Prólogo

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Caminar. Hacía tiempo desde que Dylan hacía esto—de lo cual disfrutaba más de lo que alguien comúnmente haría—; pero recuerda muy bien la última vez que lo hizo. 

Era un cálido día de primavera. El cielo despejado. Un ambiente agradable y sereno, acompañado de algunas risas de los niños que jugaban alrededor, indiferentes a él y a sus pensamientos. El sol emanando calor y su luz que ya se estaba dispersando, siendo así tenue y poco a poco ocultándose tras los alcores.

El atardecer yaciente en el cielo, pintaba a este de tonalidades anaranjadas, amarillas, rosas y en lo más alto, un azul que le abría las puertas a la noche y al esférico plateado que era su protagonista.
 

El viento estaba jugando con largos mechones oscuros del chico, mientras sus pupilas se posaban en todo aquello en lo que encontraba una momentánea paz. Para él una caminata no era simplemente la acción de desplazarse de un sitio a otro con sus pies; era abandonar por un momento la realidad, abordando a un navío de sentimientos, los que eran generados al apreciar cualquier detalle de la vida, como por ejemplo, un simple atardecer.


Una lágrima amenazadora por desbordar del rabillo se posaba en el ojo del chico al recordar aquel hermoso y significativo día. Llevó su dedo índice hacia dicho lugar, evitando que la lágrima desendiese por su mejilla, en un recorrido donde marcaría su rostro de un sentimiento amargo de nostalgia.
     

Cómo extrañaba aquellos días de libertad, donde después de la engorrosa rutina de instituto caminaba a casa, observando el atardecer lentamente y tratando de evitar regresar a ese lugar que nunca consideraría su hogar.
   

Él estaba tratando de recordar esos bellos instantes para zafarse de esa tortura que le provocaba el simple hecho de permanecer con vida, y más por no poder abandonar por un momento la cruda realidad, esa maldita estancia que lo hacía un desahuciado de la libertad.               
     

Giró su cabeza hacia ambos lados en un movimiento lento pero firme. Izquierda. Derecha. Posteriormente, observó por un momento las blancas paredes de la habitación: en estas no se podía apreciar nada. Era algo sin sentido para él, simple y sin sentimientos. No tenía color, no tenía vida. Esto provocó que sintiera una tortura al no poder regresar el tiempo dónde era libre, y ahora lo único que lo podía salvar de ese infierno era recordar. Sin embargo y para su desgracia, era una tarea más complicada de lo que él pudo imaginarse, pues también le provocaba melancolía, la cual albergaba en su pecho provocando un punzante dolor, como una aguja clavándose en su corazón y siendo retirada lentamente; de una manera torturadora.
      

Sus sentimientos de impotencia, furia y desesperación comenzaron a consumirle, y así provocando en él una rabieta.
     

Haló, haló y haló en un fallido intento de soltarse de esa prisión. Repitió su acción durante minutos, tal vez hasta horas pero no estaba consciente de eso. Toda su mente se centraba en cumplir su objetivo, el cual pudo tantear con las yemas de sus dedos, percibir su olor y saborear por los incógnitos lugares de su paladar, como un fruto prohibido al que disfrutaba a pesar del remordimiento, y por fin, logró liberarse de aquello que lo retenía en su locura.
      

Su comportamiento aberro llevaría sus consecuencias, de eso estaba consciente. Pero sus pies se lanzaron, de tal manera que todo su ser se dirigió a un sinfín de sensaciones y aventuras.
     

Su cuerpo ya se encontraba fuera de aquella habitación—donde la pura estancia era un martirio—, volando acompañado de un par de cristales que restaron del brusco golpe de su cuerpo contra el ventanal.
     

El tiempo no fue suficiente para que el joven pudiera apreciar todo a su alrededor, como solía hacer con cualquier detalle que veía o consideraba importante. Empezó a apreciar más la vida a cada que recuperaba lo que tanto había ansiado: su libertad.
     

Todo ese encuentro, choque y revuelo de emociones le generaron un gran placer, hacía retumbar a su órgano palpitante dentro de su caja torácica, que la adrelanila recorriera su anatomía entera y que sus ojos recuperaran el brillo y la vida de la que antes carecían.
      

Pero todo esto terminó cuando recibió un golpe firme y fugaz contra el suelo, a causa de la gravedad, acompañado de un torturador dolor que se extendía como un veneno mortífero, y un ruido que advertía aquella caída desde una gran altura. 
      

Permaneció ahí por un tiempo; reposando sus huesos tras dicha caída. Exactamente no sabía cuánto tiempo permaneció así, por lo que comenzó a cuestionarse si el impacto le provocó perder la consciencia, puesto que no sabía dónde estaba, ni qué día u hora era.
      

Y aún confuso se incorporó dispuesto a averiguar dónde se encontraba.
    

«Haré un recorrido por acá hasta ubicarme un poco», pensó y después de eso observó a una corta distancia las aguas que revocaban en la arena, impulsadas de la fuerza de aquel enorme abismo azul, y él, sin darse cuenta del todo, ya se había adentrado a paso lento en la playa. No sabía cómo había una playa ahí o qué tan lejos estaba del lugar del que se acababa de escapar. En parte, el sentimiento de confusión le invadía puesto que, según lo que recordaba, no había playas, bahías o muelles cerca de la pequeña ciudad en la que vivía. Al final le dio poca importancia al asunto y no desvió su camino de la meta que se propuso anteriormente de ubicarse, por más imposible que esta idea sonase debido a su situación.
       

Al estar hundido en sus pensamientos y cuestiones, no se percató de que había llegado a la orilla de la playa hasta que el agua salada se escurrió traviesa entre sus escuálidos dedos. Decidió alejarse y tomar marcha de regreso por donde había llegado, con un poco de esperanza de ver dónde se localizaba si seguía sus pisadas. Gran sorpresa se llevó al ver que detrás de él sólo se encontraba un enorme y alto puente misterioso, salido de la nada.
   

Cientos de cuestiones le martillaban la cabeza mientras observaba anonadado aquel gran puente, algunas de estas como: «¿Qué se encontraba al otro extremo de este?», «¿Desde cuando estaba ahí?», o «¿Qué tan largo será?»
     

No lo sabía, pero estaba seguro de que lo averiguaría pronto, o no.

El puenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora