Remendando errores

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A lo lejos se divisaba la costa de su tierra natal, como un cuadro que había estado grabado a fuego en los recuerdos de la joven capitana. Luchando por soportar el suave tembleque que se había apoderado de sus extremidades, suspiró al notar el dulce abrazo de su prometida por la espalda, insuflando valor a su alma, determinación a sus pasos y fuerza a su mirada que luchaba por no partirse en mil lágrimas.

A medida que se acercaban a ese lugar que un día fue su hogar, tuvo que aferrarse con más fuerza a Clarke. Mostrando frialdad ante toda la tripulación, demostrando su fuerza inquebrantable fue dirigiendo las maniobras de atraque con maestría. Solo ella y su rubia entendían lo que realmente llevaba la castaña en su interior, el dolor que portaba al saber que vería a su madre por última vez, a una madre que no conoció, que le arrebataron demasiado pronto. El miedo a no ser lo que su madre hubiese querido que fuera, a decepcionarla. Miedo a pisar la casa que la vio nacer, donde se convirtió en esclava, demasiados miedo y heridas que estaban lejos de cicatrizar y se abrían ante la cercanía de sus raíces.

El Virrey observaba la interacción de ambas mujeres sabiendo que su hija estaba sufriendo en silencio, interiormente. Se odiaba pues sabía que él era el causante de todo el padecimiento de esa mujer a la que trajo al mundo hacía ya tantos años.

El impacto inicial de saber que su hija era pirata, y no una pirata cualquiera, sino la más perseguida y buscada del océano, había dado paso a un orgullo inmenso hacia la jovencita en que se había convertido, se sentía orgulloso de que esa extraordinaria mujer llevase su sangre y solo pensaba que podía hacer para enmendar su error, para demostrarle su creciente aprecio a una hija a la que perdió hacía demasiado tiempo por seguir las doctrinas que dictaban la sociedad.

Le había costado aceptar que su joven hija iba a casarse, y más con una mujer, mas habiendo conocido a Clarke, habiendo disfrutado de la compañía de esa muchacha dulce y llena de vida, con la cabeza llena de sueños, impaciente y curiosa y, sobre todas las cosas, enamorada hasta lo más profundo del alma de la joven capitana que la había liberado en todos los sentidos, no podía estar más feliz por ambas.

Mirando a su hija, sin saber cómo aliviar su dolor sin que ella se sintiera violenta, sin saber qué decir simplemente apretó su hombro, con una muestra de cariño y comprensión, sin saber que en lo más profundo de su corazón, Lexa agradeció enormemente ese acercamiento.

Una vez en puerto, solo descendieron la joven capitana junto a su padre y su prometida, ya que no pensaba quedarse mucho tiempo. Hacía años que no veía a su madre, no la conocía, no creció a su lado y no se veía capaz de soportar quedarse a verla morir sin romperse en mil pedazos para siempre. Deseaba huir con todo su ser, la mano de su amada apretando la suya propia era el único motivo por el cual no salía corriendo en dirección a los confines del mundo, encerrando todo lo que sentía en su alma y dejando que sus emociones la mataran poco a poco como habían estado haciendo hasta ese momento.

Llegaron a ese caserón donde Lexa vio la luz por primera vez, magnífico y a la vez sombrío y triste. La capitana se preguntaba dónde estaban sus hermanos, la esposa de su padre y el resto de esclavos puesto que la vivienda se veía lúgubre y vacía.

Penetraron en la mansión y, rápidamente, el virrey las condujo por diversas estancias, rezando porque no fuera tarde y su amada siguiera con vida, que pudiera despedirse de su hija y marcharse con el alma serena. Cuando llegaron a la habitación donde estaba su madre, Lexa descubrió con asombro que era la mismísima alcoba del Virrey, agradeciendo interiormente a su padre esa dulce atención hacia su moribunda madre.

Sobre el lecho majestuoso del Virrey de Mar de la Plata, se hallaba una mujer, antigua esclava de ese caserío, y la mujer a la que su padre amaba, su madre. Tan pequeña, débil y enferma, con la mirada acuosa y perdida en el infinito, ni se inmutó cuando ellos penetraron en la estancia. Lexa sintió como se rompía y no pudo aguantar más el llanto, al ver así a la mujer que le dio la vida. Su padre se acercó con veneración al lecho donde reposaba la dueña de su alma, la acarició tiernamente con la mirada cargada de amor, ese gesto impactó tanto a la castaña que, aferrada a su joven prometida, no podía hacer más que llorar contemplando a sus padres juntos.

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