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Mi primer atisbo provino en un instante muy privado. Lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer, pues es la imagen que mantengo siempre viva en mi mente. La chispa y el combustible que avivan el fuego que me consume con pasión. Los instantes en que lo veía eran hermosos y nada le brindaba mayor disfrute a mi vida. Nuestras sesiones juntos de tardes lluviosas y poemas viejos, nuestros días de manjares y películas; estos eran los momentos que le daban sentido a mi existencia. Trabajaba para en un futuro tener más días como estos en que nuestros corazones latian al mismo tiempo; los instantes en que mi pecho enardecía al abrazo de su cuerpo. Con cariño recuerdo los gestos tiernos de sus grandes y toscas manos, la precisión con la que me acariciaba en el punto exacto en el que revoloteaban todas las pasiones y caprichos de mi corazón. Mi alma languidece ante la somera idea de visualizar un mundo sin él. Lo amo.

Con este terzo cariño palpitando en mi interior, mi corazón concibió una sombría idea, la que haría que por fin me topara con el espejo negro. El punto pivote que me llevaría a grabar Su símbolo y visualizarlo en trances anormales infundados por sustancias desconocidas. Mi amado me hizo dar el primer paso hacia las sombras ignotas del caos. No más costas de plácida ignorancia, no más comería yo de los frutos de la cálida estupidez. A partir de ese primer paso yo trascendería a caminar por los senderos áureos donde los dioses del hombre juegan y bailan. Aquella montaña sagrada sería mía para reinar y por fin develará el viaje secreto que todo mortal debe emprender.

Este atisbo del que hablo requirió esfuerzo, trabajo y conocimiento. Por largas noches yo me desvelé leyendo de tomos vedados y medité en ayunos discretos para poder así alcanzar el sagrado estado en que pudiera; aún por un instante, visualizar Su símbolo para poder plasmarlo y, a través de él ,contemplar los bellos parajes que esconde el plano astral. Aquellos que fungen como catedráticos de lo oculto, los fantoches a los que los hombres llaman magos, no eran más que una sarta de cobardes que se atrevían a esconder el sagrado conocimiento y así guardarlo tan solo para sus propios mezquinos ojos viejos y palidescentes. Tanto miedo tienen a la idea de su propia vejez y muerte que esconden los pergaminos santos de la mirada de los jóvenes con el mayor temor a ser suplantados por un nuevo orden. Un orden sin miedo, ni esquemas, un orden que atenta contra la idea de formar un culto y beber del ponche de frutas de sus patéticos suicidios. He aquí los subversivos y quemados se tornaron igual que sus opresores, al igual que los santos escarlata se tornaron en demonios. Todo sigue su orden natural y yo haré que mi propio paso sea la puerta a que el hombre transforme sus axiomas y termine por reestructurar el tejido de su propia realidad. Como se puede esperar, tuve mis problemas para compaginar con la blanca magia ceremonial, aquella que el hombre promedio toma por religión. Los ancianos no veían con felicidad que una portadora del cáliz palpitante escudriñara sus bibliotecas reservadas para célibes, cautos y sobrios hombres de la deidad. En los peregrinajes nacionales, donde se recorren millas para observar la piedra negra en su altar, yo ignorantemente blasfemé contra la santidad de las cuevas forradas con oro. Riéndome de forma irónica con él, bebimos de la fuente y nos mofamos de la falta de entendimiento por parte de aquellos que caminaban como fantasmas a recibir el toque de aquella diosa. Él era mi compañero en el crimen.

Por todo lo que expuse previamente, cuando surgí con la idea de celebrar mis veintitrés primaveras con un viaje anómalo, él sonrió y en vez de negarse, alistó el equipaje.

El día involucraría una ceremonia en la cual sincronizaríamos nuestra mente para así tener claro, cómo los negros espejos de obsidiana, la imagen de todo lo que haríamos. Posteriormente, se consumiría picadura de pastas sagradas para poder relajar mente y cuerpo. Las afrodisíacas pastas nos permitirían consumar nuestro amor en un salvaje brío que enaltecerá todos los sentidos; a manera de ofrenda para los extraños entes externos, los cuales mirarían el flujo de energía con entusiasmo y tal vez, nos ofrecieran su guía. Una vez hecho esto, manjares y bebidas hilarantes llenarían nuestras bocas, pues según el plan, el día entero debía mantenerse un ayuno feroz hasta este punto. Luego de esto, cantaríamos de los poemas prohibidos que he levantado de evangelios negros, mientras Virgilio toca sinfonías misteriosas que provienen gustosas de su guitarra. Todo esto es no más que la preparación para por fin poder comer del fruto y ser dioses.

En la calle no se consigue. No es una sustancia controlada ni mucho menos es conocida por legisladores o científicos, sin embargo su poder es tal, que las personas que la han usado suelen perder la cordura y ofrecer sus vidas en el abismo. Nosotros no éramos de este grupo, sino más bien de una pequeña casta de élite que ha osado cantar los hechizos prohibidos y con ciencia, calcular la dosis y medir los síntomas. No obstante seré honesta, estos extraños frutos son tan anómalos que sus efectos impredecibles y caprichosos no pueden ser anticipados apropiadamente. En el pasado yo y Virgilio jamás hemos consumido de las flores del dulce delirio, pero por proxy hemos logrado entender la sutil naturaleza de esta mágica sustancia. Nuestros estudios universitarios nos han permitido conocer las bases de sus efectos y hasta especular con locos desvaríos, intentos patéticos para atinar su mecanismo de acción. Esta área de la praxis es menos magia y más ciencia, pero en su totalidad permanece siendo conocimiento que no debería tener la humanidad.

Virgilio no me dijo de dónde los consiguió, pero lo que sea que haya hecho nos ha de traer la mayor de las bendiciones. Se marchó el viernes, la noche antes de nuestra ceremonia, y no volvió hasta 3 horas después con una bolsa de hashish iridiscente con un tenue color dorado y, en otra bolsa, siete capullos pequeños de lo que parecían ser flores delicadas provenientes de dimensiones distantes y jardines atemporales. Durante el día previo no las ví y hasta llegué a dudar que fueran reales. Parecían más producto de un sueño que se colaron en nuestra realidad por las puertas que abre el inconsciente, aquellas abiertas cuando el alma emerge de la carne para danzar en las noches oscuras. El día del ritual llegó y parecían saberlo, eran reactivas a presión como pequeños animales. Las flores eran pequeños capullos de pétalos rojos y dentados, exhibían múltiples puntos negros en las orillas de los pétalos y discretas pero blandas espinas en ellos, las cuales eran coronadas con gotas delicadas y fluorescentes de una gelatina azulada. El patrón vascular no era el de las flores normales, este era mucho más diseminado a lo largo del tejido, y hasta sugerían ser hifas con la manera que se esparcen por el pétalo apenas ingresaban en él. La base verde tenía pequeños tubérculos que ostentaban el aroma de la gelatina azulada, estos tambaleaban al contacto pero eran duros y no se rompían a la manipulación. Virgilio me aseguro que era seguro comerlas y que, de hecho, era la forma más natural de hacerlo. Por tanto yo la abrí de par en par y revele por la ruptura sagital, que la flor era más como un saco lleno hasta el tope de esa misteriosa gelatina; al lamerla noté que no tenía sabor alguno y se deslizaba por mi garganta como un fantasma. Posteriormente mordí la flor y descubrí que el sabor de esa pequeña coraza si era amargo, dulce, salado. Una sinfonía de sabores palpitaba en mi lengua con cada mordisco hasta el punto de visualizar el apéndice brillando tenuemente en pulsos de colores con cada área sensorial delimitada y expresada. Cada sabor era un accidental efecto de los polisacáridos de la planta excitando aleatoriamente mi lengua; y la visualización de seguro era producto de los residuos de resinas entrando en mi flujo sanguíneo por los gruesos vasos que tapizan el piso de mi boca. El aposento de mi lengua.

Podía ver mi aura tornarse de todos los colores y hasta llegué a tocarla, era fluctuante en temperatura, pero sólida y frágil como el vidrio.

Mis manos se comenzaron a ramificar, estaban se sembraban en el piso del apartamento y esto me causó gran ansiedad. Por suerte Virgilio, la bestia de mi dama escarlata, mi donador de fragancia, mi amado; me recogió del suelo y me sostuvo en sus brazos. Podía sentir su corazón latir y ver asimismo los tonos escarlata recorrer sus arterias. Con terzas caricias me calmó y me susurró al oído poemas olvidados de pueblos malditos. De esta forma cuando estuve más relajada él solo me dijo: "durmamos". Así lo hicimos, está fue la manera en que abrimos la puerta por vez primera, de este modo iniciaba mi viaje a través de las negras planicies que adornan el plano astral. Las galaxias serían tocadas y fumaríamos de las nebulosas escarlata que palpitan ardientes sobre los cielos de la abandonada Carcosa. Cuando el sueño comenzó a tentarme con sus negros apéndices, Virgilio susurró en mi oído el canto anómalo que inició todo:

"T'zlondron, zithe <qurentsari' Lorentn isquieru chalé-hu tzalú."

El Espejo con el Color del AbismoWhere stories live. Discover now