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Despreciado por los dioses

«Eiden, eres más de lo que imaginas, eres el libertador.»

Desde que tenía uso de conciencia, o incluso antes de eso, Eiden fue capaz de escuchar esa voz dentro de su cabeza. No tenía idea de quién era o por qué razón la escuchaba, pero con el tiempo, simplemente se acostumbró a escucharla y poner atención a las historias que parecía recitarle por las noches.

No era como si le interesara su significado o procedencia, bien podría tratarse de una voz que él mismo formó debido a que no tenía a nadie con quien hablar la mayor parte del tiempo. Es más, no entendía por qué debería buscarle una razón de ser a la voz, cuando ni siquiera sabía quiénes eran sus padres, en qué tribu nació o por qué fue abandonado a su suerte.

Con tan sólo ocho años, Eiden se vio forzado a caminar por los dominios de la tierra, sin ningún poder elemental y con la gran probabilidad de jamás desarrollar ninguno. Lo normal era que un don elemental se hiciera notar a los seis años de vida, pero de no resultar así, entonces se era clasificado como un Banuka, un "despreciado por los dioses".

Todos los seres como él estaban destinados a servir con las tareas más denigrantes, pero necesarias para sobrevivir. Ni siquiera solían ser merecedores de un hogar, por lo que solían vagar de trabajo en trabajo hasta encontrar alguna buena familia que les ofreciera un puesto permanente como ayudantes.

Pero él siempre se negó a pesar de su corta edad y las muchas probabilidades que tenía de morir de vagar en soledad.

Eiden recordaba haber estado en muchos hogares, aunque ninguno en el que pudiese sentirse realmente cómodo. Reconocía que en más de una ocasión las familias le ofrecieron quedarse de forma permanente, pero como si el instinto muy estúpido lo guiara, él simplemente negaba y proseguía con la búsqueda de un destino incierto del cual no tenía conocimiento.

Andar en soledad por una dimensión era peligroso, pero hacerlo por la cuarta parecía serlo aún más. No se sabía cuándo dio inicio, pero los ataques provenientes de otras dimensiones eran constantes, por lo que enfrentarse a ellos podría ser causa de muerte instantánea, sobre todo para un Banuka como él.

Sin embargo, Eiden había sobrevivido a base de golpes y malos tratos, aprendiendo de otros Banuka que se escondían en las profundidades de los bosques, siendo tan salvajes como inteligentes. Junto a ellos, Eiden aprendió a defenderse, a embaucar, a luchar y también a ser precavido, a no confiar.

Subsistió de esa manera hasta sus catorce años, cuando de pronto su vida entera dio un giro de ciento ochenta grados.

En ese tiempo vivía en las cercanías de las fronteras del agua, conviviendo con una familia del clan de tierra que se especializaba en el crecimiento de cultivos.

Eiden, sin poder hacer otra cosa más que trabajos manuales, era el encargado de acarrear el agua, arrancar las malas hierbas y recolectar los frutos de la tierra. Solían ser los trabajos que ningún usuario gustase en hacer, pero era gracias a ese orgullo que él tenía una forma de subsistir.

Y ahí estaba él, en una de sus duras faenas de la tarde, sintiéndose especialmente irritado al apartar las ramas y hojas secas de las raíces verdosas que crecían para dar un fruto que estaría destinado para abastecer a otras dimensiones.

«Eiden...»

Escuchar esa voz únicamente lograba irritarlo más. Era como si su simple aparición lo hiciera salirse de control, quizá porque lo hacía sentirse más solo que nunca. Aunque quizá debería agradecerlo, porque fue gracias a ello que descubrió que él no era un Banuka, como había creído, resultaba ser que era todo menos un despreciado, porque de pronto, el roce de sus dedos sobre las hojas comenzó a ser un problema, puesto que, de la nada, comenzaron a incendiarse, primero de forma ligera y gradual, para después hacerse una llamarada profunda que invadía incluso la parte sana de la planta.

El fuego de RarógDonde viven las historias. Descúbrelo ahora