Capítulo 3

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A pesar de ser verano, el cielo presentaba nubes oscuras en el creúsculo e Isabel comenzó a preocuparse con la posibilidad de ser alcanzados por la lluvia. El cielo estaba cubierto. Los pájaros volaban en círculos altos y a menudo se oía un trueno a lo lejos, poca cosa, todavía. El viento daba un aire de gracia de vez en cuando y agitaba las hojas de las encinas en ondas leves, para enseguida quedarse todo en una calma enorme.

Pasaba un poco de las nueve de la mañana y el calor se hacía sentir con intensidad. A lo lejos, campesinos pertenecientes al condado limpiaban la tierra de la maleza crecida durante la primavera. Otros recogían tomate dentro de cestas y lo cargaban para una carroza tirada por una mula fuerte.

Los hombres se sacaban el sombrero cuando pasaban, como muestra de respeto al Conde y las mujeres hacían una reverencia bajando levemente la cabeza. Manuel Alfonso los saludaba con un gesto mientras iba viendo lo que pasaba en sus tierras. Junto al río, un hombre pequeño, vestido con ropa andrajosa y descalzo, guarda un rebaño de ovejas que buscan el fresco de aquella zona poblada por álamos altos, que protegen a los animales del calor. Isabel observaba todo y viajaba hacia su infancia. Solía - ya hacía muchos años - por la mañana, recorrer las tierras con su padre haciendo exactamente lo mismo.

Uno de los arrendatarios le hizo un gesto a Manuel Alfonso para que parara, quería decirle algo y el Conde apresuró al caballo para acercarse al hombre. Isabel quedó esperando en el camino. El hombre, vestido de forma diferente de los restantes campesinos susurró alguna cosa y Manuel Alfonso asintió con la cabeza. Giró el caballo y en pocos segundos volvió al trote juntándose a ella.

- Quería avisarme que el bando de Morel está en la Azinhaga junto a la ribera y que son más de treinta. – Le informó. – ¿Todavía quiere acompañarme señorita Isabel? – Intentó asustarla.

- No veo porque no ir, Vuestra Señoría. – Respondió Isabel. – Por acaso tiene miedo de los gitanos. – Lo provocó.

- ¿Es esa la opinión que usted tiene de mí? – Preguntó con una sonrisa franca en los labios, pero con aire burlón.

Isabel no respondió pero quedó irritada. Porque se quedó con la impresión que él se estaba burlando de ella. No era una mujer que se callara.

- Si Vuestra Señoría cree eso. Sabrá si es hombre para enfrentar a treinta gitanos o no.

- Tengo la impresión de que si me viera en apuros, usted lucharía a mi lado. – Dijo sonriendo con aquel aire burlesco, que Isabel reconoció como siendo una característica.

- Sin duda. – Respondió distraída sin notar que estaba siendo testeada. Pero la distracción duró poco. Notó el error y se corrigió - enseguida.

- Quiere decir. No le podría valer gran cosa... soy una mujer.

- Más temeraria que ciertos hombres que conozco. – Dejó escapar. – A propósito, para quien tenía tanto miedo de no aguantarse encima del caballo, está yendo muy bien. ¿Dónde aprendió a montar? no debe haber sido en el convento. – Y de esta vez fue realmente sarcástico.

- En realidad sí... - Se calló. Lo encaró y respondió.

- Vuestra Señoría ni imagina lo que se aprende en un convento. – Si él la provocaba, ella doblaba la apuesta.

- Puedo imaginarlo...- respondió pareciendo distraído.

Manuel Alfonso iba a continuar la conversación picante pero vió el campamento. Algunas tiendas de paño blanco manchado por el tiempo, montadas en círculo al lado de las carrozas. Cada tienda correspondía a una familia. Más adelante, cerca de la ribera, los caballos pastaban las pocas hierbas verdes que todavía conseguían comer después del tórrido verano. Unos diez niños de tez muy oscura corrían por allí jugando; sucios, mocosos y casi desnudos, pero aparentando felicidad. Un muchacho mayor, seguramente entrenado para ser el sentinela dió la alarma y gritó alguna cosa en un dialecto extraño.

Jardines de la LunaWhere stories live. Discover now