IV

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"Callado por los mudos, cegado por los ciegos. Dejé de amar por los que no aman y morí en la angustia de una acaba.
Prisionero en mi cuerpo, con mi mente de verdugo cruel,
Torturado por pensamientos de moral quebradiza y el olor putrefacto de una esperanza caída en acción. Sin embargo, aquí estoy... confiando en lo último que queda, a un paso de lo que será una segura muerte.
Dejando entre los escombros el llanto amargo de un ángel caído."

Cuando el sol se escapa entre los bordes picudos de las montañas lampiñas la noticia del asesinado de seis miembros de la familia corre de boca en boca por todo el castillo y peligra por que corra por el pueblo y los alrededores. Que el terror recorra cada calle de Locus dea ensuciando su sagrado nombre con exageradas calumnias, y se recuerde ese día como el que lograron cortar las garras de los altos lobos blancos de las montañas y los dejaron inofensivos ante el fuerte enemigo. En el que alguien osó herir sus corazas y lo consiguió.

Los cuerpos han sido retirados y llevados a la morgue para una corta evaluación, la cual dirá lo obvio, y luego serán entregados a los Boroh para la realización del funeral. Pero el aire, el denso ambiente, se mantiene con espectros fúnebres danzando con libre albedrío por entre las altas columnas de mármol y los finos muebles que decoran las estancias más amplias, así como lo anchos pasillo de suelos pulcros e iluminados por múltiples candelabros de cristales celestes.
No es olor a muerte, no es el olor añejo de cuerpos inertes. Son los demonios liberados entre penurias dentro de sus corazones, escuchados en los lamentos y vistos entre las lágrimas. Son ellos los que cubren de un aura sombría el castillo cuando los cuerpos se van y sus almas quedan, levitando en el mundo de los espíritus hasta que se les brinde la ofrenda y modo de pago para el templo de los dioses en el otro lado.

El miedo se huele en el aire y los desconsolados llantos, los gritos afónicos, hasta los roncos gruñidos se escuchan desde la segunda planta, donde Dana prepara una carta con misiva a la capital para informar de la tragedia, en la cual solicita con urgencia una conferencia mundial. Con las manos sudadas al igual que todo su cuerpo y el rostro lívido. Seco por no haber derramado lágrimas aun.

Está de pie cerca de su escritorio, vistiendo solo una delgada bata de satín que cae en cascada desde la curva pronunciada de su cadera. Su melena negra está suelta libremente sobre su espalda. También está descalza y con un arma en la mano, pendiente de la puerta y el bebé que descansa tranquilamente en una cuna blanca de madera cerca de la gran cama matrimonial a sus espaldas. Alerta de cualquier nimio ruido fuera de lugar.
Siente apenas notorio el olor de Teo, quien se ha marchado para solucionar los problemas que ella no puede atender por su reciente parto o esa es la excusa perfecta para no ver los rostros de su familia tras lo ocurrido y sentirse más ahogada de lo que la angustia le permite hasta esas instancias.

Tiene que controlarse al respirar de no soltar resoplidos toscos que incordien el sueño de su pequeño Rob. Tiene que hacerlo al gruñir también, cuando piensa en toda la situación y las posibles soluciones que encuentra, las cuales son escasas y en su mayor probabilidad terminan con ella muerta... con toda su familia muerta y su Estado gobernado por poderosos alfas sanguinarios.

Niega con la cabeza cuando la imagen de su esposo muerto llega su mente, tirado como animal sin valor en una pila de cadáveres ensangrentados, masacrados luego de la invasión armada al castillo blanco que ocurrirá si no se mueven rápido, a la misma velocidad que el enemigo.

No puede permitir aquello, no puede. No puede permitir que todo por lo que su familia luchó se vaya a la basura.
Quizás sea por orgullo, quizás por vergüenza, pero una fuerte voz proveniente de sus cabeza, que hace eco en su pecho le dice que no puede permitir que ultrajen lo más sagrado que tiene.
Intervención divina o no es un hecho.

THE REBELLION © [secuela de A.U.]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora