Muy bien, razonemos cuanto queramos pero... ¿podemos estar realmente seguros de algo? Los
escépticos de pura cepa vuelven a la carga sin darse por vencidos (después de todo, lo característico del buen
escéptico es que nunca se da por vencido... ¡ni mucho menos por convencido!). En el capítulo anterior hemos
intentado explicar cómo llegamos a sustentar racionalmente ciertas creencias, pero el escéptico radical -quizá
escondido dentro de nosotros mismos- sigue gruñendo sus objeciones. Bueno, nos dice, de acuerdo, ustedes
se conforman con saber por qué creen lo que creen; pero ¿pueden explicarme por qué no creen lo que no
creen? ¿Y si fuésemos sólo cerebros flotando en un frasco de algún fluido nutritivo, a los que despiadados
sabios marcianos someten a un experimento virtual? ¿Y si los extraterrestres nos estuvieran haciendo percibir
un mundo que no existe, un mundo inventado por ellos para engañarnos con falsas concatenaciones causales,
con falsos paisajes y falsas leyes aparentemente científicas? ¿Y si nos hubieran creado en su laboratorio hace
cinco minutos, con los fingidos recuerdos de una vida anterior inexistente (como a los replicantes de la
película Blade Runner)? Por muy fantástica que sea esta hipótesis, es al menos posible imaginarla y, si fuera
cierta, explicaría también todo lo que creemos ver, oír, palpar o recordar. ¿Podemos estar seguros entonces de
algo, si ni siquiera somos capaces de descartar la falsificación universal?
René Descartes, el gran pensador del siglo XVII, es considerado plausiblemente como el fundador de
la filosofía moderna precisamente por haber sido el primero en plantearse una duda de tamaño semejante y
también por su forma de superarla. Desde luego. Descartes no mencionó a los extraterrestres (mucho menos
populares en su siglo que en el nuestro) ni habló de cerebros conservados artificialmente en frascos. En
cambio planteó la hipótesis de que todo lo que consideramos real pudiera ser simplemente un sueño -el
filósofo francés fue más o menos coetáneo del dramaturgo español Calderón de la Barca, autor de La vida es
sueño- y que las cosas que creemos percibir y los sucesos que parecen ocurrimos fueran sólo incidentes de
ese sueño. Un sueño total, inacabable, en el que soñamos dormirnos y también a veces despertar (¿acaso no
nos ha ocurrido a veces en sueños creer que despertamos y nos reímos de nuestro sueño anterior?), lleno de
personas soñadas y paisajes soñados, un sueño en el que somos reyes o mendigos, un sueño extraor-
dinariamente vivido... pero sueño al fin y al cabo, sólo un sueño. No contento con esta suposición alarmante,
Descartes propuso otra mucho más siniestra: quizá somos víctimas de un genio maligno, una entidad
poderosa como un dios y mala como un demonio dedicada a engañarnos constantemente, haciéndonos ver,
tocar y oler lo que no existe sin otro propósito que disfrutar de nuestras permanentes equivocaciones. Según
la primera hipótesis, la del sueño permanente, nos engañamos solitos; según la segunda, la del genio malvado,
alguien poderoso (¡alguien parecido a un extraterrestre, aunque como la misma tierra sería un engaño no
podemos llamarle así!) nos engaña a propósito: en ambos casos tendríamos que equivocarnos sin remedio y
tomar constantemente lo falso por verdadero.
Para una persona corriente, estas dudas gigantescas resultan bastante raras: ¿no estaría un poco loco
Descartes? ¿Cómo vamos a estar soñando siempre, si la noción de sueño no tiene sentido más que por
contraste con los momentos en que estamos despiertos? Y además sólo soñamos con cosas, personas o
situaciones conocidas durante los períodos de vigilia: soñamos con la realidad porque de vez en cuando
tenemos contacto con realidades no soñadas. Si siempre estuviéramos soñando, sería igual que no soñar
nunca. Además, ¿de dónde saca Descartes su genio maligno? Si existe tal dios o demonio dedicado constante-
mente a urdir una realidad coherente para nosotros ¿por qué no le llamamos «realidad» y acabamos de una
vez? ¿Cómo va a engañarnos si nada nunca es verdad? Si siempre nos engaña, ¿en qué se diferencia su
engaño de la verdad? ¿Y qué más da conocer un mundo real en el que hay muchas cosas o conocer muchas
cosas fabricadas por un demonio juguetón pero real?
Desde luego, Descartes no estaba loco ni desvariaba arrastrado por una imaginación desbordante.
Como todo buen filósofo, se dedicaba nada más (¡ni nada menos!) que a formularse preguntas en apariencia
muy chocantes pero destinadas a explorar lo que consideramos más evidente, para ver si es tan evidente como
creemos... al modo de quien da varios tirones a la cuerda que debe sostenerle, para saber si está bien segura
antes de ponerse a trepar confiadamente por ella. Puede que la cuerda parezca amarrada como es debido a
algo sólido, puede que todo el mundo nos diga que podemos confiar en ella pero... es nuestra vida la que está
en juego y el filósofo quiere asegurarse lo más posible antes de iniciar su escalada. No, ese filósofo no es un
loco ni un extravagante (¡por lo menos no suele serlo en la mayoría de los casos!): sólo resulta algo más
desconfiado que los demás. Pretende saber por sí mismo y comprobar por sí mismo lo que sabe. Por eso
Descartes llamó «metódica» a su forma de dudar: trataba de encontrar un método (palabra que en griego
significa «camino») para avanzar en el conocimiento fiable de la realidad. Su escepticismo quería ser el
comienzo de una investigación, no el rechazo de cualquier forma de investigar o conocer.
Bien, supongamos que todo cuanto creo saber no es más que un sueño o la ficción producida para
engañarme por un genio maligno. ¿No me quedaría en tal caso alguna certeza donde hacer pie, a pesar de mis
inacabables equivocaciones? ¿No habrá algo tan seguro que ni el sueño ni el genio puedan convertirlo en
falso? Puede que no haya árboles, mares ni estrellas, puede que no haya otros seres humanos semejantes a mí
en el mundo, puede que yo no tenga el cuerpo ni la apariencia física que creo tener... pero al menos sé con toda certeza una cosa: existo. Tanto si me equivoco como si acierto, al menos estoy seguro de que existo. Si
dudo, si sueño, debo existir indudablemente para poder soñar y dudar. Puedo ser alguien muy engañado pero
también para que me engañen necesito ser. «De modo que después de haberlo pensado bien -dice Descartes
en la segunda de sus Meditaciones- y de haber examinado todas las cosas cuidadosamente, al final debo
concluir y tener por constante esta proposición: yo soy, yo existo es necesariamente verdadera, cuantas veces
la pronuncio o la concibo en mi espíritu.» Cogito, ergo sum: pienso, luego existo. Y cuando dice «pienso»
Descartes no sólo se refiere a la facultad de razonar, sino también a dudar, equivocarse, soñar, percibir... a
cuanto mentalmente ocurre o se me ocurre. Todo pueden ser ilusiones mías salvo que existo con ilusiones o
sin ellas. Si digo «veo un árbol frente a mí» puedo estar soñando o ser engañado por un extraterrestre burlón;
pero si afirmo «creo ver un árbol frente a mí y por tanto existo» tengo que estar en lo cierto, no hay dios que
pueda engañarme ni sueño que valga. Ahí la cuerda está bien amarrada y puedo comenzar a trepar.
¿Quién o qué es ese «yo» de cuya existencia ya no cabe dudar? Para Descartes, se trata de una res
cogitans, una cosa que piensa (entendiendo «pensar» en el amplio sentido antes mencionado). Quizá traducir
la palabra latina res por «cosa» no sea muy adecuado y resultase mejor traducirla por «algo» o incluso por
«asunto», en el sentido genérico que tiene también en res publica (el asunto o asuntos públicos, el Estado): el
yo es un algo que piensa, un asunto mental. Sea como fuere, por aquí le han venido después a Descartes las
más serias objeciones a su planteamiento. ¿Por qué esa «cosa que piensa» y que por tanto existe soy yo, un
sujeto personal? ¿No podríamos decir simplemente «se piensa» o «se existe» de modo impersonal, como
cuando afirmamos «llueve» o «es de día»? ¿Por qué lo que piensa y existe debe ser una cosa, un algo
subsistente y estable, en lugar de ser una serie de impresiones momentáneas que se suceden? Existen
pensamientos, existe el existir, pero... ¿por qué llama Descartes «yo» al supuesto sujeto que sostiene esos
pensamientos y esa existencia? Veo árboles, noto sensaciones, razono y calculo, deseo, siento miedo... pero
nunca percibo una cosa a la que pueda llamar «yo».
Cien años después de Descartes, el escocés David Hume apunta en su Tratado de la naturaleza
humana: «Por mi parte, cuando penetro más íntimamente en lo que llamo "yo mismo", siempre tropiezo con
una u otra percepción particular, de frío o de calor, de luz o de sombra, de dolor o de placer. Nunca puedo
captar un "yo mismo" sin encontrar siempre una percepción, y nunca puedo observar nada más que la
percepción». Según Hume, aquí también existe un espejismo, a pesar de los esfuerzos de Descartes por evitar
el engaño. Lo mismo que creo «ver» un bastón roto al introducirlo en el agua -a causa de la refracción de la
luz-, también creo «sentir» una sustancia ininterrumpida y estable a la que llamo «yo» tras la serie sucesiva
de impresiones diversas que percibo: como siempre noto algo, creo que hay un algo que está siempre notando
y sintiendo. Pero a ese mismo sujeto personal que Descartes parece dar por descartado -perdón por el chiste
horrible- no lo percibo nunca y por tanto no es más que otra ilusión.
O puede que no sea una ilusión, sino una exigencia del lenguaje que manejamos. Quizá la palabra
«yo» no sea el nombre de una cosa, pensante o no pensante, sino una especie de localizador verbal, como los
términos «aquí» o «ahora». ¿Acaso creemos que hay un sitio, fijo y estable, llamado «aquí»? ¿O un momento
especial, identificable entre todos los demás de una vez por todas, llamado «ahora»? Decir «yo pienso, yo
percibo, yo existo» es como asegurar «se piensa, se percibe, se existe aquí y ahora». Según Kant, la fórmula
«yo pienso» puede acompañar a todas mis representaciones mentales pero lo mismo podría decirse de «aquí»
y «ahora». No me puedo expresar de otro modo y sin duda algo estoy expresando al hablar así, pero es
abusivo suponer que esas palabras descubren una cosa o una persona fija, estable y duradera. En este caso,
como en tantos otros, quizá filosofar consista en intentar aclarar los embrollos producidos por el lenguaje que
manejamos. Uno de ellos es suponer que a cada palabra debe corresponderle en el mundo «algo» sustantivo y
tangible, cuando muchas palabras no designan más que posiciones, relaciones o principios abstractos. Otro
desvarío lingüístico consiste en considerar todos los verbos como nombres de acciones y buscar por tanto en
cualquier caso el sujeto que las realiza. Si digo por ejemplo «yo existo», el verbo existir funciona en mi
imaginación como si señalase algún tipo de acción, igual que cuando digo «yo paseo» o «yo como». Pero ¿y
si «existir» no fuera en absoluto nada parecido a una acción ni por tanto necesitase un sujeto concreto para
llevarla a cabo? ¿Y si «existir» funcionase más bien como «es de día» o «llueve», es decir como algo que
pasa pero que nadie hace?
Probablemente, al plantear como irrefutable la existencia de su yo (que es también el nuestro, no le
creamos egoísta). Descartes estaba pensando en su alma. Desde luego el alma es una noción cargada de
referencias religiosas -cristianas, claro está, pero también anteriores al cristianismo- muy respetables e
interesantes, aunque ni mucho menos tan indudables como exigía el filósofo francés cuando buscaba la
certeza definitiva por medio de su procedimiento dubitativo. Aunque Descartes trata de ponerlo todo en duda,
parece admitir de rondón y sin mayor crítica la noción de «alma» o «yo» personal, sobre cuya certeza tanto
cabe dudar siguiendo su propio método. Los escépticos más aguerridos dirán que Descartes no fue
verdaderamente uno de ellos, sino sólo un falso escéptico demasiado interesado en salir de dudas cuanto
antes... Según Descartes, el alma es una realidad separada y totalmente distinta del cuerpo, al que controla desde una cabina de mando situada en la glándula pineal (un adminículo de nuestro sistema cerebral al que en
su época aún no se le había descubierto ninguna función fisiológica concreta). Los neurólogos y psiquiatras
actuales sonríen ante este punto de vista pero tampoco sus explicaciones sobre la relación entre nuestras
funciones mentales y nuestros órganos físicos son siempre claras ni del todo convincentes. La gente corriente,
ustedes o yo (ustedes, cada uno de los cuales también dice «yo»), ¿acaso hemos renunciado verdaderamente a
creer que somos «almas» en un sentido bastante parecido al de Descartes?
Volvamos otra vez a la cuestión del «yo». ¿Podemos despacharlo como un mero error del lenguaje?
Cada uno estamos convencidos de que de algún modo poseemos una cierta identidad, algo que permanece y
dura a través del torbellino de nuestras sensaciones, deseos y pensamientos. Yo estoy convencido de ser yo,
en primer lugar para mí pero también para los demás. Yo soy yo porque me mantengo a través del tiempo y
porque me distingo de los otros. Creo ser el mismo que fui ayer, incluso el mismo que era hace cuarenta años;
aún más, creo que seguiré siendo yo mientras viva y si me preocupa la muerte es precisamente porque
significará el final de mi yo. Pero ¿cómo puedo estar tan seguro de que sigo siendo el mismo que aquel niño
de cinco o diez años, inmensamente diferente a mi yo actual en lo físico y lo espiritual? ¿Acaso es la memoria
lo que explica tal continuidad? Pero la verdad es que he olvidado la mayoría de las sensaciones e incidentes
de mi vida pasada. Supongamos que alguien me enseña una foto mía de hace décadas, tomada en una fiesta
infantil de la que no recuerdo absolutamente nada. La veo y digo complacido «sí, soy yo», a pesar de mi
radical olvido: aunque no recuerdo nada, estoy seguro de que entonces me sentía tan yo como ahora mismo y
que esa sensación nunca se ha interrumpido. También creo haber seguido siendo siempre yo por las noches
mientras duermo, pese a recordar rara vez lo que sueño -y nunca por mucho tiempo- o incluso durante la
completa inconsciencia producida por la anestesia. Aun suponiendo que un accidente me dejase
completamente amnésico, incapaz de recordar nada de mi vida pasada, ni siquiera lo que me ocurrió ayer,
probablemente seguiré pensando -¿con algunas dudas, quizá?- que siempre fui el mismo «yo» que ahora
soy... aunque ya no me acuerde.
El psiquiatra Oliver Sacks, en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, cuenta
el caso de uno de sus pacientes -un tal Mr. Thomson- cuya memoria había sido destruida por el síndrome de
Korsakov y que se dedicaba a inventarse constante y frenéticamente nuevos pasados. Era su forma de poder
seguir considerándose «el mismo» a través del tiempo, como le pasa a usted y como me pasa a mí. «El
mismo» quiere decir que, aunque evidentemente cambiamos de un año a otro, de un día para otro, algo sigue
permaneciendo estable bajo los cambios (para que una cosa cambie es necesario que en cierto aspecto siga
siendo la misma: si no, en vez de cambiar se destruye y es sustituida por otra). Pero ¿cuántos cambios puede
sufrir una cosa para que sigamos diciendo que es la misma que era, aunque transformada? Si a un cuchillo se
le rompe la hoja y la cambio por otra, sigue siendo el mismo; si le cambio el mango por otro, también será el
mismo; pero si le he cambiado la hoja y el mango, ¿continuará siendo el mismo, aunque yo siga llamándole
«mi» cuchillo? ¿Y respecto al futuro? ¿Cómo puedo estar tan convencido de que seguiré siendo también «yo»
mañana y el año que viene, si aún vivo, a pesar de cuantas transformaciones me ocurran, aunque el mal de
Alzheimer destruya mis recuerdos y me haga olvidar hasta mi nombre o el de mis hijos? ¿Y por qué estoy tan
preocupado por ese yo futuro que se me ha de parecer tan poco?
En defensa del «yo» cartesiano, sin embargo, también pueden objetársele ciertas cosas a quienes
piensan como Hume. Dice el filósofo escocés que cuando entra en su fuero interno para buscar su yo (¿para
buscarse?) sólo encuentra percepciones y sensaciones de diverso tipo: tropieza con contenidos de conciencia,
nunca con la conciencia misma. Pero ¿quién o qué realiza esa interesante comprobación? Sin duda ni la
percepción ni la sensación son lo mismo que comprobar que uno tiene una sensación o una percepción. Una
cosa es notar el frío, por ejemplo, y otra darse cuenta de que uno está sintiendo frío10, es decir, clasificar esa
desagradable sensación, imaginar sus posibles efectos negativos, buscarle rápido remedio. Hay en mí una
sensación de frío y también algo que se da cuenta de que estoy sintiendo eso (no otra cosa) y lo relaciona con
todo lo que recuerdo, deseo o temo, o sea con mi vida en su conjunto. Lo que siento o percibo en este
momento preciso no vaga desligado de toda referencia al complejo formado por mis otros recuerdos y
expectativas sino que inmediatamente se aloja más o menos estructuradamente entre ellas. En eso me parece
que consiste el que yo pueda llamar mías a mis sensaciones y percepciones: en la especial adhesión que tengo
por ellas y también en la necesidad de tomarlas en cuenta vinculándolas con otras no menos mías. Si noto un
dolor de muelas, por ejemplo, no podré desentenderme de él o ignorar sus implicaciones diciendo: «Vaya,
parece que hay un dolor de muelas por aquí. ¡Espero que no sea mío!». De un modo u otro, no sólo lo notaré
sino que deberé tomarlo en cuenta. Y ese tomarlo en cuenta no es en la mayoría de los casos una mera
reacción refleja sino más bien una reflexión por la que me apropio de lo que me ocurre y lo conecto con el resto de mis experiencias. En una palabra, no sólo tengo conciencia -como cualquier otro animal- sino tam-
bién autoconciencia, conciencia de mi conciencia, la capacidad de objetivar aquello de lo que soy consciente
y situarlo en una serie con cuya continuidad me veo especialmente comprometido. No sólo siento y percibo,
sino que puedo preguntarme qué siento y percibo, así como indagar lo que significa para mí cuanto siento y
percibo.
Quizá la primera vez que en nuestra tradición occidental aparece testimonio literario de esta reflexión
la encontramos cuando, al final de la Odisea, el largo tiempo errante Ulises llega por fin a su palacio de Ítaca.
Al ver a su mujer acosada por los impúdicos pretendientes, que se están comiendo y bebiendo su hacienda,
Ulises se inflama de cólera vengativa. Pero no se abalanza imprudentemente sobre ellos sino que se contiene
diciéndose: «¡Paciencia, corazón mío!». Esta breve recomendación que el héroe se hace a sí mismo, a la vez
constatando y calmando el ardor de su ira, es quizá el comienzo de toda nuestra psicología, la primera
muestra culturalmente testimoniada de autoconciencia, según ha señalado muy bien Jacqueline de Romilly en
un precioso libro que lleva precisamente por título las citadas palabras de Ulises.
¿No será algo semejante a lo que Descartes se refiere cuando habla de un yo como res cogitans, es
decir como una cosa pensante o conjunto de asuntos pensados, que puedo englobar en la fórmula «yo soy, yo
pienso»? ¿Y a lo que se refiere, quizá con abuso, llamándolo «alma», aunque ese alma bien puede tener
muchos más agujeros y sobresaltos de los que su visión sustancialista supone?
En cualquier caso, mi «yo» no sólo está formado por ese fuero interno o mental del que venimos
hablando. Esa dimensión interior o íntima también viene acompañada por una exteriorización del yo en el
mundo de lo percibido, fuera del ámbito de lo que percibe: mi cuerpo. Del mismo modo que considero mía
mi conciencia aunque en ella haya lagunas de olvido o interrupciones inconscientes, también tengo a mi
cuerpo por mío aunque sufra transformaciones, pierda el pelo, las uñas o los dientes, incluso aunque se le
amputen órganos y miembros. Mi cuerpecillo infantil y mi cuerpo adulto, crecido o envejecido, siguen
teniendo para mí una continuidad irrefutable no siempre fácil de explicar pero de la que no dudo salvo como
experimento teórico... de esos que suele hacer la filosofía. Ahora bien, ¿qué es mi cuerpo?
Supongamos que uno de esos extraterrestres de los que ya hemos hablado antes (aunque a éste no le
sospecharemos malas intenciones, sólo curiosidad) viene a nuestro mundo y empieza a estudiarnos a usted o a
mí. Tiene delante un ser vivo, quizá incluso lo considere inteligente (¡seamos optimistas!) pero una de las
primeras preguntas que se hará es: ¿dónde empieza y dónde acaba este bicho? La pregunta no es absurda: hay
mucha gente que al ver un cangrejo ermitaño dentro de su concha no sabe si ésta forma parte o no del
cangrejo, ni tampoco es fácil determinar si el capullo de la crisálida debe ser considerado también crisálida
como el resto del animal que la ha segregado. De igual modo, el extraterrestre puede creer que yo soy
también mi casa y que acabo en la puerta de la calle, o que al menos mi sillón favorito y mi bata forman parte
de mí, o que el puro que estoy fumando es uno de mis apéndices y el humo constituye mi maloliente aliento.
A usted, que tiene coche y se pasa el día dentro de él, seguro que el marciano lo clasificaría entre los
terrícolas de cuatro ruedas. Pero si el forastero interplanetario llega a comunicarse con nosotros le
explicaremos que se equivoca, que nuestras fronteras las establece nuestro tejido celular y que -por mucho
que amemos nuestras posesiones y nuestro alojamiento urbano- nuestro yo viviente sólo llega hasta donde
abarca nuestra piel. Es decir, nuestro cuerpo. A lo que el marciano podría respondernos: «Bueno, y eso
¿cómo han llegado a saberlo?».
Responderle adecuadamente no es tan obvio como parece. No podríamos explicarle que cuando
menciono al cuerpo me refiero a aquello que 'siempre va conmigo, a diferencia de otras posesiones, porque
mi pelo, mis uñas, mis dientes, mi saliva, mi orina, mi apéndice, etc., son partes de mi cuerpo muy mías pero
sólo transitoriamente. Antes o después dejan de ser yo sin que yo deje de ser yo, tal como la serpiente se
deshace en primavera de esa bata vieja que es su piel usada. Ni siquiera podríamos asegurarle al curioso
interplanetario que el cuerpo es todo aquello de lo que no podemos prescindir y seguir vivos, puesto que a
veces deben cambiarme mi corazón por otro para no morir y ciertos enfermos dependen de los aparatos de
diálisis que sustituyen a sus riñones, por no hablar del aire o el alimento que me son tan corporalmente
imprescindibles como los pulmones o el estómago y que sin embargo no forman parte de mi yo.
Si la estudiada por el extraterrestre fuese una mujer embarazada el problema se complicaría aún más
porque no es fácil zanjar si el feto es simplemente una parte de su cuerpo o algo distinto. ¡Cuántas
complicaciones! El muy perspicaz Lichtenberg, a finales del siglo XVIII, dijo en uno de sus aforismos que
«mi cuerpo es la parte del mundo que mis pensamientos pueden cambiar». Una idea ingeniosa, porque para
operar la mayoría de las modificaciones de la realidad -trasladar un sillón, hacer arrancar un coche,
cambiarme de ropa- necesito operar a través de mi cuerpo, mientras que me basta desearlo o pensarlo para
levantar el brazo o abrir la boca. Y sin embargo, no parece ser mi pensamiento el que me hace respirar o
digerir, ni puede mi voluntad devolverme el pelo o los dientes perdidos... ¡por no hablar de cambiar mi color de piel o mi sexo! Las metamorfosis de Michael Jackson o de los transexuales necesitan intervenciones
externas para poder llevarse a cabo. Francamente, satisfacer la curiosidad del extraterrestre puede ponernos
en una situación comprometida...
Y sin embargo, mi convicción profunda es que yo empiezo y acabo en mi cuerpo, sean cuales fueren
los embrollos teóricos que tal seguridad me traiga. Quizá viendo mi nerviosismo, el amable marciano me
conceda este punto para no azorarme más; aunque entonces podría plantearme la pregunta del millón: «De
acuerdo, usted empieza y acaba en su cuerpo, pero... ¿debo asumir que tiene usted un cuerpo o que es usted
un cuerpo?». ¡Semejante interrogación podría ser causa justificada para una guerra interplanetaria!
Probablemente Descartes, que suponía que el alma es un espíritu y el cuerpo una especie de máquina (según
él, los animales -que no tienen alma- son meras máquinas... ¡que ni siquiera pueden experimentar dolor o
placer!), respondería al extraterrestre que yo -el espíritu- tengo un cuerpo y me las arreglo con él lo mejor que
puedo. Según cierta visión popular, estamos dentro de nuestro cuerpo al modo de fantasmas encerrados en
una especie de robots a los que debemos dirigir y mover. Incluso hay místicos que piensan que el cuerpo es
casi tan malo como una cárcel y que sin él nos moveríamos con mucha mayor ligereza. En la antigua Grecia,
los órficos -seguidores de una antiquísima religión mitológica- hacían un tenebroso juego de palabras: soma
(el cuerpo) = sema (el sepulcro). ¡El alma está encerrada en un zombi, en un cadáver viviente! De modo que
la muerte definitiva del cuerpo, que deja volar libremente el alma (la palabra griega para alma, psijé, significa
también «mariposa»), es una auténtica liberación. Quizá fuera a esto a lo que se refirió Sócrates en sus últi-
mas palabras, según nos las refiere Platón en Fedón, cuando al notar que el efecto de la cicuta le llegaba ya al
corazón dijo a sus discípulos: «Debemos un gallo a Esculapio». Había costumbre de ofrecer algún animal
como sacrificio de gratitud a Esculapio, dios de la medicina, al curarse de cualquier enfermedad: ¿le pareció
quizá a Sócrates que el veneno asesino estaba a punto de librarle de esa enfermedad del alma que consiste en
padecer un cuerpo? La verdad es que con un tipo tan irónico nunca se sabe...
Pero ¿creemos en realidad estar subidos en nuestro cuerpo y al volante, como quien pilota un
vehículo? Si es así, ¿dónde nos ubicamos, en qué parte del cuerpo? Descartes habló de la glándula pineal,
pero la mayoría de la gente no sabe dónde está ese cachivache. Cuando decimos «yo» solemos señalarnos en
el pecho, más o menos a la altura del corazón. Si reflexionamos un poco más, quizá lleguemos a la conclusión
de que estamos en nuestra cabeza, en un punto situado en el cruce de la línea que puede trazarse entre los dos
ojos y la que va desde una oreja hasta la otra. Por eso mi amigo el escritor Rafael Sánchez Ferlosio -que
puede ser a veces tan irónico como Sócrates- me comentó un día acerca de lo insoportable de los dolores de
muelas, otitis, jaquecas, etc.: «Son muy malos. ¡Los tenemos tan cerca!». Pero no conozco a nadie que esté
convencido de habitar en el dedo gordo de su pie izquierdo, por ejemplo. Por lo común, quienes creen tener
un cuerpo y estar dentro de él se refieren a un «dentro» que no es el interior del saco corporal, lleno de
órganos, venas y músculos, sino a una interioridad diferente, que está en todas partes del cuerpo y en ninguna,
de la que sólo el cerebro podría aspirar a ser la sede privilegiada. Además, si no soy mi cuerpo, ¿de dónde he
venido para llegar finalmente a parar dentro de él?
En cambio hay quien cree que no tenemos sino que somos nuestro cuerpo. Aristóteles pensaba que el
alma es la forma del cuerpo, entendiendo por «forma» no la figura externa sino el principio vital que nos hace
existir. Y la neurobiología actual piensa casi unánimemente que los fenómenos mentales de nuestra
conciencia están producidos por nuestro sistema nervioso, cuyo centro operativo es el cerebro. De modo que
cuando hablamos del «alma» o del «espíritu» nos estamos refiriendo a uno de los efectos del funcionamiento
corporal, lo mismo que cuando hablamos de la luz que esparce una bombilla nos referimos a un efecto
producido por la bombilla y que cesa cuando ésta se apaga... o se funde. Resultaría ingenuo creer que la luz
está dentro de la bombilla como algo distinto y separado de ésta, y aún más preguntarnos adonde se va la luz
cuando la bombilla se apaga. Pero también parece evidente que la luz de la bombilla aporta algo a la bombilla
misma y tiene propiedades distintas a ella: no hay luz sin bombilla, pero la luz no es lo mismo que el cristal
de la bombilla, ni su filamento eléctrico, ni el cordón que la une con el enchufe de la corriente general, etc.
Sería injusto, por lo menos, decir que la luz no es más que la bombilla o la central eléctrica que la alimenta.
Del mismo modo, aunque el pensamiento es producido por el cerebro tampoco es sin más idéntico al cerebro.
A esta actitud de asegurar que algo -la luz, la mente...- «no es más que» la bombilla o el cerebro suele
llamársele reduccionismo. Algunos reduccionistas estarían de acuerdo en aceptar que la mente (luz) es un
estado del cerebro (bombilla), esto es, lo primero es un «modo» en que está lo segundo. Con todo parecen
simplificar demasiado una realidad más compleja.
En una novela del escritor inglés Aldous Huxiey podemos leer este párrafo: «El aire en vibración
había sacudido la membrana tympani de lord Edward; la cadena de huesecillos -martillo, yunque y estribo- se
puso en movimiento de modo que agitara la membrana de la ventana ovalada y levantara una tempestad
infinitesimal en el fluido del laberinto. Los extremos filamentosos del nervio auditivo temblaron como algas en un mar picado; un gran número de milagros oscuros se efectuaron en el cerebro y lord Edward murmuró
extáticamente: ¡Bach!»11. Sin duda lord Edward percibió la música gracias a los mecanismos de su oído y a
las terminaciones nerviosas de su cerebro; si hubiera sido sordo o le hubieran extirpado determinadas zonas
de la corteza cerebral, en vano se habría esforzado la orquesta por agradarle. Pero el goce mismo de la música
que estaba oyendo, su capacidad de apreciarla y de identificar a su autor, el significado vital que todo ello
encerraba para el oyente no puede reducirse al simple mecanismo auditivo y cerebral. No se hubiera dado sin
él, no existiría sin él, pero no se reduce meramente a él. Tal como la luz producida por la bombilla no es lo
mismo que la bombilla, el disfrute musical de Bach no es lo mismo que el sistema corporal que capta los
sonidos aunque no se daría sin tal base material. A veces lo producido tiene cualidades distintas que emergen
a partir de aquello que lo produce. Por eso Lucrecio, el gran materialista de la antigüedad romana, aun estan-
do convencido de que somos un conjunto de átomos configurados de tal o cual manera, señala que los átomos
no pueden reírse o pensar, mientras que nosotros sí. Somos un conjunto formado por átomos materiales, pero
ese conjunto tiene propiedades de las que los átomos mismos carecen. Somos nuestro cuerpo, no podemos reír
ni pensar sin él, pero la risa y el pensamiento tienen dimensiones añadidas -¿espirituales?- que no lograremos
entender por completo sin ir más allá de las explicaciones meramente fisiológicas que dan cuenta de su
imprescindible fundamento material.
Yo adentro, yo afuera. Soy un cuerpo en un mundo de cuerpos, un objeto entre objetos, y me
desplazo, choco o me froto con ellos; pero también sufro, gozo, sueño, imagino, calculo y conozco una
aventura íntima que siempre tiene que ver con el mundo exterior pero que no figura en el catálogo de la
exterioridad. Porque si alguien pudiera anotar en un libro (o mejor, en un CD-Rom) todas las cosas que tienen
bulto y ocupan sitio en la realidad, hasta el último de mis átomos figuraría en la lista, junto al Amazonas, los
grandes tiburones blancos y la estrella Polar... pero no lo que he soñado esta noche o lo que estoy pensando
ahora. De modo que hay dos formas de leer mi vida y lo que yo soy: por un lado -el lado de afuera- se me
puede juzgar por mi funcionamiento, valorando si todos mis órganos marchan como es debido (tal como
miramos el piloto luminoso de un electrodoméstico para saber si está apagado o encendido), determinando
cuáles son mis capacidades físicas o mi competencia profesional, si me porto como manda la ley o cometo
fechorías, etc.; por otro lado -el de adentro- resulto ser un experimento del que sólo yo mismo, en mi
interioridad, puedo opinar sopesando lo que obtengo y lo que pierdo, comparando lo que deseo con lo que
rechazo, etc. Y desde luego mi funcionamiento influye decisivamente en mi experimento, así como a la
inversa.
En cuanto al viejo debate entre las relaciones de mi alma -pero ¿de dónde puede brotar el alma más
que del cuerpo?- con mi cuerpo -¿acaso puedo llamar mío a un cuerpo sin alma?- quizá deba desviarme un
momento de los filósofos y acudir a los poetas:
El alma vuelve al cuerpo
se dirige a los ojos
y choca. -¡Luz! Me invade
todo mi ser. ¡Asombro!
JORGE GUILLEN
«Más allá», en Cántico
Así me encuentro, invadido y poseído por todo mi ser que es tanto la mirada interior del alma como
la luz del mundo, inseparables, indudables. ¿Será ésta la certeza que buscó el maestro Descartes?
Después de intentar explorar mi yo, lo que soy, me asalta otra duda: ¿hay alguien ahí fuera?, ¿estoy
solo?, ¿existe algún otro «yo» aparte del mío? Desde luego, constato que me rodean seres aparentemente
semejantes a mí pero de los cuales sólo conozco sus manifestaciones exteriores, gestos, exclamaciones, etc.
¿Cómo puedo saber si también gozan y padecen realmente una interioridad como la mía, si también para ellos
existen dolores, placeres, sueños, pensamientos y significados? La pregunta parece arbitraria, demente
incluso -¡ya hemos visto que muchas preguntas filosóficas suenan así de raras en primera instancia!-, pero no es nada fácil de contestar. Al que llega a la conclusión de que en el mundo no hay más «yo» que el suyo -pues
de todos los demás sólo conoce comportamientos y apariencias que no certifican el respaldo de una visión
interior como la suya propia- se le llama en la historia de la filosofía «solipsista». Y ha habido muchos, no se
crean, porque no resulta sencillo refutar esta extravagante convicción. Después de todo, ¿cómo llegar a saber
que los demás tienen también una mente como la mía, si por definición mi mente es aquello a lo que sólo yo
tengo acceso directo? El asunto es tan grave que uno de los mayores filósofos de nuestro siglo, el inglés
Bertrand Russell, cuenta que en cierta ocasión recibió la carta de un solipsista explicándole su posición
teórica y extrañándose de que, siendo tan irrefutable, no hubiera más solipsistas en el mundo...
A mi juicio, el más sólido argumento antisolipsista lo brindó otro gran pensador contemporáneo -que
fue además amigo y discípulo de Russell-, el austriaco Ludwig Wittgenstein. Según Wittgenstein, no puede
haber un lenguaje privado: todo idioma humano, para serlo, necesita poder ser comprendido por otros y tiene
como objeto compartir el mundo de los significados con ellos. En mi interior, desde que comienzo a
reflexionar sobre mí mismo, encuentro un lenguaje sin el que no sabría pensar, ni soñar siquiera: un lenguaje
que yo no he inventado, un lenguaje que como todos los lenguajes tiene que ser forzosamente público, es
decir que comparto con otros seres capaces como yo de entender significados y manejar palabras. Términos
como «yo», «existir», «pensar», «genio maligno», etc., no son productos espontáneos de un ser aislado sino
creaciones simbólicas que tienen su posición en la historia y la geografía humanas: diez siglos antes o en una
latitud distinta nadie se hubiera hecho las preguntas de Descartes. Por medio del lenguaje que da forma a mi
interioridad puedo postular -debo postular- la existencia de otras interioridades entre las que se establece el
vínculo revelador de la palabra. Soy un «yo» porque puedo llamarme así frente a un «tú» en una lengua que
permite después al «tú» hablar desde el lugar del «yo». Establecer el ámbito de las significaciones lingüísticas
compartidas es marcar las fronteras de lo humano: ¿no será precisamente ahí, en lo humano, en lo que
comparto con otros semejantes capaces de hablar y por tanto pensar donde podré encontrar una respuesta
mejor a la cuestión sobre qué o quién soy yo?
Da que pensar...
¿Puedo estar seguro realmente de alguno de mis conocimientos? ¿Es imaginable que me encuentre
perpetuamente soñando o que sea engañado por alguna entidad poderosa y malvada? ¿Por qué Descartes
planteó estas hipótesis y las consideró parte de una duda metódica? ¿Era el mayor de los escépticos o el
primero de los investigadores modernos, en busca de la certeza racional? ¿Es indudable que «yo» existo o
sólo es indudable la existencia de «algo», que podría ser impersonal y fragmentario? ¿Qué era el «yo» para
Descartes? ¿Qué entendía por res cogitans? ¿Es el «yo» una sustancia estable y personal o podría resultar
tan sólo un efecto localizador del lenguaje? Cuando practico la introspección, ¿encuentro alguna vez un
«yo» como cree Descartes o sólo percepciones como asegura Hume? ¿Es lo mismo ser consciente que ser
autoconsciente? ¿Es mi cuerpo pura mente que percibe o tiene también una prolongación en el mundo de los
objetos percibidos? Visto desde fuera ¿cuáles son los límites de mi «yo»? ¿Por qué llamo «mío» al cuerpo?
¿Soy mi cuerpo o tengo un cuerpo? Si el alma tiene un cuerpo pero no es el cuerpo, ¿qué lugar ocupa en él?
¿Desde dónde ha llegado a él? Si el alma o la mente es el cerebro ¿podemos decir que no sea más que el
cerebro? Aunque no haya conciencia sin cerebro, ¿tiene el cerebro las mismas propiedades que la
conciencia? ¿Cómo puedo establecer si hay otras mentes en el mundo semejantes a la mía? ¿Qué es el
solipsismo? ¿Podríamos ser todos solipsistas? ¿He inventado yo el lenguaje que encuentro en mí? ¿Podría
haber un lenguaje para mi exclusivo uso personal, sin referencia a otras mentes semejantes a la mía?
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Las preguntas de la Vida
SaggisticaFernando Savater Todos los derechos reservados a su autor