Capitulo Cuatro

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En cuanto el triste cortejo penetró en el castillo, fue recibido por Hippolita y Matilda, a las que Isabella había enviado a un doméstico para advertirles de su llegada. Las damas dispusieron que Federico fuera trasladado a la cámara contigua y se retiraron, mientras los médicos examinaban sus heridas. Matilda se sonrojó al ver juntos a Teodoro e Isabella, pero se esforzó en disimularlo abrazando a su amiga, y lamentándose del infortunio de su padre. Los cirujanos no tardaron en regresar e informaron a Hippolita de que ninguna de las heridas del marqués era peligrosa, y de que mostraba deseos de ver a su hija y a las princesas. Teodoro, con el pretexto de expresar su alegría porque el combate no hubiera resultado fatal para Federico, no pudo resistir el impulso de seguir a Matilda. Ella bajaba los ojos cada vez que se encontraban con los del joven, por lo que Isabella, que miraba atentamente tanto a la una como al otro, no tardó en adivinar quién era objeto de los afectos de Teodoro, según lo que él le dijera en la cueva. Mientras transcurría esta escena muda, Hippolita preguntó a Federico la causa de que hubiera optado por aquella misteriosa manera de reclamar a su hija. También desplegó varias excusas para la iniciativa de su señor de concertar el matrimonio de sus hijos. Federico, aunque indignado con Manfredo, no era insensible a la cortesía y benevolencia de Hippolita, pero aún se sintió más impresionado por las encantadoras maneras de Matilda. Con el deseo de mantenerlas a su cabecera, narró su historia a Hippolita. Le dijo que mientras estaba prisionero de los infieles, soñó que aquella hija, de la que carecía de noticias desde que permanecía cautivo, estaba retenida en un castillo, donde corría el peligro de ser víctima de los peores infortunios, y que si él conseguía la libertad y acudía a un bosque próximo a Joppe, averiguaría más detalles.

Alarmado por este sueño, e incapaz de seguir sus instrucciones, sus cadenas se le hicieron más pesadas que nunca. Pero mientras sus pensamientos se concentraban en la manera de obtener la libertad, recibió la agradable noticia de que los príncipes confederados, que guerreaban en Palestina, habían pagado su rescate. Al instante se dirigió al bosque de su sueño, y durante tres días él y sus criados vagaron sin ver a un ser humano. Pero al atardecer del tercer día llegaron a una ermita donde encontraron a un venerable asceta agonizando. Le administraron eficaces cordiales, y devolvieron la palabra al santo varón.

—Hijos míos —dijo—, os estoy obligado por vuestra caridad, mas ésta es vana. Me encamino al descanso eterno, pero moriré con la satisfacción de cumplir la voluntad del cielo. Cuando llegué a estas soledades, después de ver caer mi país en manos de infieles (¡hace ya más de cincuenta años que fui testigo de la espantosa escena!), se me apareció san Nicolás y me reveló un secreto que me prohibió desvelar a mortal alguno, salvo en mi lecho de muerte. Ha llegado la hora terrible, y vosotros sois sin duda los guerreros escogidos a los que se me ordenó comunicar el secreto. En cuanto hayáis dado sepultura a este cuerpo castigado, cavaréis bajo el séptimo árbol a la izquierda de esta pobre cueva y vuestras tribulaciones habrán... ¡Oh, cielos, recibid mi alma! Con estas palabras, aquel devoto exhaló su último aliento.

»Al romper el alba —continuó Federico—, cuando hubimos devuelto a la tierra aquellas sagradas reliquias, cavamos según sus instrucciones. Mas cuál no sería nuestro estupor cuando a la profundidad de unos seis pies descubrimos un enorme sable, la misma arma que se halla ahora en vuestro patio. En la hoja, que entonces sobresalía parcialmente de la vaina, aunque casi se ocultó debido a nuestros esfuerzos por retirarla, estaban escritas las siguientes líneas... No.

»Perdonadme, señora —añadió el marqués volviéndose a Hippolita—, si me prohíbo repetirlas. Respeto vuestro sexo y vuestro rango, y no quisiera hacerme culpable de ofender vuestros oídos con sonidos injuriosos para quien os es querido.

Hizo una pausa. Hippolita temblaba. No dudaba de que Federico había sido destinado por el cielo para consumar el destino que parecía amenazar su casa. Mirando con ansioso afecto a Matilda, una silenciosa lágrima corrió por su mejilla, pero recobrándose dijo:

El Castillo de Otranto - Horace WalpoleDove le storie prendono vita. Scoprilo ora