Parte 8

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Lo mejor del ascenso no era la paga más alta ni los mayores retos profesionales, sino el tiempo que tenía que pasar lejos de casa, a veces hasta una semana por mes. No ver a Miranda por más de veinticuatro horas le producía ansiedad, pero también era un alivio. Se suponía que la amaba, o al menos eso le decía su mente; sin embargo, lo que sentía por ella se parecía más a la relación de un adicto con su droga.

Él seguía sin comprender por qué se había casado con Miranda. Cada vez que lo pensaba no podía encontrar una razón válida para el matrimonio, excepto ese apego enfermizo que había salido de la nada, mientras él aún sufría por la pérdida de su querida Laura.

Y hablando de Laura, ¿por qué la había lastimado así? Ésa era una pregunta que no dejaba de hacerse. Todavía recordaba su último encuentro, allá en el juzgado: el rostro de ella estaba hinchado y lleno de moretones, sus ojos expresaban miedo y confusión. Él se hubiera arrojado una vez más sobre ella para terminar lo que había empezado, pero de algún modo logró contenerse, y Laura le dijo al juez que la golpiza había sido un caso excepcional y que por eso lo perdonaba, aunque fuera a dejarlo. Y ahí quedó la cosa. Laura se marchó, y el juez liberó a Gonzalo después de advertirle que más le valía no tocar a ninguna otra mujer.

Gonzalo se odiaba a sí mismo desde ese día. Ojalá lo hubieran encerrado; por más que una especie de demonio o entidad maligna se hubiera metido en él (no se le ocurría otra explicación), lo que le había hecho a Laura era imperdonable.

De pronto se le ocurrió que quizás el matrimonio con Miranda fuera su castigo. Sí, eso tenía sentido: había dejado a Miranda por otra mujer y el universo lo había devuelto a patadas junto a ella, por infiel. Vaya, el karma era real después de todo, aunque maldito fuera su sentido de la justicia.

Gonzalo dejó escapar un suspiro de resignación. Aquélla sería una larga condena...

De cualquier manera, se preguntó dónde estaría Laura. ¿Habría conocido a alguien más? ¿Sería feliz? Gonzalo esperaba que sí. Él hubiera dado la mitad del tiempo que le quedaba con tal de que las cosas fueran como antes, pero si eso no era posible, la idea de que Laura pudiera rehacer su vida le servía de consuelo.

El hombre concretó los negocios de ese día y salió a la calle. Volvería a casa al día siguiente; esa noche dormiría en el hotel donde se había registrado por la mañana. Solo en una habitación, sin más compañía que un televisor y seis cervezas. Nada de Miranda. Estupendo.

Subió a su auto y condujo hasta el hotel. Era un sitio barato pero limpio, y su cama tenía un buen colchón. Dormiría como un bebé, pero antes se daría una buena ducha caliente y quizás hasta viera una pelíc...

Se paró en seco al ver que alguien lo esperaba en el pasillo. La sorpresa fue tan grande que ni siquiera fue capaz de pensar. Después tuvo miedo de que lo invadiera la ira porque ahí estaba, como un animal agazapado listo para saltar, pero una emoción mucho más fuerte y noble se elevó por encima de eso, abrumando sus sentidos. Finalmente consiguió decir:

—¿Laura?

Ella no respondió. Sólo se lo quedó mirando con una mezcla de temor y deseo, preparándose quizás para correr si él hacía un movimiento brusco.

—Laura, ¿qué... qué haces aquí? Deberías irte.

—¿Quieres que me vaya? —La voz de Laura hizo que a Gonzalo le latiera más rápido el corazón.

—No. Sí. Es que... no quiero hacerte daño.

—Entonces no lo hagas.

Laura dio un paso hacia él. Sus ojos oscuros eran más hermosos de lo que el hombre recordaba.

—A pesar de lo que hiciste, no he podido dejar de pensar en ti —dijo ella—. Debe ser porque siempre supe que la persona que me golpeó no eras tú. No sé qué te pasó, o si aún te está pasando, pero yo te necesito. No puedo vivir sin ti.

La joven comenzó a llorar pero no pareció darse cuenta, y añadió:

—Sea lo que sea que esté mal contigo, debe haber una forma de arreglarlo.

—Laura, ahora estoy casado con Miranda.

—Lo sé. Pero ¿la amas?

“Sí”, fue la respuesta que automáticamente afloró a los labios de Gonzalo, pero la reprimió con todas sus fuerzas porque no era la que le salía del corazón. En cambio, dijo:

—No, no la amo. Me casé con ella, pero no la amo. Oh, Laura...

Los dos se apresuraron a cubrir la distancia que los separaba, y se unieron en un abrazo mientras se besaban como nunca antes. Gonzalo sintió que su alma revivía igual que el desierto después de la lluvia, y oprimió a Laura contra su cuerpo un poco más, tratando de llenar el hueco que habían dejado en su pecho tantos meses de nostalgia. Poco a poco la empujó hacia la puerta de su habitación. Introdujo la llave a ciegas en la cerradura, siempre besando a Laura, y cuando por fin estuvieron a salvo del mundo exterior, empezó a quitarle la ropa. En ese instante todo dejó de importar: Miranda, el episodio de la golpiza, la extraña maldad que lo había impulsado ese día. El amor reinaba ahora, tan imponente como el sol.

Gonzalo y Laura se tendieron sobre la cama, piel contra piel, unidos en un éxtasis sublime. Llegaron al clímax con pocos segundos de diferencia, y luego permanecieron enlazados bajo las sábanas, en completo silencio.

Antes de quedarse dormido, Gonzalo pensó que había tocado el cielo.

(Continuará...)

Gissel Escudero

http://elmundodegissel.blogspot.com/ (blog humorístico)

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Hechizo de odio, hechizo de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora