Capitulo Tres

66 2 0
                                    

A Manfredo el corazón le dio un vuelco cuando vio que el penacho del milagroso yelmo se agitaba con el sonido de la trompeta.

—¡Padre! —le dijo a Jerónimo, al que ahora dejó de tratar como conde de Falconara—. ¿Qué significan estos portentos? Si he ofendido... —Las plumas eran sacudidas con más violencia que antes—. ¡Soy un príncipe desdichado! ¡Padre santo! ¿No me asistiréis con vuestras plegarias?

—Mi señor, sin duda el cielo está disgustado por vuestras mofas a quienes lo sirven. Someteos a la iglesia y dejad de perseguir a sus ministros. Liberad a este inocente joven y aprended a respetar mi sagrado ministerio. Con el cielo no se juega.

—Como veis... —La trompeta volvió a sonar—. Reconozco que he sido demasiado impulsivo. Padre, acudid a la puerta y preguntad quién es.

—¿Me garantizáis la vida de Teodoro?

—Sí, pero preguntad quién está ahí afuera.

Jerónimo se echó al cuello de su hijo y descargó un torrente de lágrimas que ponía de manifiesto la alegría de su alma.

—Me prometisteis acudir a la puerta —le recordó Manfredo.

—Pensé que vuestra alteza me permitiría daros primero las gracias con este tributo de mi corazón.

—Id, querido señor —dijo Teodoro—; obedeced al príncipe. Yo no merezco que por mi causa demoréis su satisfacción.

Jerónimo preguntó quién llegaba y recibió respuesta:

—Un heraldo.

—¿En nombre de quién?

—Del caballero del sable gigantesco. Y debo hablar con el usurpador de Otranto.

Jerónimo regresó junto al príncipe y no dejó de repetirle el mensaje palabra por palabra. Apenas empezó a hablar el fraile, Manfredo se sintió aterrorizado, pero al oírse tratar de usurpador, su rabia rebrotó y se reavivó todo su coraje.

—¡Usurpador! ¡Insolente villano! ¿Quién osa poner en duda mi título? Retiraos, padre, que éste no es asunto de monjes: yo mismo voy al encuentro de ese presuntuoso. Id a vuestro convento y preparad el regreso de la princesa: vuestro hijo será el rehén de vuestra fidelidad. Su vida depende de vuestra obediencia.

—¡Santo cielo, mi señor! Vuestra alteza hace sólo un instante perdonó sin condiciones a mi hijo. ¿Tan pronto habéis olvidado la intercesión de lo alto?

—Lo alto no envía heraldos para discutir el título de un príncipe legítimo. Dudo también que dé a conocer su voluntad a través de los frailes. Pero eso es asunto vuestro, no mío. Ahora ya conocéis mis órdenes, y no será un heraldo impertinente quien salve a vuestro hijo si no regresáis con la princesa.

Las réplicas del santo varón fueron vanas. Manfredo mandó que lo condujeran a la poterna y lo sacaran del castillo, y ordenó a algunos de sus criados que llevaran a Teodoro a lo alto de la torre negra y que una vez allí lo vigilaran estrechamente. Apenas permitió que padre e hijo intercambiaran un apresurado abrazo antes de partir. Acto seguido se dirigió al salón y, tomando asiento en el trono principesco, ordenó que compareciera el heraldo.

—Bien, insolente, ¿qué quieres de mí?

—Me presento ante ti, Manfredo, usurpador del principado de Otranto, de parte del renombrado e invencible caballero del sable gigantesco. En nombre de su señor, Federico, marqués de Vicenza, solicita a la señora Isabella, hija de dicho príncipe, que tú has mantenido indigna y traidoramente en tu poder, sobornando a sus falsos custodios, durante su ausencia. Te exige que renuncies al principado de Otranto, que usurpaste al citado señor Federico, el pariente más cercano del último señor legítimo, Alfonso el Bueno. Si no cumples al instante estas justas demandas, te desafía en singular combate a última sangre.

El Castillo de Otranto - Horace WalpoleDove le storie prendono vita. Scoprilo ora