una de las personas más lúcidas y honestas que se han dedicado a la filosofía -John Stuart Mill- escribió una
obrita breve titulada precisamente La naturaleza y que comenzaba así: «¿Qué quiere decirse cuando
hablamos de la "naturaleza" de un objeto particular, tal y como el fuego, el agua, o cualquier planta o animal?
Evidentemente, el conjunto o agregado de sus poderes o propiedades; los modos en que dicho objeto actúa
sobre otras cosas (incluyendo entre éstas los sentidos del observador), y los modos en que otras actúan sobre
él»25. Quizá también deberíamos añadir explícitamente a estos rasgos -porque de otro modo Lucrecio no nos
lo perdonaría- la composición física y la génesis de tal objeto o cosa. La naturaleza de algo es su forma de
ser, de llegar a ser y de operar en el conjunto del resto de lo existente. De modo que la Naturaleza con
mayúscula será el conjunto de los poderes o propiedades de todas las cosas, tanto de las que hay como de las
que podría llegar a haber, según señala con razón Stuart Mill: «Así, "Naturaleza", en su acepción más simple
es el nombre colectivo para todos los hechos, tanto para los que se dan como para los meramente posibles; o
(para hablar con mayor precisión) un nombre para el modo, en parte conocido y en parte desconocido para
nosotros, en que las cosas acontecen».
Por supuesto, nos estamos refiriendo realmente a todo lo que existe en el universo o puede existir, sea
animado o inanimado, racional o irracional, incluyendo también las mesas, los castillos, los aviones
intercontinentales y demás artefactos que los humanos producimos. Cualquiera de las cosas hechas por el
hombre tiene también su naturaleza, lo mismo que una flor o un río, y responde a propiedades físicas y
químicas que comparte con muchos seres no humanamente fabricados. En este sentido, nada de lo que el
hombre haga puede ir contra la naturaleza, ni destruirla o perjudicarla porque los productos humanos también
forman parte de ella (no está en la mano del hombre «violar» a la naturaleza sino sólo utilizar de un modo u
otro sus pautas). Un pesticida no es ni más ni menos «natural» que el agua clara de la fuente, la bomba
atómica responde a principios tan naturales como el amanecer o la fabricación de panales por las abejas, el
incendio intencionalmente provocado es tan «natural» como el bosque devastado por él. El hombre puede
destruir ciertos objetos naturales o perjudicar a otros seres vivos pero siempre siguiendo procedimientos que
se basan en la naturaleza misma de las cosas. En este primer sentido del término se da una continuidad natural
entre todo lo que existe o sucede en la realidad.
Pero hay otro sentido de la palabra «naturaleza» según el cual es natural todo aquello que aparece en
el mundo sin intervención humana. En el libro X de su Física, Aristóteles establece que son seres naturales
los que tienen su principio y finalidad en sí mismos, es decir los que son espontáneamente lo que son y como
son. Por el contrario, una cama o una computadora tienen su principio en la capacidad productiva humana y
responden a fines que los hombres se han propuesto. Por un lado, están entonces los seres naturales, brotados
de una espontaneidad creadora que llamamos en su conjunto «naturaleza»; y por otro los objetos artificiales,
fruto del arte o la técnica humana (la palabra griega tejné, de donde proviene nuestra «técnica», significa
también «arte»). Pero la distinción entre lo uno y lo otro deja preocupantes zonas de penumbra. En 1826 se
sintetizó por primera vez en un laboratorio la urea, una sustancia que también existe espontáneamente en la
naturaleza: el producto así obtenido ¿debe ser considerado natural, artificial... o artificialmente natural? ¿Son
naturales o artificiales las diversas razas de perros, los cerdos Duroc-Jersey o los caballos de carreras? ¿Y las
variedades de flores logradas a fuerza de injertos? ¿Es natural o artificial la repoblación forestal? La mayor
parte de los paisajes que nos rodean son inseparables de la acción humana, sea porque haya intervenido activamente en su configuración o por haberse abstenido de intervenir, pudiendo hacerlo. ¿Convierte esta
evidencia en «artificial» todo nuestro entorno? Por supuesto, la cuestión más difícil la plantea el propio ser
humano, que no llegaría a existir sin la intervención de otros seres humanos que lo engendran física y
culturalmente. Según asegura Lévi-Strauss en su Antropología estructural, «los hombres no se han hecho me-
nos a sí mismos de lo que han hecho las razas de sus animales domésticos». ¿Somos los humanos naturales,
artificiales... o artificiales por naturaleza?
Cuando lo aplicamos al caso del hombre, el término «natural» se contrapone en primer lugar a
«cultural»: lo natural es lo innato, lo biológicamente determinado, lo que no se elige ni se aprende sino que se
padece; en cambio es cultural lo aprendido, lo que recibimos por las buenas o por las malas de nuestros
semejantes, lo que elegimos o imitamos, cuanto deliberadamente hacemos. Volvamos de nuevo a consultar al
antropólogo Lévi-Strauss: «Pongamos que todo lo que es universal en el hombre proviene del orden de la
naturaleza y se caracteriza por la espontaneidad, mientras que todo lo que está sometido a una norma
pertenece a la cultura y presenta los atributos de lo relativo y lo particular (Las estructuras elementales del
parentesco). En cuanto a la primera parte de este planteamiento -lo universal en el hombre es natural-
conviene señalar que su contraria no es verdadera: lo innato o natural en cada ser humano concreto tiene
múltiples particularidades, algunas genéricas y compartidas con muchos otros (el sexo, por ejemplo, o el
color de la piel y de los ojos, ciertas malformaciones, etc.), pero otras únicas e irrepetibles (huellas dactilares,
dotación genética salvo en gemelos univitelinos, etc.). También podríamos considerar parte "natural" de cada
uno los cambios accidentales que va sufriendo su estructura física, por ejemplo las secuelas que deja la
poliomielitis o el simple y universalísimo fenómeno de envejecer, ya que no hay dos personas que envejezcan
exactamente igual. Ni ciertamente que mueran igual. Por supuesto, también cabe discutir este último punto: si
me quedo cojo tras ser atropellado por un auto, ¿se trata de un percance “natural” o “cultural”? ¿O un
percance “cultural” que afecta a mi parte “natural”? Recuerdo ahora el viejo chiste: "¿De qué murió Fulano?
De muerte natural. ¿Cómo ocurrió? Le cayó encima un piano desde un octavo piso. ¿Y a eso le llamas
“muerte natural”? Hombre, si no te parece natural que uno se muera cuando le cae encima un piano...”».
Y es que en cada uno de nosotros cualquier rasgo «natural» está siempre contaminado por la cultura y
viceversa. Nada más natural y universal en los humanos -como en el resto de los animales- que la necesidad
de comer, pero nadie come sin someterse a pautas culturales, reverenciar modas gastronómicas, elegir o
rechazar alimentos de acuerdo con hábitos adquiridos: es natural tener que alimentarse pero siempre nos
alimentamos culturalmente. ¡Que se lo pregunten si no a los supervivientes de aquel accidente aéreo en los
Andes, que tuvieron que optar entre devorar los cadáveres de otras víctimas o morir de inanición mientras
esperaban ser rescatados! Incluso si se hubieran visto obligados a sacrificar finalmente a alguno de entre ellos
para seguir alimentándose, seguro que lo hubieran echado a suertes, en lugar de elegir al más gordito como
sería «natural»... También es naturalísimo, según parece, el instinto sexual pero no el tabú del incesto, el
matrimonio, el amor romántico, los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, etc.
Resulta «natural» querer guarecerse de las inclemencias del tiempo, pero no construir palacios o chalets
adosados, ni siquiera decorar las cuevas con pinturas rupestres... ¿Y qué diremos del poder? Probablemente
es muy natural que los más fuertes dominen a los débiles, como le recuerda Cálleles a Sócrates en el Gorgias
de Platón, pero eso nunca ocurre entre los humanos sin un complicado aparato político y jurídico. Y se da el
caso asombroso de que muchas veces los que son física o naturalmente más fuertes obedezcan a un anciano o
incluso a un niño por razones culturales cuya «artificialidad» destacó un amigo de Montaigne, Étienne de la
Boétie, en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria. La «fuerza» con la que unos hombres se imponen a
otros casi nunca es mera superioridad muscular o numérica, siempre necesita pasar a lo simbólico, es decir,
«artificializarse»...
Y también puede contarse la historia desde la otra orilla. En las sofisticadas conferencias de política
internacional se ven de vez en cuando brillar las garras y colmillos de la fiera «natural» que quizá somos, los
oropeles del desfile de modas se explican a fin de cuentas por la codicia carnal de nuestro instinto, y no fue
Proust ni el primer ni el último gran hombre que en su hora postrera olvidó el prestigio de las convenciones
para morir, muy naturalmente, llamando a mamá. ¿Cómo entender todo esto? ¿Diremos que el hombre está
compuesto de capas superpuestas, como una cebolla, que las más básicas o íntimas son naturales mientras que
sobre ellas se ha ido depositando el estrato de la educación, la sociabilidad, los artificios, etc.? Ahora
recuerdo que en las novelas de Tarzán -las cuales tanto contribuyeron a la felicidad de mi adolescencia-,
cuando el significativamente llamado «hombre-mono» se enfrentaba mucho después de haber abandonado la
jungla a sus enemigos, el comienzo de su ira justiciera solía expresarse más o menos así: «Entonces se
rompió la delgada costra de civilización que le cubría y...». ¡Y los malvados podían echarse a temblar! ¿Será
sencillamente la cultura una capa o mano de pintura que recubre nuestra naturaleza intacta? Más bien parece
que la impregnación convierte en inseparables lo uno y lo otro, tal como escribe en su Fenomenología de la
percepción un filósofo contemporáneo, Maurice Merleau-Ponty: «Es imposible superponer en el hombre una
primera capa de comportamientos que llamaríamos "naturales" y un mundo cultural o espiritual fabricado.
Todo es fabricado y todo es natural en el hombre, como se quiera decir, en el sentido de que no hay una
palabra ni una conducta que no deba algo al ser puramente biológico y que al mismo tiempo no se hurte a la
sencillez de la vida animal, no desvíe de su sentido las conductas vitales, por una especie de escamoteo y por
un genio del equívoco que podría servir para definir al hombre». Por mucho que buceemos hacia el fondo
natural de lo humano, siempre hallamos el sello de la cultura mezclando lo adquirido con lo innato; del
mismo modo, no hay forma de aislar ninguna actitud o perspectiva cultural que no huela a zoológico, a
condicionamiento simiesco. Lo más natural en los hombres es no serlo nunca del todo.
Aplicado a la conducta humana, ese término de «natural» tiene también otros usos comunes que
merece la pena al menos mencionar de pasada porque resultan ilustrativos de lo hasta aquí señalado. Por
ejemplo, decimos que un comportamiento es «natural» cuando responde a lo habitual o acostumbrado. Se ha
dicho, con razón, que la costumbre es una segunda naturaleza... ¡que muchas veces sustituye o desplaza a la
primera! Resulta así «natural» en España empezar una comida tomando sopa para luego seguir con el plato
principal, mientras que los chinos o los japoneses consideran «natural» tomarla más adelante o al final de la
colación. Es «natural» lo más antiguo, lo habitual, lo de siempre... razón por la que algunos consideran
«antinatural» todo elemento modernizador o que rompe las rutinas establecidas: con esta dificultad chocaron
quienes quisieron abolir la esclavitud o la pena de muerte, así como los defensores de la igualdad jurídica y
laboral entre hombres y mujeres o quienes luchan contra la discriminación de la homosexualidad.
También suele llamarse «natural» el comportamiento de los que actúan de manera no premeditada,
impulsiva: es «natural», por ejemplo, enfadarse mucho cuando a uno le insultan o echarse a reír cuando ve
resbalar a alguien en una piel de plátano. Pero ¿acaso no tiene que ver la educación recibida o la experiencia
social de cada cual en tales reacciones supuestamente espontáneas? Quien acaba de romperse una pierna de
un resbalón, por ejemplo, no suele reírse al ver caerse a otro sino que acude cojeando a levantarle... Si el
hombre, por muy animal que sea, también es racional, ¿por qué no va a ser tan «natural» pensar lo que se va a
decir o hacer como reaccionar sin pensar? Por último, decimos que una persona deja de portarse
«naturalmente» -según su «modo de ser»- cuando cambia de actitud o conducta por influencia de alguna
causa exterior: por ejemplo, Fulano era «de natural» alegre hasta que murió su hijo o era pacífico hasta que le
provocaron. Pero ¿no es también «natural» cambiar cuando cambian las circunstancias? ¿No revelan tales
estímulos externos una «forma de ser» más verdadera -o igual de verdadera- que la hasta entonces de-
mostrada? Recuérdese lo que decía Schopenhauer sobre el «no nos dejes caer en la tentación»...
A fin de cuentas, da la impresión de que los mismos términos de «natural» o «naturaleza humana»
encierran aspectos fuertemente culturales. Incluso parecen inventados para servir de contrapeso a la cultura y
a la vez de baremo para enjuiciarla y quizá orientarla. Un pensador al que se le suele atribuir especial
nostalgia por un prístino «estado de naturaleza» humano, el dieciochesco Juan-Jacobo Rousseau, reconoce en
el prefacio a su Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres: «No es empresa
fácil desenredar lo que hay de originario y de artificial en la Naturaleza actual del hombre, y conocer bien ese
estado (el de Naturaleza) que ya no existe, que quizá nunca ha existido, que probablemente jamás existirá,
pero del que es necesario sin embargo tener nociones justas para juzgar bien nuestro estado presente».
Necesitamos lo natural o el estado de naturaleza para valorar adecuadamente la situación actual (social,
moral, etc.) en que vivimos. ¡Lo necesitamos aunque como reconoce honradamente Rousseau, nunca haya
existido ni vaya a existir! Tenemos que comparar ese ideal llamado «Naturaleza» con la realidad humana en
que actualmente vivimos para determinar si nos alejamos de su perfección o tendemos hacia ella. La respues-
ta de Rousseau (y la de casi todos los que proponen este ejercicio valorativo) es que nuestra sociedad actual
se aleja del ideal de la Naturaleza y tanto más cuanto más «moderna» es la institución concreta que
consideramos (aunque Rousseau cree que no se debe llorar por la inocencia perdida sino tratar de reconstruir
algunos de sus mejores logros igualitarios por medio de un nuevo contrato social). En la actualidad, ciertos
ecologistas radicales llegan a defender los «derechos» inalienables de la Naturaleza por encima de los
mezquinos y depredadores intereses humanos. Inevitablemente, la pregunta es: ¿por qué?
Quienes toman un cierto ideal llamado «Naturaleza» como medida o patrón para valorar la realidad
humana entienden al parecer por «Naturaleza» el estado originario en el que todas las cosas, espontáneamente
o por designio de su divino Creador, aún eran como es debido. Después aparecieron los hombres, crecieron,
se multiplicaron y sobre todo «pecaron» (es decir, inventaron artificios no previstos en el plan natural), lo
cual les condenó a una forma de vida «antinatural» y malvada, que acabó contaminando su propio entorno
natural. Ahora bien, ¿de dónde sacan que la Naturaleza es el ideal de lo que «debe» ser? Entendida en el
primero de los sentidos que antes hemos comentado -el conjunto de las propiedades y «forma de ser» de todas
las cosas existentes-, la Naturaleza tiene que ver sólo con lo que las cosas son, nunca con lo que «deberían»
ser... ¡salvo que decidamos que las cosas siempre deben ser lo que son, lo cual acaba con cualquier
«valoración» imaginable! Precisamente lo que parece que nunca encontramos en el mundo natural son
«valores», o sea, el Bien y el Mal en sus manifestaciones más indiscutibles. En todo caso, podemos señalar
cosas naturalmente «buenas» o «malas» según la forma de ser de cada uno de los elementos que existen. Por ejemplo, para el fuego el agua es algo muy «malo», porque lo apaga. Pero en cambio es una cosa muy
«buena» para las plantas que la necesitan para crecer. El león es muy «malo» para los antílopes y las cebras,
porque se los come. Sin embargo, en opinión del león, los «malvados» serían los antílopes y las cebras que se
empeñasen en correr tanto que nunca pudiera cazarles, porque le condenarían a morir de hambre. Los
antibióticos son muy «buenos» para el hombre porque matan los microbios que le enferman aunque son
«malísimos» para los microbios mismos a los que aniquilan. Etc., etc.
Es decir que, como ya señaló Spinoza y algunos otros sabios que en el mundo han sido, lo
naturalmente «bueno» para cada cosa es lo que le permite seguir siendo lo que es y lo «malo» aquello que
pone obstáculos a su forma de ser o le destruye. Pero como en la Naturaleza hay muchísimas -¿infinitas?-
cosas diversas, cada cual con intereses correspondientes a lo que es por naturaleza, resulta inevitable que no
haya un Bien ni un Mal válidos para todo lo real, sino una pluralidad de «buenos» y «malos» tan numerosos
como cosas diferentes se dan en la realidad. Lo «bueno» para éste es «malo» para aquélla y al revés. De modo
que quienes pretenden establecer un ideal «natural» para juzgar la conducta y el devenir humanos tendrán
primero que determinar no lo que los hombres son ahora, ni siquiera lo que fueron ayer o hace mil años, sino
lo que son «por naturaleza», es decir lo que son, fueron o serán cuando cumplan con su «forma de ser»
propia, cuando fueran, sean o lleguen a ser «como es debido». Para ello deberíamos separar claramente lo
«natural» de lo «cultural», el plan de la «naturaleza» de los proyectos culturales realizados por el hombre
consigo mismo, lo cual no es precisamente tarea fácil como el propio Rousseau se vio obligado a reconocer.
Y además, ¿cómo estar seguros de que la «cultura» misma no es el desarrollo más «natural» de lo que al
hombre le conviene? Si no hay hombres sin «cultura», ¿cómo podría la «cultura» no ser algo natural, que
corresponde a nuestra forma de ser en todo tiempo y lugar?
Aún más: podríamos decir que lo artificial es algo mejor que lo natural y que su utilidad consiste
precisamente en protegernos de la naturaleza. Las medicinas son artificiales pero sirven para curarnos las
enfermedades, que son naturalísimas; la calefacción artificial nos protege del frío natural y el artificio del
pararrayos nos libra del rayo natural. Lo artificial no sólo nos protege sino que también nos potencia: nos
permite viajar hasta la Luna, descubrir seres microscópicos, comer rico jamón, escuchar música sin que haya
ninguna orquesta presente y me sirve ahora a mí para comunicarme contigo, lector, por medio de estas
páginas impresas (¡aunque quizá no estés dispuesto a considerar esto último como una gran ventaja del
artificio!). Si no hubiera cultura artificial, dicen algunos optimistas, viviríamos menos, nos moveríamos más
despacio, seríamos mucho más ignorantes, tendríamos que alimentarnos de tubérculos y carne cruda, per-
deríamos el tiempo luchando a puñetazos con los osos y no disfrutaríamos con Shakespeare, Mozart o
Hitchcock. Pero los pesimistas nos recuerdan que sin tantos artificios no tendríamos que padecer la
contaminación de los mares ni de los bosques por sustancias fabricadas por el hombre, no morirían millones
de personas tiroteadas o bombardeadas, no habría accidentes automovilísticos ni de aviación, los gobernantes
no podrían espiarnos electrónicamente y nunca caeríamos en la tentación de embrutecernos viendo concursos
televisados.
El bueno de John Stuart Mili protestaba muy dolido: «Si lo artificial no es mejor que lo natural, ¿qué
finalidad hay en todas las artes de la vida? Cavar, arar, construir, vestirse son violaciones directas del
mandato de seguir a la Naturaleza». Algunos le responderán que mejor nos iría y mejores seríamos si
siguiésemos tales mandatos naturales. Pero el problema de fondo continúa siendo el mismo: ¿acaso sabemos
qué es lo que la Naturaleza nos manda? ¿Podemos decir que nos «manda» morirnos cuando atrapamos un
microbio y que nos «prohíbe» llevar gafas o volar? ¿Acaso sabemos lo que quiere la Naturaleza -si es que
existe tan importante señora- de nosotros o en nosotros?
De los acontecimientos naturales pueden sacarse lecciones morales muy diferentes. Por ejemplo los
filósofos estoicos, a comienzos de la era cristiana, recomendaban vivir de acuerdo con la Naturaleza y
entendían que tal acuerdo consistía en refrenar las pasiones instintivas, ser veraces y abnegados, cumplir
honradamente los deberes de nuestra situación social, etc. Pero Nietzsche se burla así de sus pretensiones:
«¿Vosotros queréis vivir "con arreglo a la Naturaleza"? ¡Oh nobles estoicos, qué engaño el vuestro! Imaginad
una organización tal como la Naturaleza, pródiga sin medida, indiferente sin medida, sin intenciones y sin
miramientos, sin piedad y sin justicia, a un mismo tiempo fecunda, árida e incierta; imaginad la indiferencia
misma erigida en poder: ¿cómo podrías vivir conforme a esa indiferencia? Vivir ¿no es precisamente la
aspiración a ser diferente de la Naturaleza? Ahora bien, admitiendo que vuestro imperativo "vivir conforme a
la Naturaleza" significara en el fondo lo mismo que "vivir conforme a la vida", ¿no podrías vivir así?, ¿por
qué hacer un principio de lo que vosotros mismos sois, de lo que no tenéis más remedio que ser? De hecho, es
todo lo contrario: al pretender leer con avidez el canon de vuestra ley en la Naturaleza aspiráis a otra cosa,
asombrosos comediantes que os engañáis a vosotros mismos. Vuestra fiereza quiere imponerse a la Na turaleza, hacer penetrar en ella vuestra moral, vuestro ideal»26.
Quienes recomiendan comportarse «de acuerdo con la Naturaleza» seleccionan unos aspectos
naturales y descartan otros. Los estoicos querían ser «naturales» controlando sus pasiones y respetando al
prójimo, mientras que por ejemplo el marqués de Sade estaba convencido de que no hay nada más «natural»
que hacer cuanto nos apetezca, caiga quien caiga y por mucho dolor que se produzca a los demás. ¿O es que
vemos a la Naturaleza preocupada por el sufrimiento de tantos millones de seres vivos que padecen para que
otros satisfagan sus apetitos a costa suya? En su disputa con Sócrates (en el Gorgias platónico), Cálleles
sostiene también que la primera «ley» de la Naturaleza dice que los más fuertes e inteligentes tienen derecho
a dominar al resto de los hombres y a poseer las mayores riquezas, a causa de lo cual considera
«antinaturales» y por tanto «injustas» las leyes democráticas que establecen la igualdad de derechos en la
polis, las cuales protegen a los débiles y difunden una moral semejante a la de Sócrates, según la cual es
preferible padecer un atropello que causarlo. No faltan hoy científicos sociales o políticos que le dan la razón
más o menos explícitamente a Calicles en nombre de la teoría de la evolución de Charles Darwin: si la
Naturaleza va seleccionando a los individuos más aptos de cada especie (y a las especies más aptas entre las
que compiten en un mismo territorio) por medio de la «lucha por la vida» que elimina a los más frágiles o a
los que peor se acomodan a las circunstancias ambientales, ¿no debería la sociedad humana hacer lo mismo y
dejar que cada cual demostrase lo que vale, sin levantar a los caídos ni subvencionar a los torpes? Así la
sociedad funcionaría de modo más «natural» y se favorecería la multiplicación de la raza despiadada pero
eficaz de los triunfadores...
Sin embargo, estos Calicles modernos no han leído con demasiada atención a Charles Darwin. Las
doctrinas que profesan se deben más bien a algunos «herejes» del darwinismo, como Francis Galton (un
primo de Darwin que inventó la eugenesia, según la cual la reproducción de la especie humana debe ser
orientada como la de los animales domésticos a fin de producir mejores ejemplares, teoría que los nazis
pusieron mucho después en práctica de manera atroz) y Herbert Spencer, filósofo social partidario de un
ultraindividualismo radical. En cambio Darwin, en La ascendencia humana (su segundo gran libro tras El
origen de las especies), sostiene algo muy distinto y bastante más sutil. Según él, es la propia selección
natural la que ha favorecido el desarrollo de los instintos sociales -en especial la «simpatía» o «compasión»
entre los semejantes- en los que se basa la civilización humana, es decir, el éxito vital de nuestra especie. Para
Darwin, es la propia evolución natural la que desemboca en la selección de una forma de convivencia que
contradice aparentemente la función de la «lucha por la vida» en otras especies, pero que presenta ventajas ya
no de orden meramente biológico sino social. En contra de lo que suponen Calicles y sus discípulos, lo que
nos hace «naturalmente» más fuertes como conjunto humano es la tendencia instintiva a proteger a los
individuos débiles o circunstancialmente desfavorecidos frente a los biológicamente potentes. ¡La sociedad y
sus leyes «artificiales» son el verdadero resultado «natural» de la evolución de nuestra especie! De modo que
lo «antinatural» para nosotros será recaer en la «lucha por la vida» pura y cruda en la que prevalece la simple
fuerza biológica o sus equivalentes modernos: por ejemplo, la habilidad de unos cuantos para acumular en sus
manos los recursos económicos y políticos que deberían estar repartidos de modo socialmente más
equilibrado. De esta cuestión tendremos que hablar en el próximo capítulo.
A fin de cuentas, habrá que darle la razón al viejo Galileo cuando a comienzos del siglo XVII
confiesa en una carta a Grienberger que «la naturaleza no tiene ninguna obligación hacia los hombres ni ha
firmado ningún contrato con ellos». Pero ¿es cierto también lo opuesto? ¿Podemos decir que tampoco los
hombres tenemos ninguna obligación para con la naturaleza, puesto que los únicos contratos que nos obligan
los firmamos siempre con humanos como nosotros? Muchas personas piensan que tenemos cierto tipo de
deberes hacia los seres naturales, como por ejemplo no polucionar los mares, no atentar contra la
biodiversidad del mundo exterminando especies vegetales o animales, no destruir los paisajes hermosos, no
hacer sufrir a otros seres vivos capaces de experimentar dolor, etc. Por acudir a una distinción que ya hemos
utilizado anteriormente, es sin duda «racional» poner los elementos naturales a nuestro servicio para mejorar
nuestra vida, prolongarla y hacerla más interesante, pero también parece «razonable» respetar y conservar
determinados aspectos de la naturaleza con los que nos hallamos especialmente vinculados o que no po-
dremos reemplazar si son destruidos. Después de todo, nuestra propia vida como seres humanos -no sólo en
sus aspectos estrictamente biológicos, sino también en su vertiente simbólica que nos caracteriza como
especie- se nutre permanentemente de sucesos «naturales», en cualquiera de los sentidos que le demos a la
palabra.
Si no me equivoco, cuando hablamos de ciertas obligaciones humanas hacia la naturaleza queremos
decir que, aunque en ella no haya valores propiamente dichos, puede estar justificado que nosotros
consideremos valiosas algunas de sus realidades. De nuevo se mezclan así lo «cultural» y lo «natural»,
porque valorar es la tarea cultural por excelencia, la dimensión menos «natural»... ¡de nuestra propia
«naturaleza»! El funcionamiento general de la naturaleza, tal como podemos observarlo, está regido por la
más estricta neutralidad o indiferencia: la naturaleza no tiene preferencias entre los seres, destruye y engendra
con perfecta imparcialidad, no parece mostrar ningún «respeto» especial por sus propias obras. Como el mar
ve sucederse sus olas que se borran unas a otras sin pretender conservar ninguna en especial, así actúa la
Naturaleza respecto a las criaturas. Entre las fallas de Valencia siempre hay una que se salva de la crema por
aclamación popular que la prefiere a las otras, pero la Naturaleza nunca indulta a ninguno de sus ninots...
No podemos asegurar que la «naturaleza» sienta más simpatía por los peces del mar que por las
sustancias químicas que los diezman, ni por el bosque en vez de por el fuego que lo destruye, ni que muestre
más interés por cualquiera de nosotros que por el virus del sida que le mata. Millares de especies vivas,
empezando por los venerables dinosaurios, han sido destruidas «naturalmente» antes de que el hombre
apareciese sobre la tierra; los astros explotan en los cielos lejanos en conflagraciones monumentales que
dejan en mantillas la mayor de nuestras bombas nucleares con la misma «naturalidad» con la que aparecen
nuevos soles, etc. Pero «valorar» es precisamente hacer diferencias entre unas cosas y otras, preferir esto a
aquello, elegir lo que debe ser conservado porque presenta mayor interés que lo demás. La tarea de valorar es
el empeño humano por excelencia y la base de cualquier cultura humana. En la naturaleza reina la indi-
ferencia, en la cultura la diferenciación y los valores. Entonces debemos preguntarnos qué criterios de
valoración podemos tener para fundar nuestras supuestas «obligaciones» hacia los elementos naturales.
Dejando claro de antemano que, sean cuales fueren tales criterios, siempre serán «culturales» y nunca
propiamente «naturales»...
A mi juicio, podrían ser de tres clases: unos descubrirían el valor intrínseco de ciertas cosas naturales
(¡o de todas!), otros atenderían a la utilidad de los elementos naturales para nosotros y por último los estéticos
que se basarían en la belleza de lo natural. Veamos brevemente cada uno de estos modelos valorativos.
-El valor intrínseco de la naturaleza me parece el más difícil de razonar, salvo que adoptemos una
perspectiva religiosa según la cual todo lo que existe es sagrado porque ha sido creado por un Dios sabio y
bueno, etc. Aun así, no es fácil sostener este punto de vista, porque algunas de las religiones que conocemos
mejor (por ejemplo la judía y la cristiana) sostienen que las cosas naturales fueron puestas por Dios al
servicio del hombre y no descartan el sacrificio de las reses para honrar a la divinidad o cortar miles de flores
para ofrendarlas a la Virgen del Pilar. Por supuesto, todas las iglesias conocidas bendicen volar las rocas de
una montaña para construir allí un hermoso templo o un monasterio. De hecho, lo «sagrado» consiste en
señalar ciertos lugares o ciertas cosas más valiosas y respetables que otras similares (un árbol que no es como
los demás árboles, una fuente que no es como las otras fuentes, etc., a causa de alguna presencia divina o
santa allí), lo cual va directamente en contra del supuesto valor intrínseco de las realidades naturales. En
resumen: si todo lo natural es «puramente» natural, nada tiene propiamente más valor que cualquier otra cosa,
o sea que nada tiene valor propio; si hay algo de «sobrenatural» en lo natural, el valor le vendrá de ese
añadido divino y no de sí mismo.
Sólo podría haber una relativa excepción: la obligación de respetar la vida, porque se trata de una
condición que también nosotros compartimos. Podríamos decir que tenemos la obligación de respetar a todos
los seres vivos, porque son nuestros «hermanos» vitales. Pero como la caridad bien entendida empieza por
uno mismo, respetar «nuestra» vida nos obliga a sacrificar inevitablemente otras: los animales y vegetales que
comemos (nadie puede alimentarse sólo de minerales), los microorganismos que eliminamos para sanar de
nuestras enfermedades, las plagas que exterminamos para conservar nuestros cultivos, etc. Hasta los jainitas
(que se ponen un velo ante la boca para no respirar insectos sin darse cuenta) «matan» alguna lechuga de vez
en cuando para alimentarse. En cambio quizá podríamos decir que hay algo intrínsecamente valioso en evitar
sufrimientos innecesarios a los animales dotados de un sistema nervioso capaz de experimentar el dolor. Lo
difícil resulta entonces aclarar lo de «innecesarios», porque son nuestras necesidades humanas las únicas que
pueden establecer el baremo: parece evidente que es «innecesario» torturar a un bicho por el mero placer de
verle sufrir, pero ¿es necesario o innecesario alimentar monstruosamente a las ocas para obtener foie gras,
cazar ballenas, lidiar toros, la matanza del cerdo, etc.? Lo cual nos lleva al punto siguiente.
-El valor utilitario de ciertas cosas naturales es el más fácil de argumentar. La obligación de no
polucionar el aire, los bosques o las aguas deriva directamente de que nos son útiles, imprescindibles.
Haremos mal si deterioramos nuestro medio ambiente por la misma razón que haremos mal si prendemos
fuego a nuestra casa... ¡o a la del vecino! Si destruimos hoy por torpeza o codicia lo que mañana
necesitaremos, actuamos de forma suicida; si por las mismas malas razones dañamos el entorno ambiental de
otros seres humanos o incluso lo que podemos suponer que necesitarán nuestros hijos, estamos actuando de forma criminal. Es valioso en la naturaleza, según este criterio, cuanto nos resulta imprescindible o benefi-
cioso y no seríamos capaces de reemplazar si desaparece. Por eso resulta imprescindible intentar hallar
caminos que hagan compatibles los beneficios del desarrollo industrial con el ahorro de energías no
renovables y de otros recursos naturales, tal como propone de forma ingeniosa y sugestiva un filósofo suizo
con mucho sentido práctico -Suren Erkman- en un libro muy reciente cuyo título encierra ya todo su
programa: Hacia una ecología industrial: cómo poner en práctica el desarrollo durable en una sociedad
hiperindustrial. Los enfoques actuales de lo que viene a llamarse «sostenibilidad», aunque variados, estarían
en este marco.
-El criterio estético resulta a la vez convincente y también muy complejo de razonar. La
contemplación de ciertas formas de la naturaleza nos resulta placentera: las consideramos «hermosas» (las
preguntas que suscita la cuestión general de la belleza las intentaremos abordar en el capítulo noveno de esta
obra). Los animales, las flores y bosques, los mares, el cielo estrellado, etc., alimentan nuestra imaginación y
nos suscitan sentimientos de serenidad o contento. Pero tales sentimientos no siempre son universalmente
compartidos: los pescadores tienen una visión «estética» del mar muy distinta a la de quienes no tenemos que
afrontar sus temporales y los pastores aprecian menos a los lobos que algunos ecologistas de la ciudad. En
ocasiones quizá resulte sano recordar el dictamen lleno de buen sentido aunque algo cínico de Jules Renard
en una anotación de su Diario (21 de febrero de 1901): «Sí, la naturaleza es bella. Pero no te enternezcas
demasiado con las vacas. Son como todo el mundo». Porque además el valor estético de la naturaleza que nos
obligaría a respetar los paisajes entra a veces en colisión con otros valores, sean utilitarios o también
estéticos: por ejemplo, la polémica que ha despertado el proyecto del escultor Eduardo Chillida de vaciar la
montaña canaria de Tindaya para convertirla en una gran obra de arte. ¿Debemos preferir la estética
«espontánea» de la naturaleza o la estética del artista, dotada de un significado humano?
Posiblemente resulta razonable resumir el sentido de nuestras «obligaciones» respecto a la naturaleza
en la fórmula que un filósofo contemporáneo, Hans Jonas, ha denominado el imperativo ecológico: «Obra de
tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una auténtica vida humana
sobre la tierra» (en El principio de responsabilidad)27. Y ni aun así acabamos con las incómodas dudas,
porque ¿cómo determinar de modo inequívoco y universalmente válido lo que es una «auténtica» vida
humana?
La relación característica del hombre con el acontecer natural ha estado siempre basada en la técnica.
Junto al lenguaje simbólico, la técnica es la capacidad activa más distintiva de nuestra especie. ¿Qué es la
técnica? No sólo el manejo de instrumentos para realizar ciertas operaciones vitales (usar un palo para
alcanzar una fruta demasiado elevada), porque eso también lo hacen diversos primates y algunos insectos
sociales, sino crear instrumentos por medio de los cuales pueden hacerse otros instrumentos: tomar una
piedra dura y afilada para cortar ramas de árboles, pulirlas y convertirlas en palos con los que alcanzar las
frutas lejanas... En una palabra, hay técnica no simplemente cuando se da un uso instrumental a los objetos
sino también cuando existen procedimientos para convertir los objetos en instrumentos. Por extensión, se
llama «técnica» a todos los procedimientos necesarios para hacer algo bien: la danza tiene su técnica, así
como el toreo o la argumentación. En este sentido, la «técnica» nunca nombra un comportamiento ocasional,
único (por genial que sea), sino que implica un conjunto de modos y reglas que se transmiten, que pueden ser
aprendidos y reproducidos: una cierta tradición eficaz.
A diferencia de la ciencia, que puede ser meramente contemplativa o «desinteresada» -aunque casi
nunca lo es durante demasiado tiempo...-, la técnica responde siempre a la vocación activa del hombre, a sus
intereses vitales, a su afán de producir, conseguir, acumular, conservar, controlar, resguardar... ¡o agredir!
Resumiendo: al afán constructivo o destructivo de dominio. En la época moderna, la proliferación asombrosa
de la técnica (se dice que en nuestro siglo se han patentado el noventa por ciento de todos los inventos que ha
hecho la humanidad a lo largo de su historia) ha producido dos sentimientos encontrados. Por un lado,
entusiasmo desbordante: los avances técnicos -¡el «progreso»!- resolverán las enfermedades, la muerte, la
pobreza, la ignorancia, nos permitirán conquistar los cielos y vivir bajo el mar, etc. Por otro, temor y
hostilidad: la técnica ha llegado a tal punto que ya somos capaces de exterminar «industrialmente» a nuestros
semejantes, de asesinar a multitudes en pocos segundos, incluso de aniquilar toda forma de vida en nuestro
planeta. Gracias a la técnica se han multiplicado enormemente los recursos humanos y el número mismo de
los individuos de nuestra especie, pero también se han destruido los puestos de trabajo de poblaciones
enteras, ha aumentado el abismo que separa a los pueblos desarrollados industrialmente de aquellos que se
aferran o no conocen sino técnicas más primitivas, ha aumentado exponencialmente la polución del medio mbiente e incluso algunos creen que nos amenaza el agotamiento de ciertos elementos naturales básicos.
Hoy cualquier ser humano de un país moderadamente industrializado cuenta con posibilidades de confort y
entretenimiento inauditos hace pocos decenios: pero quizá su vida está cada vez más supeditada al mero
consumo de novedades que le ciega para el conocimiento sosegado de sí mismo y de los demás. Entonces ¿es
«buena» o «mala» la técnica? Probablemente ambos juicios son justificables, pero en cualquier caso nada
pueden remediar porque parece que la técnica se despliega y multiplica a pesar de nosotros, aunque
impulsada por nuestros anhelos y codicias. Se diría que cabalgamos sobre un tigre del que ya no podremos
bajarnos sin ser inmediatamente devorados por él...
Quizá la visión más feroz y depredadora del fenómeno técnico la haya dibujado en nuestro siglo
Oswald Spengler, un pensador de tono fuertemente pesimista (su obra más conocida se titula La decadencia
de occidente). Para Spengler «la técnica es la táctica de la vida entera. Es la forma íntima de manejarse en la
lucha, que es idéntica a la vida misma... Sin duda existe un camino que, de la guerra primordial entre los
animales primitivos, conduce a la actuación de los modernos inventores e ingenieros, e igualmente del arma
primordial, la celada, conduce a la construcción de las máquinas, con la cual se desenvuelve la guerra actual
contra la naturaleza y con la cual la naturaleza cae en la celada del hombre»28. Esta perspectiva de la técnica
como «guerra» contra la naturaleza contrasta con la visión clásica y renacentista del mismo asunto (hasta
Francis Bacon, por ejemplo), según la cual a la naturaleza sólo se la puede dominar obedeciéndola, es decir,
prolongando sabiamente sus propios procedimientos. Pero lo más significativo de Spengler es su insistencia
en que, una vez emprendido el camino de la técnica, ya no podemos nunca detenernos porque alimentándonos
con máquinas se nos despierta el apetito de otras nuevas y debemos resignarnos a que «cada invención
contenga la posibilidad y necesidad de nuevas invenciones, de que cada deseo cumplido despierte otros mil
deseos y cada triunfo logrado sobre la naturaleza estimule a nuevos y mayores éxitos. El alma de este animal
rapaz es insaciable, su voluntad no puede nunca satisfacerse; tal es la maldición que pesa sobre este tipo de
vida, pero también la grandeza de su destino». Según Spengler, la técnica nace como táctica vital del feroz
depredador que hay dentro de cada ser humano; pero ¿no podríamos decir también que es el propio desarrollo
de la técnica, cada vez más acelerado, lo que fomenta nuestro lado insaciablemente depredador?
Uno de los pensadores más controvertidos de nuestro siglo y sin duda el más influyente, Martín
Heidegger, adoptó una visión de la técnica -entendida como culminación de la «voluntad de poder»
nietzscheana- que resulta patentemente deudora de la perspectiva de Spengler. Pero para Heidegger no hay
«grandeza» ninguna en el destino que nos espera, sino más bien la desesperación de olvidar en la sociedad
masificada y consumista las preguntas esenciales de la vida. Cuestiones, por cierto, que aun con la resaca de
nuestra borrachera tecnológica tendremos antes o después que volver a formularnos: «Cuando el más
apartado rincón del globo haya sido técnicamente conquistado y económicamente explotado; cuando un
suceso cualquiera sea rápidamente accesible en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera; cuando se
puedan “experimentar”, simultáneamente, el atentado a un rey en Francia y un concierto sinfónico en Tokio;
cuando el tiempo sea sólo rapidez, instantaneidad y simultaneidad, mientras que lo temporal, entendido como
acontecer histórico, haya desaparecido de la existencia de todos los pueblos; cuando el boxeador rija como el
gran hombre de una nación; cuando en número de millones triunfen las masas reunidas en asambleas
populares, entonces, justamente entonces, volverán a atravesar todo este aquelarre como fantasmas las
preguntas: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿y después qué?»29.
Es necesario señalar el toque elitista -¿despótico, quizá?- de Heidegger, mezclando la protesta ante el
imperio vacuo de la técnica con la denuncia de esas «asambleas populares» multitudinarias, es decir
refutando la técnica junto con la democracia. Según eso, el aristócrata del espíritu posee el sentido artesanal
de lo que de veras cuenta, mientras que la masa se alimenta de las apariencias vulgarizadoras de sabiduría
proporcionadas por los medios técnicamente ultradesarrollados de comunicación. Cabe preguntarse si a veces
las reservas frente a la técnica entendida como insaciable producción de medios sin atención a los fines no
proviene de una concepción antidemocrática que repudia la difusión masiva de lo que antes era sólo
privilegio cultural y jerárquico de unos cuantos. En cualquier caso las objeciones de Heidegger son lo
bastante serias como para que no puedan ser desechadas de un plumazo. Pero ¿ha de ser la técnica
obligadamente insaciable por provenir de nuestro ánimo de animales feroces en lucha contra lo natural o más
bien por responder a una organización industrial capitalista sin meta más alta que el lucro privado de los
inversores? ¿Son inimaginables formas técnicas de reconciliación con la naturaleza de la que todos
dependemos no exclusivamente basadas en su saqueo ilimitado? En cualquier caso, sorprende la mezcla de «adoración» y desdén que en nuestro tiempo se da por la
tecnología. Es frecuente oír que las máquinas son inhumanas y las novelas de ciencia ficción han explorado
de formas alarmantes y a menudo aterradoras esta «inhumanidad». Pero lo cierto es que las máquinas pueden
ser cualquier cosa -¡mala o buena!- menos precisamente «inhumanas». Al contrario, son completamente
«humanas» porque están fabricadas de acuerdo con nuestros proyectos y nuestros deseos. Según señaló muy
bien Karl Marx en el primer libro de El capital, lo que distingue la casa que construye un arquitecto del panal
que hacen las abejas es que el arquitecto tiene un «proyecto» previo de la casa, fruto de su imaginación puesta
al servicio de sus anhelos. La abeja no tiene más remedio que hacer panales, mientras que nosotros podemos
hacer casas, palacios, chozas, chalets adosados o quién sabe qué. Nuestras obras -sean máquinas o cualquier
otro tipo de productos- son no sólo plenamente «humanas» sino incluso más humanas que nosotros mismos...
puesto que en cambio cada uno de nosotros depende de un programa biológico no inventado por la mente
humana. Las máquinas son humanas y demasiado humanas porque no provienen más que del cálculo
humano, mientras que nosotros somos también hijos del azar o de lo irremediable, pero en cualquier caso de
lo que escapa a cualquier cálculo. Tal es la principal razón por la cual resultan éticamente cuestionables
ciertos proyectos de manipulación genética o las formas de reproducción clónica que privarían al nuevo ser
humano de parte de su dotación genética azarosa, convirtiéndolo en manufactura de sus semejantes. Lo que
finalmente nos decepciona y en parte irrita de los productos técnicos (incluso de los más imprescindibles) es
que sabemos «todo» lo que son -y por tanto no admitimos que puedan volverse contra nosotros- pero lo que
nos fascina, asusta y esperanza de nuestros semejantes humanos es que nadie -¡ni ellos mismos!- pueden
saber del todo lo que son y han de ser.
Precisamente por eso, entre todas las técnicas hay una que es la más esencial, aquella de la que
cualquier otra depende y sin la que nada podría fabricarse, la gran obra de arte de los humanos: nuestra
sociedad, el artefacto que formamos todos juntos viviendo en común de acuerdo a tales o cuales
normativas... ¡y en frecuente desacuerdo sobre ellas! A comentar diversos aspectos de esta máquina social
dedicaremos el próximo capítulo.
Da que pensar...
¿Qué quiere decir que el hombre es un «animal convencional»? ¿Es lo mismo que decir que es un
animal «simbólico»? ¿Es incompatible que seamos convencionales y que tengamos «naturaleza»? ¿Se
manejan siempre en el mismo sentido los términos «natural» o «naturaleza»? ¿Qué queremos decir cuando
hablamos de «la naturaleza» de las cosas? ¿Tienen «naturaleza» todas las cosas que existen en la realidad o
sólo unas cuantas? ¿Se refiere la «naturaleza» sólo a lo que existe o también a lo que puede existir? ¿En qué
otro sentido suele emplearse la palabra «naturaleza»? ¿Es «natural» todo aquello que existe sin que
intervenga el hombre o sólo lo que no es «artificial»? ¿Somos los hombres «naturales», «artificiales».,. o
mitad y mitad? ¿Puede separarse en el hombre lo natural de lo cultural? ¿Son «natural» y «naturaleza»
términos culturales... o naturales? ¿Equivale la costumbre a una segunda naturaleza? ¿Por qué debiera ser
más «natural» el arrebato instintivo que el cálculo racional? ¿Existen valores «naturales»? ¿Qué es lo
«bueno» y lo «malo» de acuerdo con la naturaleza? ¿Puede servir la «naturaleza» como ideal para juzgar la
realidad social humana? ¿Tenemos obligación de ser «naturales»? ¿Qué es moralmente mejor: lo «natural»
o lo «artificial»? ¿Responden nuestros valores morales a lo que ordena la Naturaleza? ¿Qué quiere la
Naturaleza de nosotros? ¿Sirve lo «artificial» o cultural para remediar los males de la naturaleza, al menos
en lo que a nosotros respecta?
¿Tenemos obligaciones respecto a los seres naturales? En caso afirmativo, ¿por qué? ¿Qué es la técnica y
cómo nos relaciona con la Naturaleza? ¿Cuál es la visión de la técnica de Oswald Spengler? ¿Cuáles son las
limitaciones de la sociedad tecnológica según Martín Heidegger? ¿Son «inhumanas» las máquinas? ¿Somos
nosotros más «inhumanos» que las máquinas... afortunadamente? ¿Cuál es la obra maestra y fundamental
de la capacidad técnica humana?
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Las preguntas de la Vida
Non-FictionFernando Savater Todos los derechos reservados a su autor