Capítulo 8

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- ¿Prometes que no me dejas? – Preguntó la niña con los ojitos muy tristes.

- Claro, mi querida, sólo te dejo para entregarte a tu madre. – Y le dió un beso en el rostro mientras le levantó las sábanas hasta el cuello y los rizos sueltos atrás de las orejas, para que no le taparan la cara rosada.

La niña deambuló gran parte de la tarde – después de mejorar de la fiebre – por la casa, arrastrando consigo a Natalia, una muñeca de paño que la madre le había hecho, dejando entrever la tristeza y la nostalgia por la progenitora.

- Extrañas mucho a tu madre Teresita ¿no? – Era demasiado evidente.

- ¡Mucho! ¡Mucho! ¡Mucho! Sabes... como de aquí al fondo del jardín. – Distancia que ella debía considerar grande, comparada a su tamaño.

Isabel dió una carcajada. La vivacidad de la niña era deliciosa. Una pérdida más que tendría que aceptar y no faltaba mucho. Se había encariñado a la niña y seguramente nunca más la vería. Contuvo la conmoción que sintió, para no preocuparla aún más y dió vuelta levemente la cara para recomponerse.

Pero, a quien extrañaría más era a su tío. Aquellos ojos verdes no le salían de la cabeza durante el día entero y con todos los atrevimientos que él había tomado desde la noche pasada, había quedado irremediablemente pegado a su piel. Todo lo que había hecho o había pensado iba hacia Manuel Alfonso Barbosa, Conde de Évora-Monte. Sentía su olor todavía impregnado en la piel. Olor de macho, todavía presente en la piel del cuello y en los cabellos. Y durante todo el día la sensación deliciosa de los dedos de él en su interior no desapareció. Nunca había vivido algo tan sublime. Aquello, como le llamaban las monjas era un manjar divino con el cual quería deliciarse, pero sólo con él.

No intrecambiaron una única palabra durante la cena. Teresa no paraba de hablar. La niña sentía tanto la falta de la madre, que, cuando tenía al tío cerca aprovechaba al máximo su presencia para hacer preguntas y la más repetida era «cuando voy a ver a mi madre» o «cuando vamos a Brasil», preguntas que dejaban a Isabel con poca ganas de participar de la conversación, lo que no le pasaba desapercibido a Manuel Alfonso.

Sólo la presencia de Angelina, sirviendo la mesa interrumpía a Teresa. Manuel Alfonso respondía con algunas evasivas. No sabía muy bien qué hacer, después de haber recibido la carta de su hermana. Estaba indeciso entre las ganas de ir y quedarse. Tendría que pensar muy bien sobre el asunto y en la mejor forma de resolverlo.

Después de haber presenciado el beso entre los dos, Angelina servía la comida con poca delicadeza, por pura rabia. Hecho notado por Manuel Alfonso y hasta por Isabel que desconocía el motivo por el cual la mujer casi le tiró la carne y las patatas encima. Manuel Alfonso miró a Isabel con complicidad, los dos todavía recordaban la noche de sexo que ella había tenido con el gitano y a la cual asistieron como dos depravados que espían a otros en actos íntimos.

Después de que la situación estuviera resuelta, tenía que echar a Angelina. Se había transformado en una serpiente venenosa y no quería tener cerca ese tipo de bicho. Mordían a traición y se alejaban arrastrándose. Le recordaba a la yarará de la zona de la caatinga, pequeñita, amarilla para confundirse con la maleza y mortal.

Subió la escalera en media luna hasta el piso superior pensando en su hermana, que vivía un amor a las escondidas con un mulato – aunque fuera casi blanco - capataz de la hacienda, y en él mismo, que huía del amor. Siempre había querido desposar a una mujer que amara, pero no reconocía ese sentimiento por ninguna. Isabel era un caso a parte. Lo excitaba físicamente y hasta en el intelecto. Daba lucha y era un placer conversar con ella. Pero nunca más iría a amar a alguien. No, después de lo que sucedió con Flor. Su hermana y él siguieron el camino de su padre, los dos se enamoraron por descendientes de esclavos. Al final, ¿qué lo distinguía del viejo Conde?

Jardines de la LunaWhere stories live. Discover now