Parte 9

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Lo despertó la luz del amanecer que entraba por la ventana abierta. Gonzalo quiso huir de ella, esconder la cabeza en la almohada y disfrutar un poco más el momento. El colchón era muy cómodo y el cuerpo junto a él se sentía muy suave y cálido, enloquecedoramente apetecible.

Pensó en despertar a Laura para hacerle el amor una vez más, pero en lugar de eso se levantó de la cama. Por un rato no hizo más que permanecer de pie en el centro de la habitación, desnudo, presa de una creciente confusión. La mente se le estaba nublando como si fuera a desmayarse, aunque no le parecía que estuviera perdiendo el equilibrio. Más bien...

Sin proponérselo, caminó hasta el escritorio. Allí había un cenicero con fósforos de papel, un pequeño bloc de notas, un bolígrafo... y un abrecartas de metal. Gonzalo pensó que era extraño hallar semejante reliquia en un hotel. ¿Un abrecartas, en la era del correo electrónico? Pero allí estaba, y cuando Gonzalo lo levantó, se sintió complacido al descubrir que tenía un doble filo.

Se volteó para mirar a Laura. Ella seguía durmiendo en la misma posición, y sus labios estaban curvados en una leve sonrisa. Qué inocente se veía, hermosa y tierna como una princesa de cuento de hadas, salvo por los pechos que la sábana no llegaba a cubrir. Su primer impulso fue ir hacia ella para besarla hasta que abriera los ojos, pero no lo hizo. En cambio, volvió a examinar el abrecartas. Era bastante pesado y se ajustaba bien a su mano. Podría manejarlo con facilidad, aunque quizás se cortara él mismo cuando lo hundiera en...

Dio unos pasos hacia la cama. Lo sucedido la noche anterior comenzaba a emborronarse, y de pronto a Gonzalo le pareció más atractiva la idea de herir a Laura que la de despertarla a besos. La muy perra chillaría, pero ¿qué más daba? No era lo bastante fuerte como para escapar de él.

El hombre dio otro paso adelante... y se detuvo. Laura había abierto los ojos.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella con un hilo de voz.

Gonzalo se preguntó lo mismo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Realmente iba a matar a su querida Laura a puñaladas? ¿A mutilar su bello cuerpo desnudo hasta que quedara irreconocible?

Sin embargo, no soltó el abrecartas. Sólo lo apretó con fuerza, ignorando el dolor en su mano y la sangre que brotó en espesas gotas.

—Vete de aquí —consiguió decir el hombre—. Rápido. Y nunca olvides que te amo.

Ella no protestó. Por unos segundos lo contempló fijamente con una expresión de horror, y dos lágrimas corrieron por sus mejillas. Entonces comenzó a moverse a toda prisa, recogiendo su ropa del suelo. Gonzalo cerró los ojos, concentrándose en permanecer quieto y rogando porque Laura se marchara de una vez, porque no sabía cuánto más podría aguantar.

Por fin escuchó el sonido de la puerta al abrirse y cerrarse, y recién entonces pudo soltar el abrecartas, que cayó sobre la alfombra añadiendo nuevas manchas de sangre.

El hombre se tambaleó hasta que consiguió apoyarse contra la pared, y se llevó la mano limpia a la cara, sollozando. Sus gemidos parecían los de un animal moribundo, una pobre criatura quemada en medio de las cenizas cuya única esperanza es una muerte rápida.

Mucho más tarde volvió a tomar el abrecartas, y lo miró preguntándose si habría otro uso para él.

(Continuará...)

Gissel Escudero

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Hechizo de odio, hechizo de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora